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El día siguiente empezó con un hecho curioso e inquietante. A las siete de la mañana, entré en la habitación de Lucy, que aún dormía, con un vaso de zumo de naranja, un plato de huevos revueltos y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla. Puse el desayuno en el suelo y luego la cogí del brazo y la zarandeé suavemente.

– Despierta, Lucy -dije-. Es hora de desayunar.

Al cabo de tres o cuatro segundos, abrió los ojos, y entonces, tras un breve instante de absoluta perplejidad (¿Dónde estoy? ¿Quién es este desconocido que me está mirando?), me reconoció y sonrió.

– ¿Qué tal has dormido? -le pregunté.

– Muy bien, tío Nat -contestó ella, con un ligero acento sureño-. Como una piedrota vieja en el fondo de un pozo.

Bam. Ahí estaba. Lucy había hablado. Sin que la incitaran ni animaran, sin pararse a pensar en lo que iba a hacer, había abierto tranquilamente la boca y se había puesto a hablar. ¿Concluía oficialmente el reino del silencio, me pregunté, o sólo era que lo había olvidado en la modorra del despertar?

– Me alegro -repuse, guardándome de aludir a lo que acababa de pasar para no estropear las cosas.

– ¿Nos vamos hoy al asqueroso Vermont? -preguntó.

Cada palabra que pronunciaba, cada nueva frase ampliaba mi cauta sensación de esperanza.

– Dentro de una hora, más o menos. Fíjate, Lucy, zumo, tostadas y huevos.

Cuando me agaché a recoger el desayuno del suelo, ella exhibió otra de sus grandes sonrisas.

– Desayuno en la cama -anunció-. Igual que la Reina Nefertiti.

Creí que ya estaba todo arreglado, pero ¿qué sabía yo entonces, qué sabía yo de nada? Cuando le acerqué el vaso de zumo con la mano derecha y ella alargó el brazo para cogerlo, el mundo se le cayó encima. Rara vez he visto una cara cambiar de expresión con mayor rapidez que la de Lucy en aquel momento. En un abrir y cerrar de ojos, la radiante sonrisa se tornó en una mueca de terror apabullante y devastador. Se llevó la mano a la boca, y al cabo de unos segundos los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No te preocupes, cariño -la consolé-. No has hecho nada malo.

Pero sí había hecho algo malo. A su entender, sí lo había hecho, y, por la expresión de su atribulada carita, era como si hubiera cometido un pecado imperdonable. En un súbito arranque de ira contra sí misma, empezó a golpearse la sien con la palma de la mano izquierda, una desenfrenada pantomima que parecía representar lo estúpida que se consideraba a sí misma. Lo hizo tres, cuatro, cinco veces, pero justo cuando iba a sujetarle el brazo para hacer que parase, extendió la mano izquierda y alzó un dedo, agitándolo enérgicamente frente a mi cara. Con una ardiente mirada de desprecio y odio hacia sí misma, empezó a darse cachetes en la mano izquierda con la derecha, como reprendiéndola por haber tenido el descaro de alzar precisamente aquel dedo. Luego dejó de castigarse y volvió a extender la mano izquierda. Esta vez alzó dos dedos. Como antes, los agitó en el aire con amargo énfasis. Primero un dedo, luego dos. ¿Qué intentaba decirme? No podía estar seguro, pero sospechaba que tenía algo que ver con el tiempo, con el número de días que faltaban para que pudiera hablar de nuevo. Cuando se despertó sólo le quedaba un día, pero ahora que accidentalmente se le habían escapado unas palabras, debía castigarse añadiendo otro día a su silencio. De uno, por tanto, había pasado a dos.

– ¿Es eso? -le pregunté-. ¿Me estás diciendo que empezarás a hablar otra vez dentro de dos días?

No contestó. Repetí la pregunta, pero Lucy no iba a revelar su secreto. No afirmó, no negó con la cabeza, no hizo nada. Me senté a su lado y empecé a acariciarle el pelo.

– Vamos, Lucy -le dije, haciéndole coger el zumo-. Es hora de que te tomes el desayuno.