Quince minutos después, estaba descansando cerca de la cima de la colina cuando apareció un hombre por el sendero. Jane lo reconoció.

– ¡Oh, no! -exclamó en inglés-. ¡Tenía que ser justamente Abdullah!

Era un individuo de corta estatura, de alrededor de cincuenta y cinco años y bastante regordete a pesar de la falta de alimentos. junto con su turbante marrón y sus amplios pantalones negros, usaba un suéter y una chaqueta cruzada a rayas que tenía todo el aspecto de haber sido usada anteriormente por algún corredor de la bolsa londinense. Su lujuriosa barba estaba teñida de rojo: era el mullah de Banda.

Abdullah desconfiaba de los extranjeros, despreciaba a las mujeres y odiaba a todos los que practicaban medicina extranjera. Jane, que reunía las tres condiciones, nunca tuvo la menor posibilidad de ganar su afecto. Y para empeorar las cosas, muchos de los habitantes del valle habían comprendido que era más efectivo para luchar contra las inyecciones tomar los antibióticos de Jane que inhalar el humo de un trozo de papel en el que Abdullah había escrito algunas palabras, y por lo tanto, el mullah perdía dinero. Su reacción fue referirse a Jane como la puta occidental, pero le resultaba difícil hacer algo más puesto que tanto Jean-Pierre como Jane gozaban de la protección del líder guerrillero Ahmed Shah Masud, y hasta un mullah vacilaba en ponerse en contra de un héroe tan destacado.

Al verla se detuvo secamente con una expresión de absoluta incredulidad que transformaba su rostro normalmente solemne en una máscara cómica. Era la última persona en el mundo con quien Jane debía haberse cruzado. Cualquiera de los otros hombres del pueblo se hubiera sentido avergonzado y tal vez ofendido al verla medio desnuda, pero Abdullah montaría en cólera.

Jane decidió afrontar la situación en seguida.

– La paz sea contigo -le dijo en dari. Este era el principio de un formal intercambio de saludos que a veces podía llegar a durar cinco o diez minutos. Pero Abdullah no le contestó con el habitual Y contigo. En lugar de ello abrió la boca y comenzó a lanzarle una serie de improperios en los que incluía palabras dari que significaban prostituta, pervertida y seductora de menores. Con el rostro rojo de furia se le acercó y alzó su bastón.

Eso ya era demasiado. Jane señaló a Mousa que permanecía silencioso a su lado, marcado por el dolor y débil por la pérdida de sangre.

– ¡Mira! -le gritó a Abdullah-. ¿Que no lo ves?

Pero él estaba enceguecido por la furia. Antes de que ella pudiera terminar de hablar, le pegó en la cabeza con su bastón. Jane lanzó un grito de dolor y de enojo: le sorprendió el dolor provocado por el golpe y la enfureció que él le hiciera eso.

Abdullah seguía sin observar la herida de Mousa. Tenía los ojos clavados en el pecho de Jane y como en un relámpago ella comprendió que el hecho de que él viera a plena luz del día el pecho desnudo de una mujer occidental, blanca y embarazada, era una vista tan cargada de distintas ansiedades sexuales, que era lógico que hubiese perdido la cabeza. No tenía intenciones de castigarla con un golpe o dos, como podría haber castigado la desobediencia de su mujer. En su corazón ardía el deseo del asesinato.

De repente, Jane sintió pánico por sí misma, por Mousa y por su hijo. Retrocedió tambaleándose para alejarse de él, pero Abdullah se le acercó y volvió a levantar el bastón. De repente, ella tuvo una idea. Se abalanzó hacia él y le metió los dedos en los ojos.

El rugió como un toro herido. No lo había lastimado, pero le indignaba que una mujer a la que estaba castigando tuviera la temeridad de responder a sus golpes. Mientras él permanecía enceguecido, Jane le aferró la barba con ambas manos y tiró. El dio un paso adelante, tropezó y cayó. Rodó algunos metros por la ladera de la montaña y fue a detenerse contra un sauce enano.

¡Oh, Dios! ¿Qué he hecho?, pensó Jane.

Al ver la humillación de ese sacerdote pomposo y malevolente, Jane supo que jamás le perdonaría lo que acababa de hacer. El podía quejarse a los barbablancas, los ancianos del pueblo. Podía presentarse ante Masud y exigir que los médicos extranjeros regresaran a su país. Hasta podía llegar a convencer a los hombres de Banda que debían lapidarla. Pero en cuanto se le ocurrieron esas posibilidades, Jane comprendió también que para llevar a cabo una queja como ésa, Abdullah se vería obligado a contar su historia con todos los detalles ignominiosos, y los habitantes del pueblo no cesarían jamás de ridiculizarlo: los afganos no se destacaban por su bondad. Así que a lo mejor la cosa no sería tan grave.

Se volvió. Tenía algo más importante de qué ocuparse. Mousa seguía de pie donde ella lo había dejado, silencioso e inexpresivo, demasiado asustado para comprender lo que sucedía ante sus ojos. Jane respiró profundamente, lo alzó y siguió caminando.

Después de unos pocos pasos llegó a la cima de la colina y pudo caminar con mayor rapidez a medida que el terreno se hacía más llano. Cruzó la altiplanicie rocosa. Estaba cansada y le dolía la espalda, pero ya casi había llegado: las cavernas estaban justo debajo de donde ella se encontraba. Llegó al extremo opuesto de la planicie y, al empezar a descender, oyó voces infantiles. Instantes después vio un grupo de niños de aproximadamente seis años que jugaban al Cielo y el Infierno. Este juego consistía en sostenerse los dedos de los pies mientras otros dos chicos lo transportaban a uno al cielo, si con no soltar los dedos, o al infierno, que por lo general era un pozo de basura o una letrina, si llegaba a soltar los dedos. Comprendió que Mousa jamás volvería a jugar a eso y de repente la sobrecogió una sensación de tragedia. En ese momento los chicos notaron su presencia, y mientras pasaba dejaron de jugar para mirarla fijo. Uno de ellos susurró: ¡Mousa! Otro repitió el nombre y de repente se olvidaron del juego y todos corrieron delante de Jane, gritando la noticia.

El escondite de las horas del día de los habitantes de Banda parecía el campamento de una tribu de nómadas del desierto: el suelo polvoriento, el sol abrasador de mediodía, los restos de fogatas sobre las que se había cocinado, las mujeres con capucha, los niños mugrientos. Jane cruzó el pequeño cuadrado de terreno nivelado que había frente a las cavernas. Las mujeres ya se estaban reuniendo frente a la caverna más amplia, que Jane y Jean-Pierre utilizaban como clínica. Jean-Pierre, al oír la conmoción, salió. Agradecida, Jane le entregó a Mousa y le habló en francés.

– Fue una mina. Ha perdido la mano. Dame tu camisa.

Jean-Pierre llevó a Mousa al interior de la caverna y lo depositó sobre la alfombra que usaba como camilla para examinar a sus pacientes. Antes de atender a la criatura, se arrancó la camisa caqui y se la entregó a Jane. Ella se la puso de inmediato.

Se sentía un poco mareada. Consideró la posibilidad de sentarse a descansar en la fresca parte trasera de la caverna, pero después de dar un par de pasos en esa dirección cambió de idea y se sentó inmediatamente.

– Alcánzame algunas gasas -pidió Jean-Pierre.

Ella lo ignoró. Halima, la madre de Mousa, entró corriendo en la cueva y, al ver a su hijo, empezó a gritar. Yo debería ayudarla, para que pueda consolar a su hijo -pensó Jane-, ¿por qué será que no me puedo levantar? Creo que cerraré los ojos. Aunque sólo sea un instante.

Al caer la noche, Jane supo que se le acercaba la hora del parto.

Al volver en sí después de desmayarse en la caverna, sentía lo que supuso era un dolor de espalda, provocado sin duda por haber alzado a Mousa. Jean-Pierre coincidió con su diagnóstico, le dio una aspirina y le aconsejó que siguiera acostada y sin moverse. Rabia, la partera, entró en la caverna a ver a Mousa y le dirigió a Jane una mirada dura, pero en ese momento ella no comprendió su significado. Jean-Pierre limpió y vendó el muñón de Mousa, le dio penicilina y una inyección antitetánica. La criatura no moriría por causa de una infección, como casi seguramente le hubiera sucedido de no contar con remedios occidentales, pero de todos modos Jane se preguntó si su vida sería digna de ser vivida: allí la supervivencia era difícil aún para los más fuertes y sanos, y los chicos inválidos generalmente morían jóvenes.

A última hora de la tarde Jean-Pierre se preparó para partir. Al día siguiente tenía que atender pacientes en un pueblo a varios kilómetros de distancia y, por algún motivo que Jane nunca llegó a entender del todo, jamás faltaba a esos compromisos aunque supiera de memoria que ningún afgano se sorprendería al verlo llegar un día y aún una semana después de lo previsto.

Cuando se despidió de Jane con un beso, ella empezaba a preguntarse si su dolor de espalda no sería el principio de los dolores del parto, adelantado por los esfuerzos que hizo para llegar hasta allí con Mousa, pero como hasta entonces nunca había tenido un hijo, no lo supo discernir y le pareció poco probable. Se lo preguntó a Jean-Pierre.

– No te preocupes -contestó él, sin darle importancia-. Todavía te faltan por lo menos seis semanas.

Ella le preguntó si no sería más prudente que se quedara, por precaución, pero él repitió que le parecía completamente innecesario, y Jane sintió que se estaba comportando como una tonta: así que permitió que él partiera con una yegua cargada con su equipo médico y la esperanza de llegar a destino antes de que oscureciera, para poder iniciar su trabajo a la mañana siguiente, a primera hora.

Cuando el sol comenzó a ocultarse detrás del risco occidental y el valle se cubrió de sombras, Jane bajó con las mujeres y niños hacia el pueblo en penumbras y los hombres se dirigieron al campo a cosechar mientras los bombarderos dormían.

La casa donde vivían Jane y Jean-Pierre pertenecía en realidad al tendero de Banda, quien abandonando toda esperanza de ganar dinero en tiempos de guerra -prácticamente no había qué vender- había partido, con su familia, rumbo a Paquistán. La habitación delantera, que antiguamente era la tienda, fue en un comienzo la clínica de Jean-Pierre, hasta que la intensidad de los bombardeos del verano obligó a los habitantes del pueblo a refugiarse en las cavernas durante el día. La casa tenía dos habitaciones traseras: una destinada a los hombres y sus huéspedes y la otra a las mujeres y los niños. Jane y Jean-Pierre las utilizaban como dormitorio y sala de estar. A un costado de la casa había un patio protegido por un muro de adobe donde se encontraba el fogón para cocinar y un recipiente para lavar la ropa, los platos y los niños. El tendero había dejado algunos muebles de madera de fabricación casera y los habitantes del pueblo le habían prestado a Jane varias hermosas alfombras para cubrir el suelo. Jane y Jean-Pierre dormían sobre un colchón, igual que los afganos, pero usaban sacos de dormir en lugar de mantas. Lo mismo que los afganos, durante el día enrollaban el colchón y cuando hacía buen tiempo lo colocaban sobre el techo plano de la casa para que se ventilara. En verano, todo el mundo dormía en los techos de las casas.