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Ambos dimos cuenta de nuestro donut.

– Bien, ¿y qué pasó? -inquirí.

Un fotógrafo de la policía hacía su tarea en la oficina de la gasolinera. Dos enfermeros aguardaban para meter el cuerpo en una bolsa e irse.

Morelli observó todo aquello a través de la ventana.

– El médico forense calcula que la muerte ocurrió hacia las seis y media. Eso debe de ser cuando la víctima estaba abriendo. Al parecer alguien entró, tan campante, y le disparó. Tres tiros en la cara, de cerca. No hay indicios de robo. El cajón del dinero está intacto. Todavía no hay testigos.

– ¿Una ejecución?

– Eso parece.

– ¿Se hacían apuestas ilegales en esta gasolinera? ¿Tráfico de drogas?

– No que yo sepa.

– Tal vez fue algo personal. Tal vez estuviera tirándose a la esposa de alguien. Tal vez debiese dinero.

– Tal vez.

– Puede que Kenny volviera para silenciarlo.

– Puede -dijo Morelli sin mover un músculo.

– ¿Crees que Kenny haría algo así?

Se encogió de hombros.

– Es difícil saber qué sería capaz de hacer Kenny.

– ¿Has investigado el número de la matrícula del coche de anoche?

– Sí. Pertenece a mi primo Leo.

Enarqué una ceja.

– Es una familia larga -dijo-. Ya no me llevo bien con ellos.

– ¿Vas a hablar con Leo?

– En cuanto salga de aquí.

Tomé un sorbo del humeante café y observé que Morelli miraba fijamente la taza.

– Apuesto a que te gustaría un poco de café caliente.

– Mataría por ello.

– Te daré un poco si me dejas acompañarte cuando hables con Leo.

– Hecho.

Tomé un último sorbo y le entregué la taza.

– ¿Has ido a ver a Julia? -pregunté.

– Pasé por delante de su casa. Las luces estaban apagadas. No vi el coche. Podemos hablar con ella después de hablar con Leo.

El fotógrafo acabó y los enfermeros metieron el cadáver en la bolsa y lo subieron a una camilla. La camilla chirrió al rodar sobre el escalón de la puerta y la bolsa, con su peso muerto, se movió.

El donut me pesaba en el estómago. No conocía a la víctima, pero eso no impidió que sintiera su pérdida. Pena por delegación.

En la escena del crimen había dos detectives de homicidios. Sus impermeables les conferían un aspecto profesional. Debajo del impermeable llevaban traje y corbata. Morelli vestía una camiseta azul marino, téjanos, una americana de lana y zapatillas deportivas. Tenía el cabello húmedo a causa de la llovizna.

– No te pareces a los otros tipos. ¿Dónde está tu traje?

– ¿Alguna vez me has visto llevar traje? Parezco un jefe de sala de casino. Tengo permiso especial para no llevar nunca traje. -Sacó sus llaves del bolsillo y con una señal indicó a uno de los detectives que se iba. Éste asintió con la cabeza.

Morelli conducía un coche del ayuntamiento, un viejo sedán Fairlane marrón con una antena que salía del maletero y una muñequita hawaiana pegada a la ventanilla trasera. Daba la impresión de no poder alcanzar los cincuenta kilómetros en subida. Estaba abollado, oxidado y mugriento.

– ¿Alguna vez limpias este trasto?

– Nunca. Tengo miedo de ver lo que hay debajo de la mugre.

– A Trenton le gusta convertir en desafío eso de hacer cumplir la ley.

– Aja. Ño nos gustaría que fuese demasiado fácil, no resultaría divertido.

Leo Morelli vivía con sus padres en el barrio. Tenía la misma edad que Kenny y trabajaba en la Empresa Estatal de Autopistas, como su padre.

Había un coche azul y blanco aparcado en la entrada de vehículos y la familia al completo hablaba con un uniformado cuando nos detuvimos frente a la vivienda.

– Alguien robó el coche de Leo -dijo la señora Morelli-. ¿Puedes creerlo? ¿Adonde vamos a parar? Esto no ocurría antes en el barrio. Y ahora, ¡mira!

Eso no sucedía nunca en el barrio porque para la Mafia éste era una especie de colonia para jubilados. Años antes, cuando los disturbios de Trenton, a nadie se le ocurrió enviar un coche patrulla para proteger el barrio. Cada viejo combatiente y cada capo se hallaban en el desván buscando su metralleta.

– ¿Cuándo te diste cuenta de que había desaparecido? -preguntó Morelli.

– Esta mañana -contestó Leo-. Cuando salí para ir al trabajo. No estaba aquí.

– ¿Cuándo lo viste por última vez?

– Ayer a las seis de la tarde, cuando llegué del trabajo.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Kenny?

Todos los miembros de la familia parpadearon.

– ¿Kenny? ¿Qué tiene que ver Kenny en esto? -inquirió la madre de Leo.

Morelli había vuelto a meterse las manos en los bolsillos.

– Es posible que Kenny necesitara un coche.

Nadie dijo nada.

– Así que, ¿cuándo fue la última vez que alguno de vosotros habló con Kenny? -repitió Morelli.

– Jesús! -exclamó el padre de Leo-. Dime que no le prestaste tu coche a ese estúpido cabrón.

– Me prometió que me lo devolvería enseguida. ¿Cómo iba a saberlo?

– Tienes mierda en lugar de cerebro -dijo el padre de Leo-. Eso tienes… mierda en lugar de cerebro.

Le explicamos a Leo que era cómplice de un delincuente y que a un juez eso tal vez no le agradase. Luego le explicamos que, si veía o recibía noticias de Kenny, debía darle el soplo a su primo Joe o a la buena amiga de Joe, Stephanie Plum.

– ¿Crees que nos llamará si tiene noticias de Kenny? -pregunté cuando nos hallamos solos en el Fairlane.

Morelli se detuvo en un semáforo.

– No. Creo que Leo le va a dar la paliza de su vida.

– Como todo buen Morelli.

– Algo así.

– Cosa de hombres.

– Sí, cosa de hombres.

– Y después de que le haya dado la paliza de su vida, ¿crees que nos llamará?

Morelli negó con la cabeza.

– No sabes gran cosa, ¿verdad?

– Sé mucho -dijo con una sonrisa.

– ¿Y ahora qué? -pregunté.

– Julia Cenetta.

Julia Cenetta trabajaba en la librería de la Univer sidad de Trenton. Primero fuimos a su casa. Nadie contestó, de modo que nos dirigimos hacia la universidad. El tráfico era fluido, pero todos los conductores se mantenían dentro del límite de velocidad. No hay nada como un coche camuflado de la policía para que la velocidad se reduzca al mínimo.

Morelli franqueó la puerta principal y condujo hasta el edificio de ladrillos y hormigón de un solo piso que albergaba la librería. Pasamos por delante de un estanque de patos, una extensión de césped y unos cuantos árboles que aún no habían sucumbido a las inclemencias del invierno. La lluvia arreció, y no parecía que fuese a parar en lo que restaba del día. Los estudiantes caminaban con la cabeza gacha, cubierta con la capucha del impermeable o la sudadera.

Morelli echó un vistazo al aparcamiento de la librería; sólo había lugar donde estacionar en el extremo más alejado. Sin vacilar, se detuvo junto al bordillo en una zona en que estaba prohibido aparcar.

– ¿Emergencia policial?

– Puedes apostar tu culito a que sí.

Julia se encontraba atendiendo la caja, pero nadie compraba nada, de modo que estaba apoyada contra el mostrador, quitándose el barniz de las uñas. Cuando nos vio, frunció el entrecejo.

– Parece un día aburrido -comentó Morelli.

Julia asintió con la cabeza.

– Es por la lluvia.

– ¿Has tenido noticias de Kenny?

Sus mejillas se sonrojaron.

– Lo vi anoche, en cierto modo -dijo, ruborizándose. Telefoneó justo después de que os marcharais, y luego vino a verme. Le dije que queríais hablar con él, que os llamara. Le di vuestra tarjeta con el número del busca y todo.

– ¿Crees que regresará esta noche?

– No. -Negó enfáticamente con la cabeza-. Dijo que no volvería. Dijo que tenía que permanecer escondido porque unas personas lo buscaban.

– ¿La policía?

– No, no creo que fuese la poli; pero no sé a quién se refería.

Morelli le dio otra tarjeta y le dijo con tono perentorio que lo llamase a cualquier hora del día o de la noche si tenía noticias de Kenny.

Me dio la impresión de que no podíamos esperar mucho de ella.

Salimos y, bajo la lluvia, nos dirigimos a toda prisa hacia el coche. Aparte de Morelli, el único indicio de que el Fairlane era de la policía lo constituía un aparato de radio sintonizado en la banda policial. Transmitía mensajes entre ruidos de estática. Yo tenía un aparato similar en mi jeep e intentaba aprender los códigos de la bofia. Como todos los polis que conocía, Morelli escuchaba inconscientemente y procesaba, de manera milagrosa, la incomprensible información.

Salió del recinto y no pude evitar preguntarle:

– ¿Ahora qué?

– Tú eres la que tiene olfato.

– Mi olfato no está sirviéndome de mucho esta mañana.

– De acuerdo, entonces veamos qué tenemos. ¿Qué sabemos acerca de Kenny?

De acuerdo con lo que habíamos presenciado la noche anterior, sabíamos que padecía de eyaculación precoz, pero no me pareció que a Morelli eso le interesara.

– Chico del barrio, estudios secundarios, se alistó en el ejército, del que salió hace cuatro meses. Todavía está en el paro, pero obviamente no le falta dinero. Por razones que no conocemos, decidió meterle una bala a su amigo Moogey Bues en la rodilla. Un poli fuera de servicio lo pilló in fraganti. No tenía historial delictivo y le concedieron la libertad bajo fianza, pero la violó y robó un coche.

– Te equivocas. Le prestaron un coche. Sólo que todavía no lo ha devuelto.

– ¿Crees que eso importa?

Morelli se detuvo en un semáforo en rojo.

– Puede que le ocurriese algo que lo obligara a cambiar de plan.

– Como cargarse a Moogey.

– Según Julia, Kenny tenía miedo porque alguien lo buscaba.

– ¿El padre de Leo?

– No estás tomándote esto en serio -se quejó Morelli.

– Me lo estoy tomando muy en serio. Ocurre, sencillamente, que no tengo muchas respuestas, y no veo que estés compartiendo tus pensamientos conmigo. Por ejemplo, ¿quién crees que anda buscando a Kenny?

– Cuando a Kenny y a Moogey los interrogaron acerca del tiroteo, ambos dijeron que fue por razones personales y se negaron a hablar de ello. Puede que estuvieran metidos en un negocio sucio.

– ¿Y qué?

– Y nada más. Eso creo.

Lo miré fijamente por un instante, tratando de decidir si me ocultaba algo. Era probable, pero no había manera de saberlo con certeza.

– De acuerdo. -Suspiré-. Tengo una lista de amigos de Kenny. Voy a investigarlos. -¿Dónde has conseguido esa lista?