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Probablemente Morelli tuviese razón y era demasiado tarde para que se presentara Kenny, pero pensé que no perdería nada quedándome un rato más, por si acaso. Subí la capota a fin de no ser tan visible y me dispuse a esperar. No era tan buena posición como detrás de los arbustos de hortensias, pero igualmente me servía. Si Kenny aparecía, llamaría a Ranger por mi teléfono móvil. No tenía intención de capturar sin ayuda a un tipo acusado de malherir a alguien.

Al cabo de diez minutos un pequeño turismo de tres puertas pasó por delante de la casa de los Cenetta. Me deslicé hacia abajo en el asiento y el coche siguió de largo. Unos minutos más tarde, regresó. Se detuvo frente a la casita rústica. El conductor tocó el claxon. Julia Cenetta salió corriendo y subió al asiento del copiloto.

Cuando se hallaban a media manzana de distancia, encendí el motor, pero antes de encender los faros aguardé a que doblaran. Nos encontrábamos en el límite del barrio, en una zona residencial de casas unifamiliares. No había tráfico, por lo que sería fácil para ellos observar si alguien los seguía, de modo que me mantuve a buena distancia. El turismo dobló en Hamilton y se dirigió hacia el este. Lo seguí, ahora más cerca, ya que estábamos en una calle más transitada. Me mantuve a esa distancia hasta que el coche se detuvo en un rincón oscuro del aparcamiento de un centro comercial.

A esa hora de la noche el aparcamiento sé hallaba vacío y no era lugar para que se detuviera en él una entrometida cazadora de fugitivos. Apagué las luces y aparqué silenciosamente en el extremo opuesto. Cogí unos prismáticos del asiento trasero y con ellos vigilé el coche.

De pronto, di un respingo, pues alguien llamó a mi portezuela.

Era Joe Morelli, encantado de haberme pillado por sorpresa y haberme dado un susto.

– Necesitas unos prismáticos de visión nocturna -comentó con tono afable-. No se puede ver nada a esta distancia en la oscuridad.

– No tengo unos prismáticos de visión nocturna y, por cierto, ¿qué haces aquí?

– Te he seguido. Supuse que esperarías un poco más por si Kenny llegaba. No eres muy buena en esto de hacer cumplir la ley, pero eres afortunada, y cuando te dan un caso te comportas como un perro hambriento al que le arrojan un hueso.

No me pareció una comparación halagadora, pero era certera.

– ¿Te entiendes bien con Kenny?

Morelli se encogió de hombros.

– No lo conozco muy bien.

– De modo que no querrías acercarte y saludarlos.

– Si no se tratase de Kenny, me disgustaría arruinarle la noche a Julia.

Miramos el vehículo, y aun cuando no teníamos prismáticos de visión nocturna nos dimos cuenta de que se balanceaba. Unos gruñidos y jadeos rítmicos atravesaron el aparcamiento vacío.

– ¡Diablos! -exclamó Morelli-. Si no aligeran un poco van a estropear los amortiguadores del coche.

El vehículo dejó de balancearse, el motor y los faros se encendieron.

– Vaya, no duró mucho – comenté.

Morelli rodeó mi vehículo y se sentó en el asiento del copiloto.

– Debieron de empezar en el camino. Espera a que llegue a la calle antes de encender las luces.

– Es una idea estupenda, pero no veo nada sin ellas.

– Estás en un aparcamiento, no creo que haya nada que obstruya el camino.

Puse en marcha el coche y avancé a paso de tortuga.

– Lo vas a perder. Acelera -dijo Morelli.

Aceleré a treinta kilómetros con los ojos entrecerrados para orientarme en la oscuridad.

Morelli dejó escapar un suspiro y pisé el acelerador a fondo.

De pronto se oyó un chirrido y perdí el control del Wrangler. Pisé el freno con fuerza, el coche se deslizó hacia la izquierda y se detuvo en un ángulo de treinta grados.

Morelli salió para investigar.

– Estás atascada en la acera. Da marcha atrás.

Me aparté lentamente de la acera, pero el vehículo seguía tirando hacia la izquierda. Morelli volvió a investigar, mientras yo farfullaba, maldecía y me reprochaba el haber hecho caso a aquel lunático.

– Qué pena. -Morelli se inclinó sobre la ventanilla abierta-. Al golpear contra el bordillo se ha doblado la llanta. ¿Tienes quien te lo arregle?

– Lo hiciste adrede. No querías que atrapara a tu asqueroso primo.

– Oye, cariño, no me eches la culpa sólo porque te equivocaste y te metiste donde no debías.

– Eres basura, Morelli. Basura.

– Más te vale ser buena conmigo -dijo con una sonrisa maliciosa-. Podría multarte por conducción temeraria.

Saqué el teléfono de mi bolso, furiosa, y llamé al taller de Al. Al y Ranger eran buenos amigos. De día, Al administraba un negocio perfectamente legal. Pero por las noches estaba segura de que se dedicaba a desguazar coches robados. No me importaba. Lo único que quería era que me arreglara la llanta.

Una hora después estaba nuevamente en camino. De nada servía tratar de seguir la pista de Kenny Mancuso. Debía de haberse marchado hacía tiempo. Me detuve en un pequeño supermercado que permanecía abierto toda la noche, compré medio litro de helado de café, de ese que obstruye las arterias, y me dirigí hacia mi casa.

Vivo en un edificio de apartamentos de tres pisos, a unos tres kilómetros de la casa de mis padres. La puerta de entrada da a una transitada calle llena de pequeños negocios; atrás, se extiende un ordenado barrio de casitas unifamiliares.

Mi apartamento se encuentra en la parte trasera, en el primer piso, y da al aparcamiento. Consta de un dormitorio, un baño, una pequeña cocina y una sala-comedor. Mi cuarto de baño parece salido de la serie de televisión La familia Partridge y, como mi situación financiera deja mucho que desear, el mobiliario puede describirse como ecléctico, término que usaría un esnob para decir que nada hace juego con nada.

La señora Bestler, que vive en el segundo piso, se hallaba en mi pasillo cuando salí del ascensor. La señora Bestler contaba ochenta y tres años y no dormía bien de noche, por lo que caminaba por los corredores.

– Hola, señora Bestler. ¿Cómo le va?

– No sirve de nada quejarse. Parece que has estado trabajando esta noche. ¿Has pillado algún criminal?

– No. Esta noche, no.

– Qué pena.

– Siempre queda mañana.

Abrí la puerta de mi apartamento y entré.

Rex, mi hámster, corría frenéticamente en su rueda. Lo saludé con un golpecito en la jaula y él se detuvo por un instante, movió el bigote, y una expresión de alerta apareció en sus grandes y brillantes ojos negros.

– Hola, Rex.

Rex no dijo nada. No sólo es pequeño, sino también silencioso.

Dejé caer mi bolso sobre la encimera de la cocina y saqué una cuchara del cajón de los cubiertos. Abrí una caja de helado y mientras comía escuché los mensajes en mi contestador automático.

Todos eran de mi madre. Al día siguiente prepararía pollo asado y yo tenía que ir a cenar a su casa. No debía retrasarme, porque el cuñado de Betty Szajack había muerto y la abuela Mazur quería llegar al velatorio a las siete.

La abuela Mazur lee las necrológicas como si fuesen la sección de ocio del periódico. Otros barrios cuentan con clubes y fraternidades, en el que viven mis padres hay funerarias. Si la gente dejara de morir, la vida social del barrio se detendría por completo.

Acabé el helado y metí la cuchara en el lavaplatos. Le di a Rex un poco de alimento para hámster y un grano de uva, y me fui a dormir.

Al despertar, la lluvia tamborileaba sobre la ventana de mi dormitorio y la anticuada escalera de incendios de hierro forjado que hace las veces de balcón. Por la noche, cuando estoy cómodamente acostada, el sonido de la lluvia me encanta. Por la mañana ocurre todo lo contrario.

Tenía que acosar a Julia Cenetta un poco más. Y debía investigar el coche que la había recogido la noche anterior. El teléfono sonó y cogí automáticamente el teléfono móvil sobre la mesita de noche, pensando que era muy temprano para recibir una llamada. Según el reloj digital eran las siete y cuarto.

Era Eddie Gazzara, mi amigo el poli.

– Buenos días. Es hora de ir a trabajar.

– ¿Se trata de una llamada de cortesía?

Gazzara y yo crecimos juntos, y ahora está casado con mi prima Shirley.

– Es una llamada informativa, y no fui yo quien la hizo. ¿Todavía estás buscando a Kenny Mancuso?

– Sí.

– El encargado de la gasolinera al que disparó en la rodilla murió esta mañana.

– ¿Qué pasó? -pregunté, irguiéndome en la cama.

– Otro disparo. Me lo contó Schmidty, que estaba de guardia cuando se recibió la llamada. Un cliente encontró al encargado, Moogey Bues, en la oficina de la gasolinera con un gran agujero en la cabeza.

– ¡Dios!

– Me ha parecido que podía interesarte. Quizá haya alguna relación y quizá no. Puede que Mancuso decidiera que no bastaba con disparar a su amigo en la rodilla y regresase para saltarle la tapa de los sesos.

– Te debo ésta.

– Nos vendría bien que hicieses de canguro el viernes próximo.

– No te debo tanto.

Eddie gruñó y colgó el auricular.

Me duché rápidamente, me sequé el cabello con el secador y me lo remetí bajo una gorra de los Rangers de Nueva York, con la visera hacia atrás. Llevaba téjanos Levis, de esos que tienen botones en lugar de cremallera, una camisa de franela roja sobre una camiseta negra y zapatos Doctor Martens en homenaje a la lluvia.

Tras una dura noche corriendo en su rueda, Rex dormía en su comedero, de modo que pasé frente a él de puntillas. Activé el contestador, cogí mi bolso y mi cazadora negra de cuero y cerré con llave al salir.

La gasolinera se encontraba en la calle Hamilton, no muy lejos de mi apartamento. De camino me detuve en un supermercado y compré un vaso grande de café y una caja de donuts cubiertos de chocolate. En mi opinión, si no tienes más remedio que respirar el aire de Nueva Jersey no tiene sentido ingerir siempre comida sana.

Había muchos polis y coches patrulla en la gasolinera; en el patio trasero, cerca de la puerta de la oficina, había una ambulancia. La lluvia había menguado hasta convertirse en llovizna. Aparqué a media manzana y me abrí paso entre los mirones, con mi café y mis donuts, buscando un rostro familiar.

La única cara conocida era la de Joe Morelli.

Me acerqué a él y le ofrecí un donut. Cogió uno y le dio un bocado de inmediato.

– ¿No has desayunado? -le pregunté.

– Me sacaron de la cama por esto.

– Creí que trabajabas con la brigada antivicio.

– Sí. Walt Becker está encargado de esto. Sabía que buscaba a Kenny y pensó que querría participar.