Изменить стиль страницы

»De manera que seguimos yendo todas las semanas, y aproximadamente un mes después al reverendo Bob se le ocurre la siguiente gran idea. La cultura profana estaba destruyendo Estados Unidos, nos advirtió, y la única manera de reparar los daños era rechazar todo lo que nos ofrecía. Ahí fue cuando empezó a emitir sus denominados Edictos Dominicales. En primer lugar, todo el mundo tenía que deshacerse de la televisión. Luego de los aparatos de radio. Después le tocó el turno a los libros; todos los que hubiera en casa menos la Biblia. Luego, el teléfono. Y después, los ordenadores. A continuación vinieron los discos compactos, las casetes y los discos de vinilo. ¿Te imaginas? Se acabó la música, tío Nat, se terminaron las novelas, adiós a los poemas. Luego tuvimos que cancelar todas las suscripciones a revistas. Después, los periódicos. Ya no podíamos ir al cine. El idiota estaba suprimiéndolo todo, pero cuantos más sacrificios exigía, más parecía gustarle a la congregación. Que yo sepa, ni una sola familia se marchó.

»Finalmente, ya no quedaban más cosas de las que librarse. El reverendo dejó de atacar el ámbito de la cultura y los medios de comunicación, y empezó a dar la paliza con lo que él denominaba "cuestiones viscerales". Cada vez que hablábamos, sofocábamos la voz de Dios. Siempre que escuchábamos las palabras de los hombres, descuidábamos las palabras de Dios. Y ordenó que, a partir de entonces, todos los miembros de la Iglesia de más de catorce años pasarían un día a la semana en completo silencio. De ese modo, estaríamos en condiciones de restablecer nuestra comunicación con Dios, de oír su voz en lo más íntimo de nuestro ser. Después de todas las malas pasadas que nos había jugado, parecía una exigencia bastante llevadera…

»David trabaja de lunes a viernes, de modo que escogió el sábado como día de silencio. El mío era el jueves, pero como no había nadie en casa hasta que Lucy volvía del colegio, podía hacer lo que me diera la real gana. Cantaba, hablaba sola, maldecía a gritos al todopoderoso reverendo Bob. Pero en cuanto Lucy y David entraban por la puerta, tenía que hacer teatro. Les servía la cena en silencio, acostaba a Lucy en silencio, daba las buenas noches a David con un beso, en silencio. Nada del otro mundo. Pero entonces, al cabo de un mes de ese numerito, a Lucy se le metió en la cabeza seguir mi ejemplo. Sólo tenía nueve años. Ni siquiera el reverendo Bob exigía que los niños hicieran lo mismo que nosotros, pero mi niña bonita me quería tanto, que quería hacer todo lo que yo hacía. Durante tres sábados seguidos no dijo una palabra. Y a pesar de mis ruegos de que dejara de hacerla, ella seguía en sus trece. Es una niña muy lista, tío Nat, pero también muy testaruda. Tú ya lo sabes por experiencia: una vez que toma una decisión, pretender que se vuelva atrás es como dar golpes en la pared. Por increíble que parezca, David se puso de mi lado, pero creo que en cierto modo se sentía tan orgulloso de que se comportara como una persona adulta, que no se mostró muy enérgico ni persuasivo. De todos modos, aquello no tenía nada que ver con él. Era cosa mía. De la niña y de mí. Dije a David que quería hablar con el reverendo Bob. Si me liberaba de mi silencio de los jueves, Lucy podría quitarse aquel peso de encima y empezaría a comportarse con normalidad otra vez…

»David quería acompañarme a la entrevista, pero le dije que no, que tenía que ver al reverendo a solas. Para asegurarme de que no pudiera intervenir, fijé la cita para un sábado, día en que él no podía hablar. Sólo llévame a su casa, le dije, y espérame fuera en el coche. No tardaré mucho…

»El reverendo Bob estaba sentado tras el escritorio de su despacho, dando los últimos toques al sermón que iba a pronunciar al día siguiente. Siéntate, hija mía, me dijo, y cuéntame cuál es el problema. Le expliqué lo de Lucy y por qué pensaba yo que nos haría un gran favor si me liberaba de mi silencio de los jueves. Hmmm, contestó, hmmm. Tengo que pensarlo. Te comunicaré mi decisión al final de la semana que viene. Me miraba fijamente, y cada vez que hablaba, las pobladas cejas le temblaban de un modo extraño. Gracias, le dije. Creo que es usted un sabio, y estoy convencida de que no dudará en cambiar las normas por el bien de una criatura. No iba a decirle lo que pensaba realmente. Me gustara o no, era miembro de aquella puta congregación, y tenía que seguir el juego y hacer que me creía lo que estaba diciendo. Pensé que la conversación había concluido, pero cuando me levanté para marcharme, él alargó el brazo e hizo un gesto para que volviera a sentarme. He estado observándote, mujer, me informó, y quiero que sepas que destacas mucho en todos los ámbitos. El hermano Minor y tú estáis entre los pilares más firmes de nuestra comunidad, y estoy seguro de que puedo contar con vosotros para que me apoyéis en todo, tanto en los asuntos sagrados como en los profanos. ¿Profanos?, repetí yo. ¿Qué quiere decir con profanos? Como quizá sepas, dijo el reverendo, mi mujer, Darlene, no puede tener hijos. Ahora que he llegado a cierta edad, he empezado a pensar en mi legado, y me parece trágico el hecho de dejar este mundo sin haber procreado un heredero. Siempre puede adoptar alguno, le sugerí. No, repuso él, eso no bastaría. Tengo que engendrar un hijo de mi propia carne, un descendiente de mi propia sangre que continúe la labor que yo he iniciado. He estado observándote, mujer, y de todas las almas de mi rebaño, tú eres la única merecedora de llevar mi semilla. Pero ¿qué está diciendo? Yo estoy casada. Quiero a mi marido. Sí, contestó él, lo sé, pero por el bien del Templo del Verbo Divino te pido que te divorcies de él y te cases conmigo. Pero usted tiene mujer, le recordé. Nadie puede tener dos mujeres, reverendo Bob, ni siquiera usted. No, por supuesto que no, convino él. Huelga decir que yo también pediré el divorcio. Deje que lo piense, le dije. Todo está ocurriendo tan deprisa, que no sé qué decir. Me da vueltas la cabeza, me tiemblan las manos, y estoy absolutamente confusa. No te preocupes, hija mía, dijo el reverendo. Tómate todo el tiempo que necesites. Pero sólo para que te hagas idea de los placeres que te esperan, quiero enseñarte algo. El reverendo se levantó de la silla, vino hacia la parte delantera de la mesa y se bajó la cremallera del pantalón. Estaba justo frente a mí, y tenía la bragueta abierta a medio metro de mi cara. Fíjate en esto, me dijo, sacándose el cipote y enseñándomelo. A decir verdad, era bastante grande; mucho mayor de lo que cabría encontrar colgando entre las piernas de un tío flacucho como aquél. Yo he visto un montón de hombres desnudos en mis tiempos, y por longitud y grosor, tendría que situar el aparato del reverendo en lo más alto de la clasificación, entre el diez por ciento de los mejores. Una picha de calibre pornográfico, si entiendes lo que quiero decir, pero nada atractiva a mis ojos. La tenía tiesa, en plena erección, y de color tirando a morado, llena de venas y curvada hacia la izquierda. Un pollón enorme, pero muy asqueroso, y su propietario me daba todavía más asco. Supongo que podía haberme levantado de un salto y haber salido por pies de la casa, pero en el fondo tenía la vaga impresión de que aquel imbécil me estaba brindando una oportunidad única, y si a cambio de unos momentos repulsivos conseguía que nos liberásemos de los tarados de aquella Iglesia…

»Éste es el hueso sagrado, decía el reverendo, cogiéndose el manubrio con la mano y agitándomelo delante de la cara. Dios me concedió este glorioso don, y el esperma que brota de él puede engendrar ángeles. Tómalo en tu mano, hermana Aurora, y siente el fuego que corre por sus venas. Póntelo en la boca y saborea la carne con que nuestro Señor tuvo a bien dotarme…

»Hice lo que él quería, tío Nat. Cerré los ojos, me metí en la boca aquella enorme y venosa mazorca, y empecé a chupársela despacio. Fue muy desagradable. Mi pobre nariz restregándose contra su maloliente entrepierna, mi estómago cada vez más revuelto…, pero era consciente de lo que hacía, y no me quejaba. Justo cuando iba a correrse, me la saqué de la boca y terminé la faena con la mano, asegurándome de que su precioso esperma me salpicara toda la blusa. Ésa era la prueba, lo que necesitaba para hundir a aquel hijoputa. ¿Te acuerdas de Monica y Bill? ¿Recuerdas el vestido? Bueno, pues ahora yo tenía mi blusa, y era tan eficaz como un arma, tan mortífera como una pistola cargada…

»Cuando subí al coche, estaba llorando. No sé si las lágrimas eran de verdad o de mentira, pero estaba llorando. Le dije a David que arrancara y me llevara a casa. Parecía disgustado, pero como no podía hablar hasta el día siguiente, no estaba en condiciones de preguntarme nada. Entonces fue cuando comprendí que la cosa podía salir de dos maneras. Me disponía a decirle que el reverendo Bob me había violado. Si David rompía a hablar, eso significaría que yo le importaba más que el puto Templo del Verbo Divino. Podíamos entregar la blusa a la poli, solicitar la prueba de ADN y ver cómo el reverendo iba a parar a las calderas del infierno. Pero ¿y si David no hablaba? Eso significaría que yo no era nada para él, que seguiría siendo fiel al padre Bob hasta el final. No tenía mucho tiempo para hacer la jugada. Si David me fallaba, tendría que dejar de pensar en mí misma. Era Lucy a quien debía salvar, y la única manera de hacerlo era sacarla de Carolina del Norte. No mañana ni a la semana siguiente, sino ahora mismo, en ese preciso momento, en el primer autobús que saliera para Nueva York…

»Apenas recorridos cien metros, se lo dije. Ese cabrón me ha violado. Fíjate en mi blusa, David. Es semen del reverendo Bob. Me tiró al suelo y me sujetó. Se echó encima de mí, y no tuve bastante fuerza para apartado. David giró el volante y paró el coche a un lado de la carretera. Por un momento pensé que estaba de mi parte, y me arrepentí de haber dudado de él, avergonzada de no haber estado dispuesta a confiar en él. Alargó la mano y me acarició la cara, y tenía aquella expresión dulce y conmovedora en los ojos, la misma mirada tierna y luminosa de la que me había enamorado en California. Éste es el hombre con quien me he casado, dije para mis adentros, y me sigue queriendo. Pero me equivocaba. Puede que sintiera compasión de mí, pero no iba a quebrantar su silencio y desobedecer las santas órdenes del reverendo Bob. Háblame, le dije. Por favor, David, abre la boca y háblame. Él sacudió la cabeza, y yo rompí a llorar de nuevo, esta vez en serio…

»Volvimos a ponernos en marcha, y al cabo de unos momentos logré dominarme lo suficiente para decirle que íbamos a enviar a Lucy al Norte, a Brooklyn, con mi hermano Tom. Si no hacía exactamente lo que le estaba diciendo, llevaría la blusa a la policía, denunciaría al reverendo Bob, y sería el fin de nuestro matrimonio. Quieres que sigamos casados, ¿verdad?, le pregunté. David asintió con la cabeza. De acuerdo, dije, entonces éste es el trato. Primero, vamos a casa a recoger a Lucy. Luego nos acercamos al cajero automático del City Federal y retiramos doscientos dólares. Después vamos a la estación de autobuses y le sacas un billete de ida a Nueva York con tu MasterCard. Luego le entregamos el dinero, la ponemos en el autobús, le damos un beso y le decimos adiós. Eso es lo que vas a hacer por mí. Lo que yo voy a hacer por ti es lo siguiente: en cuanto el autobús salga de la estación, te daré la blusa con las manchas de lefa de tu héroe, y podrás destruir la prueba y salvarle el pellejo. También te prometo que me quedaré contigo, pero con una condición: que nunca tenga que acercarme a esa iglesia. Si intentas obligarme a que vaya, te dejo plantado y nunca más vuelves a verme el pelo…