Fue por entonces cuando decidieron que el asesino era un barbero al que habían denunciado. Después de mostrarme a aquel hombre pequeñito y delgado, de unos sesenta años, y comprender que tampoco podía identificarlo, no volvieron a invitarme nunca más a las enloquecidas fiestas de muerte, vida, misterio y poder del castillo. Una semana después los periódicos publicaron con todo detalle la historia del barbero, que primero había negado su delito, luego había confesado, había vuelto a negarlo y de nuevo lo había confesado. Celâl Salik había hablado de aquel hombre por primera vez años atrás en un artículo titulado «Debo ser yo mismo»: en aquel artículo y en otros posteriores había escrito que el barbero había ido al periódico y le había hecho preguntas que habrían podido iluminar un profundo misterio referido a Oriente, a nosotros y a nuestra existencia y que él había respondido a cada una de las preguntas con un chiste. El barbero había visto enfurecido cómo los chistes, que él había considerado insultos y que además habían sido proferidos en público, eran recordados en un artículo y retomados en varias ocasiones. Cuando vio que era insultado de nuevo al publicarse veintitrés años más tarde el primer artículo con el mismo título, el barbero, provocado además por ciertos focos desestabilizadores de su entorno, decidió vengarse del columnista. No se había podido saber quiénes formaban aquellos focos provocadores, cuya existencia negó el barbero calificando su acción de «terrorismo individual» utilizando un lenguaje aprendido de la policía y la prensa. No mucho después de que los periódicos publicaran la fotografía de su cansada y maltratada cara, desprovista de todo significado y de sus letras, y como conclusión de un juicio especialmente rápido para que sirviera de ejemplo, que concluyó en un fallo ratificado de inmediato para que sirviera de ejemplo, una mañana, a una hora por la que sólo paseaban por las calles de Estambul tristes jaurías de perros que ignoraban el toque de queda, colgaron al barbero.

En aquellos días yo estaba, por un lado, trabajando sobre todas las historias que podía recordar y encontrar sobre la montaña de Kaf y, por otro, escuchaba con la resaca de después de una siesta las teorías de los que venían a visitarme a mi despacho de abogado con la intención de esclarecer «los hechos», pero no estaba en situación de ayudar demasiado a nadie. Y así fue como escuché al apasionado estudiante del Instituto de Imanes y Predicadores que me explicó largamente que había concluido por sus artículos que Celâl era el Deccal y que si él había llegado a esa conclusión también el asesino podría haberlo hecho y que matando a Celâl se habría puesto en el lugar del Mahdi, o sea, de El, y que además me mostró ciertas letras en recortes de periódico que rebosaban de historias de verdugos. También escuché al sastre de Nisantasi que aseguraba haberle confeccionado y vendido a Celâl sus disfraces históricos. Me costó trabajo recordar, como alguien que recuerda entre brumas una película vista años atrás, que el sastre era el mismo que había visto trabajando en su establecimiento aquella noche nevosa en que Rüya desapareció. La misma reacción demostré ante Saim, que había venido para informarse sobre la riqueza de los archivos del Servicio de Inteligencia y para darme la buena noticia de que el verdadero Mehmet Yilmaz había sido capturado por fin y que habían puesto en libertad al estudiante inocente. Mientras Saim me llamaba la atención sobre la frase «Debo ser yo mismo», título del artículo que se había presentado como causa del crimen e iniciaba un largo razonamiento, yo me sentía tan lejos de ser yo mismo que era como si me hubiera alejado de este libro negro y de Galip.

Por un tiempo me entregué únicamente a la abogacía y a mis casos. Durante otro periodo disminuí la intensidad de mi trabajo, llamé a mis viejos amigos y fui a restaurantes y tabernas con recién conocidos. A veces me daba cuenta de que las nubes sobre Estambul se habían vuelto de un amarillo o un gris ceniza increíbles y a veces intentaba convencerme de que el cielo sobre la ciudad era el mismo y conocido cielo de siempre. A medianoche, después de escribir de un golpe y con toda comodidad dos o tres de los artículos de Celâl para esa semana, como había hecho el mismo Celâl en sus épocas de mayor fecundidad, me levantaba de la mesa, me sentaba en el sillón que había junto al teléfono, apoyaba las piernas en la mesilla y esperaba que los objetos que me rodeaban se convirtieran lentamente en objetos y señales de otro mundo, de otro universo. Entonces sentía que en algún lugar en lo más profundo de mi memoria un recuerdo se movía como una sombra, que la sombra cruzaba la puerta que se abría desde el jardín de la memoria a otro jardín, que avanzaba atravesando una segunda, una tercera puerta y a lo largo de ese conocido proceso notaba que las puertas de mi personalidad también se iban abriendo y cerrando y que me iba convirtiendo en otra persona que acabaría encontrándose con aquella sombra y siendo feliz con ella, y luego me atrapaba a mí mismo a punto de hablar con la voz de esa otra persona.

Mantenía mi vida bajo control, aunque no fuera muy estricto, porque no quería encontrarme desprevenido con el recuerdo de Rüya y huía cuidadosamente de la tristeza que temía que pudiera desplomarse sobre mí en el momento y en el lugar más inesperados. Cuando, dos o tres veces por semana, iba a casa de la Tía Hâle, después de la cena Vasif y yo dábamos de comer a los peces japoneses pero jamás me sentaba con él en la cama para que me enseñara recortes de periódico (no obstante, así fue como me encontré por casualidad con el recorte en el que habían publicado una foto de Edward G. Robinson en lugar de la de Celâl y descubrí que se parecían aunque fuera poco, como dos parientes lejanos). Cuando mi padre o la Tía Suzan me pedían que me fuera a casa antes de que se me hiciera demasiado tarde, como si Rüya me estuviera esperando enferma en la cama, yo les respondía: «Sí, me voy antes de que empiece el toque de queda».

Pero no iba por la calle que pasaba ante la tienda de Aladino y que era la que habitualmente tomaba con ella sino que caminaba por calles laterales que alargaban el camino que llevaba tanto a nuestra antigua casa como al edificio Sehrikalp y luego cambiaba de nuevo el rumbo para no meterme por las calles que habían seguido Celâl y Rüya después de salir del cine Konak, y así me encontraba en los extraños y oscuros callejones de Estambul, entre farolas, letras, y muros desconocidos, edificios ciegos de fachadas terribles, oscuras cortinas corridas y patios de mezquita. El caminar entre aquellas señales sombrías y muertas me hacía de tal manera otro que, cuando llegaba a la acera del edificio Sehrikalp poco después de que comenzara el toque de queda y veía el trozo de trapo todavía colgando de los barrotes del balcón del piso superior, lo interpretaba sin dificultad como una señal de que Rüya me estaba esperando en casa.

Después de mi caminata por calles desiertas y oscuras, al ver la señal que Rüya había colgado para mí de los barrotes del balcón me acordaba de una larga conversación que mantuvimos una noche de nieve en el tercer año de nuestro matrimonio, sin herirnos el uno al otro, como dos amigos comprensivos que se tratan desde hace años, sin que la charla cayera en el pozo sin fondo del desinterés de Rüya y sin notar que se acercara ese profundo silencio que de repente aparecía entre nosotros como un fantasma. A propuesta mía y con el añadido sabor que le proporcionaba la fuerza de la imaginación de Rüya, imaginamos un día que pasaríamos juntos cuando tuviéramos setenta y tres años.

Cuando tuviéramos setenta y tres años, iríamos juntos a Beyoglu un día de invierno. Con el dinero que hubiéramos ahorrado nos compraríamos sendos regalos: un jersey o un par de guantes. Llevaríamos puestos nuestros viejos y pesados abrigos, que tanto nos gustaban, a los que ya nos habíamos acostumbrado y que olían a nuestro propio olor. Miraríamos los escaparates charlando, sin demasiado interés, sin buscar nada en especial. Maldeciríamos con odio, nos quejaríamos de que todo había cambiado y proclamaríamos a los cuatro vientos cuán mejores y más hermosos eran la ropa de antes, los escaparates de antes y la gente de antes. Haciendo todo aquello seríamos conscientes de que nos comportábamos así porque éramos lo bastante viejos como para no esperar nada del futuro; pero lo haríamos de todos modos. Compraríamos un kilo de marrón glacés observando con cuidado cómo lo pesaban y lo empaquetaban. Luego, en algún lugar en alguna de las calles laterales de Beyoglu, encontraríamos una vieja librería que nunca antes habríamos visto y lo celebraríamos alegres y sorprendidos. Dentro habría baratas novelas policíacas que Rüya no habría leído o que habría olvidado haber leído. Mientras hurgáramos entre las novelas escogiendo algunas, ronronearía un gato viejo que estaría paseando entre las pilas de libros y la comprensiva librera nos sonreiría. Saldríamos muy contentos de allí por haber comprado los libros tan baratos y porque bastarían para satisfacer la necesidad de novelas policíacas de Rüya al menos durante dos meses y, con los paquetes en la mano, entraríamos en una pastelería donde, mientras nos tomáramos un té, estallaría una pequeña discusión entre nosotros. Discutiríamos porque tendríamos setenta y tres años, y porque sabríamos, como le ocurre a toda la gente como nosotros, que los setenta y tres años de nuestra vida habían transcurrido en vano. Al regresar a casa abriríamos los paquetes, nos quitaríamos la ropa sin avergonzarnos lo más mínimo y nos entregaríamos, con nuestros viejos y blancos cuerpos de músculos blandos acompañados por una abundante cantidad de marrón glacés y almíbar a una larga sesión de amor. El pálido color de nuestros viejos y cansados cuerpos tendría la claridad del crema semitransparente de nuestra piel infantil cuando nos conocimos sesenta y siete años atrás. Rüya, cuya imaginación siempre había sido más brillante que la mía, dijo que a mitad de aquella enloquecida sesión amorosa nos detendríamos a fumar y que lloraríamos. Yo había planteado la cuestión porque sabía que cuando tuviera setenta y tres años y ya no estuviera en situación de añorar otras vidas, Rüya me amaría. En cuanto a Estambul, como mis lectores ya se habrán dado cuenta, seguiría viviendo en la misma miseria.

A veces me sigo encontrando algún antiguo objeto suyo en las viejas cajas de Celâl o entre las cosas de mi despacho o en alguna habitación de la casa de la Tía Hâle, algo que no he tirado porque misteriosamente se me escapó. Un botón morado del vestido de flores que le vi puesto cuando nos conocimos; unas gafas «modernas» con las esquinas de la montura puntiagudas, de esas que comenzaron a verse en las revistas europeas en las caras de las mujeres capaces y dinámicas en los años sesenta, y que por los mismos años Rüya usó durante seis meses y luego tiró a un rincón; horquillas pequeñas y negras de las que mientras se colocaba una en el pelo con ambas manos sostenía otra en la comisura de los labios; la tapadera en forma de cola del pato de madera donde guardaba las agujas y el hilo y que durante tantos años lamentó haber perdido; una tarea de literatura copiada de una enciclopedia que se había quedado entre los expedientes del Tío Melih sobre el legendario pájaro Simurg, que vivía en el monte Kaf, y sobre las aventuras de aquellos que fueron en su busca; cabellos que se habían quedado en el cepillo de la Tía Suzan; una lista de la compra que había escrito para mí (atún en salazón, la revista Pantalla grande , gas para el mechero, chocolate con avellanas Bonibon); un dibujo de un árbol que había hecho con el Abuelo; un calcetín verde de los que vi en sus pies diecinueve años atrás mientras montaba en una bicicleta alquilada.