En ese momento observé por primera vez cómo era el color de la noche allí, porque durante la espera había anochecido. El color era mágico: el espectáculo de los fuegos artificiales con las llamas que se elevaban al cielo a lo largo de todo el horizonte. Alrededor se susurraba, se murmuraba, se repetía: «¡Los crematorios…!», pero ya con el tono de admiración que suele emplearse ante la contemplación de los fenómenos naturales.
A continuación recibimos la orden de abtreten (romper filas), y nos informaron que la cena consistiría en un pan igual al que habíamos comido por la mañana. «Vaya -pensé-, con el hambre que tengo.»
Cuando entramos en el barracón, en nuestro «bloque», comprobamos que estaba completamente vacío; no había ni rastros de muebles ni siquiera luz, sólo un suelo de cemento. Tendríamos que acomodarnos de la misma forma que lo habíamos hecho en el cuartel militar; apoyé la espalda en las piernas del muchacho que estaba sentado detrás de mí, y el que se sentó delante hizo lo propio en las mías. Estaba tan cansado después de tantas experiencias, tantas impresiones, tantas novedades que me dormí enseguida.
En cuanto a los días siguientes, al igual que me ocurrió en la fábrica de ladrillos, sólo conservo una impresión general menos detallada, un sentimiento o sensación que sería difícil definir. No es extraño, pues cada día había algo nuevo que ver, experimentar y aprender. En un par de ocasiones volví a sentir la misma sensación fría, extraña y desconocida que había experimentado al ver por primera vez a las mujeres. También me resultaba extraño encontrarme en medio de los hombres, con aquellos rostros aturdidos, que se preguntaban sin cesar los unos a los otros: «¿Qué os parece?, ¿qué os parece?». Generalmente no había respuesta, o había una sola, siempre la misma: «Es horrible». Sin embargo, no es esa palabra, no es esa experiencia -por lo menos para mí- la que mejor define la situación en Auschwitz. Entre los cientos de personas de nuestro bloque estaba también el hombre desafortunado. Tenía un aspecto extraño con su uniforme demasiado grande, el gorro que se le escurría sobre la frente. «¿Qué os parece? -preguntaba-, ¿qué os parece?…» Aquello no nos podía parecer nada en especial. Apenas podía yo seguir sus frases confusas, pronunciadas siempre con mucha prisa. Él decía que no debía pensar pero terminaba haciéndolo, pensaba siempre en una sola cosa: en los que había dejado en casa, en los que lo estaban esperando y por quienes él tenía que «hacerse fuerte»: su mujer y sus dos hijos pequeños.
El problema principal era el mismo que en el edificio de la aduana, la fábrica de ladrillos o el tren: los días resultaban eternos. Empezaban muy pronto, con los primeros rayos de sol de mediados del verano. Las mañanas eran muy frías en Auschwitz; los muchachos nos acurrucábamos para darnos calor en el barracón, en dirección a la valla alambrada, para que el sol nos regalara sus primeros rayos rojizos. Un par de horas más tarde, teníamos que buscar la sombra. A pesar de todo, el tiempo pasaba: el Curtidor estaba con nosotros y nos contaba chistes; también aparecieron los guijarros para jugar, el Suave nos los ganaba todos, y Rozi no se cansaba de decirnos: «¡Ahora vamos a cantarlo en japonés!». Aparte de eso, los dos paseos diarios, uno por la mañana al barracón de los aseos y otro por la tarde a los cuartos de baño (eran parecidos a los aseos, sólo que a lo largo de la pared, en vez de las cabinas, había lavabos esmaltados con dos tubos de hierro paralelos por encima, por cuyos minúsculos agujeros salía el agua), la distribución de la comida, el recuento vespertino y, por supuesto, todo tipo de noticias: eso era todo lo que pasaba, así transcurrían los días.
A veces pasaban otras cosas, como por ejemplo lo que ocurrió durante la segunda noche, el Blocksperre o «cierre de los bloques», cuando por primera vez vimos a nuestro comandante impacientarse, incluso enfadarse. Aquella noche oímos unas voces lejanas, un caos de sonidos entre los cuales se distinguían gritos, ladridos y disparos que oímos perfectamente desde la oscuridad un tanto asfixiante de nuestro barracón. Otro día vimos a unos hombres que caminaban detrás de la valla. Nos dijeron que regresaban del trabajo, pero yo mismo pude ver que los últimos de la fila empujaban unos carros pequeños llenos de cadáveres. Por supuesto, aquellos espectáculos hacían trabajar mi imaginación. Sin embargo, tampoco era suficiente para pasar el día entero. Así me di cuenta de que hasta en Auschwitz uno puede aburrirse, en el supuesto de ser uno de los privilegiados que se lo puedan permitir. Esperábamos, siempre esperábamos -si lo pienso bien- que no ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz.
Tengo que reconocer otra cosa: al día siguiente de nuestra llegada me comí la sopa, y al tercero ya la esperaba. El horario de las comidas en Auschwitz era un tanto especial. Nada más levantarnos nos daban un líquido que llamaban café; la comida, que consistía en una sopa, era servida muy temprano, alrededor de las nueve de la mañana. Luego no había nada más, hasta que llegaba el pan con margarina, alrededor de la puesta de sol, antes del recuento vespertino. Así pues, muy pronto -más o menos al tercer día- me acostumbré a la sensación de hambre; los muchachos también se quejaban de lo mismo. Sólo el Fumador observó que él no tenía esa sensación y que sólo echaba de menos el tabaco. Al decir eso con su forma cortante y brusca, su cara reflejaba cierta satisfacción que me irritó; creo que por la misma razón los muchachos lo interrumpieron cuando estaba hablando.
Por sorprendente que parezca, sólo estuve tres días en Auschwitz. En la noche del cuarto día me encontraba de nuevo sentado en un tren, en uno de los conocidos vagones de tren de mercancías. Nuestro destino, según nos habían dicho, era Buchenwald; aunque a esas alturas ya era más prudente con los nombres prometedores, sabía que no podía ser pura casualidad aquella expresión llena de simpatía, de calor, de ternura, de ensoñación y de cierta envidia que había visto en la cara de los presos que nos despedían. Entre ellos había muchos presos antiguos que debían de saber: me daba cuenta por las cintas que llevaban en el brazo, por sus gorros y por sus zapatos. Ellos disponían todos los preparativos relacionados con el viaje; los soldados -simples soldados rasos- estaban más lejos, al otro extremo del andén. En aquella noche silenciosa y pacífica, de colores suaves, nada me recordaba -quizás únicamente su extensión- la estación bulliciosa, llena de nerviosismo, luces, movimientos y voces que nos había recibido tres días antes.
Del viaje no puedo contar muchas cosas: todo ocurrió de la manera habitual. Éramos ochenta, y no sesenta como antes, pero no había equipaje, ni tuvimos que preocuparnos por las mujeres. Teníamos un cubo para las necesidades, hacía calor y estábamos sedientos, como la otra vez, pero soportábamos mejor el hambre. Antes de partir, nos habían distribuido nuestras raciones: una rebanada de pan más gruesa que de costumbre, el doble de margarina y algo que se parecía a una salchicha y que se llamaba wurst. Me lo comí todo inmediatamente, primero porque tenía hambre, segundo porque no tenía dónde guardarlo y tercero porque no nos habían comunicado que el viaje duraría tres días.
A Buchenwald también llegamos un amanecer: la fresca mañana de un día hermoso y soleado, aunque con algunas nubes y rachas de viento. En comparación con la de Auschwitz, la estación de Buchenwald parecía el simple apeadero de un pueblo acogedor. El recibimiento no fue tan agradable pues no nos abrieron presos sino soldados. Aquélla fue la primera vez que los vi tan de cerca, de una manera tan directa, tan poco disimulada. Actuaban con la máxima rapidez y disciplina. Se oyeron varios gritos: «Alle raus! Los! Fünf Reihen! Bewegt euch!» [¡Todos fuera! ¡Rápido! ¡Cinco filas! ¡Moveos!], unos cuantos golpes, bofetadas y patadas, un par de culatazos de fusil y las respectivas quejas. Pronto estuvimos formados en filas de cinco, como si nos hubieran movido con cuerdas, con un soldado por cada cinco filas, es decir, un soldado por cada veinticinco hombres vestidos con uniforme a rayas, más dos al final del andén, a un metro de distancia aproximadamente, que no nos quitaban ojo de encima. Dejaron de gritar y nos indicaron la dirección que debíamos seguir y los pasos correspondientes, siguiendo los suyos. La columna comenzó a avanzar, ondulando como las orugas que de niño trataba de meter en las cajas de cerillas, ayudándome de tiras de papel y de palillos: todo aquello me aturdió y me impresionó. También me entraron ganas de sonreír porque pensé en aquellos policías húngaros que nos habían escoltado de una manera tan descuidada, tan vergonzosa el día en que fuimos conducidos hasta el cuartel militar. Incluso la actuación exagerada de los guardias me pareció que sólo les había servido para llamar la atención, para darse importancia, comparándola con este procedimiento perfectamente estudiado y ejecutado con total coordinación y en completo silencio. Veía bien sus caras, el color de sus ojos y de sus cabellos y otros rasgos personales, sus defectos, alguna que otra mancha en la piel; aquellos detalles tan humanos me hacían dudar: «¿Serían ellos parecidos a nosotros en el fondo, estarían hechos de la misma materia?». Enseguida me di cuenta de lo equivocado que estaba, yo no era como ellos, claro que no.
Advertí que subíamos por una pendiente cada vez más escarpada, por un camino amplio y cuidado, como en Auschwitz, pero más sinuoso. En los alrededores había muchas zonas verdes, unas casas muy bonitas, chalets entre los árboles, parques y jardines; el paisaje en conjunto, las proporciones, todo parecía armonioso y -puedo afirmarlo con tranquilidad- acogedor, por lo menos comparándolo con Auschwitz. A la derecha del camino, nos sorprendimos al ver un pequeño zoológico con ciervos, roedores y otros animales, entre los que destacaba un oso pardo que, al oír nuestros pasos, adoptó una postura como si fuera a pedirnos limosna, haciendo unos movimientos muy simpáticos; por descontado, con nosotros no tuvo suerte. Después pasamos junto a una estatua que se encontraba en medio de un claro, entre dos caminos que se bifurcaban. La estatua se levantaba sobre un pedestal de piedra blanca, porosa, poco reluciente y tenía muy poca gracia. El uniforme a rayas, la cabeza rapada y su postura indicaban que representaba a un preso. Con la cabeza inclinada hacia delante y una de sus piernas hacia atrás imitaba a un corredor, y llevaba un enorme cubo de piedra en las manos crispadas. Al principio, la miré simplemente como el que disfruta contemplando una obra de arte, de manera desinteresada, como me habían enseñado en la escuela, pero luego se me ocurrió pensar que también tendría un significado, y que ése no sería el más alentador. Luego divisé las vallas alambradas, un portón de hierro entre dos columnas bajas y gruesas con una pequeña construcción por arriba que me recordó al puente de un capitán de barco.