Fumaba sentado a la mesa repleta de papeles y recortes de prensa. Durante largo rato estuvo sentado a la mesa fumando en pijama. Cuando sonó el timbre de la puerta tenía la impresión de llevar una hora fumando el mismo cigarrillo. Era la señora Kamer. Cuando la puerta se abrió de repente, primero se quedó mirando a Galip con las llaves en la mano como si viera un espectro y luego entró, se arrojó con dificultad en el sillón que había junto al teléfono y comenzó a llorar. Todos creían que Galip también había muerto. Todos llevaban días preocupados por ellos. En cuanto leyó la noticia había salido a toda prisa para ir a casa de la Tía Hâle. Al pasar por delante de la tienda de Aladino vio que dentro había una multitud. Entonces se dio cuenta de que aquella mañana habían encontrado en la tienda el cuerpo de la señora Rüya. Cuando Aladino había abierto la tienda aquella mañana se había encontrado el cadáver de Rüya durmiendo entre las muñecas.
Lector, eh, lector, en este punto de mi libro, en el que he intentado desde el principio separar meticulosamente, aunque quizá no con demasiada fortuna, al narrador del protagonista y los artículos de periódico de las páginas donde se desarrolla la acción, o sea, después de tantos bienintencionados esfuerzos de los que quizá te hayas dado cuenta, permíteme que intervenga aunque sólo sea una vez antes de enviar estas líneas al maquetador. En ciertos libros hay algunas páginas que parecen grabarse en nuestras mentes de tal manera que somos incapaces de olvidarlas, más que por la pericia del autor, porque la historia parece fluir «por sí misma» como si se hubiera escrito «por sí misma». Esas páginas permanecen en nuestra mente o en nuestro corazón -llamadlo como queráis-, no como maravillas creadas por la pluma de un profesional experto en la materia, sino como un recuerdo conmovedor, doloroso y que nos mueve a las lágrimas y que recordaremos durante años, como esas horas que durante nuestra vida hemos pasado en el Paraíso o en el Infierno o en ambos o, sobre todo, fuera de ambos. Bien, si yo fuera un escritor experto y hábil en lugar del columnista advenedizo que soy, creería con toda confianza que estaríamos en una de esas páginas de mi obra Rüya y Galip que acompañarán durante años a mis inteligentes y sensibles lectores. Pero como soy realista en lo que respecta a mis capacidades y en cuanto a lo que he escrito, no dispongo de tal confianza. Por eso me gustaría dejar al lector solo con sus recuerdos en estas páginas de mi historia. Lo mejor que puede hacerse con ese objeto es sugerir al maquetador que cubra estas páginas con tinta negra. Para que podáis forjar con vuestra imaginación lo que yo no sabría escribir con propiedad. Para darles el color del negro sueño en el que me embarqué en el punto en que interrumpí la historia, para recordaros en todo momento el silencio que había en mi mente mientras caminaba como un sonámbulo entre los sucesos de los días posteriores. Ved las páginas que siguen como páginas negras, como recuerdos de un sonámbulo.
La señora Kamer fue corriendo de la tienda de Aladino a la casa de la Tía Hâle. Allí todos lloraban pensando que Galip también había muerto. La señora Kamer les confió por fin el secreto de Celâl: les dijo que Celâl llevaba años, y Rüya y Galip una semana, ocultándose aquí, en el piso superior del edificio Sehrikalp. Todos volvieron a pensar que Galip estaba tan muerto como Rüya. Luego, cuando la señora Kamer regresó aquí, al edificio Sehrikalp, el Señor Ismail le había dicho: «¡Sube a echar una mirada arriba!». La señora Kamer cogió las llaves y subió y justo antes de abrir la puerta la invadió un extraño temor y después una convicción igualmente extraña, la convicción de que Galip vivía. Llevaba una falda verde pistacho que Galip le había visto a menudo y un sucio delantal.
Mucho después, cuando fue a su casa, Galip vio que la Tía Hâle llevaba un vestido de la misma tela verde pistacho, sobre la que se abrían unas flores moradas. ¿Era una casualidad o una fatalidad que provenía de treinta y cinco años atrás y que le recordaba que el mundo es tan mágico como los jardines de la memoria? Galip explicó a su padre, a su madre, a su Tío Melih, a su Tía Suzan, a todos los que le oían entre lágrimas, que desde que Rüya y él regresaran de Esmirna cinco días antes habían pasado con Celâl la mayor parte del tiempo, incluyendo algunas noches, en el edificio Sehrikalp: Celâl había comprado el piso superior años atrás pero se lo había ocultado a todo el mundo. Se escondía de alguien que lo amenazaba.
Galip habló largamente de la voz del teléfono cuando, ya bastante tarde, repitió las mismas explicaciones ante el fiscal y el agente del Servicio de Inteligencia que habían ido a tomarle declaración. Pero no logró interesar con su historia a aquella pareja que lo escuchaba con el aspecto de «nosotros lo sabemos todo». Sintió la desesperación de alguien que es incapaz de escapar de sus sueños y de convencer a nadie de que lo acompañe en ellos. En su mente había un largo y profundo silencio.
En cierto momento poco antes de anochecer se encontró en la habitación de Vasif. Quizá porque era la única habitación de la casa en la que no se lloraba, allí vio las huellas intactas de una vida familiar feliz que pertenecía al pasado. Los peces japoneses, degenerados a fuerza de «matrimonios» consanguíneos, se deslizaban tranquilamente por el acuario. Carbón, el gato de la Tía Hâle, estaba tumbado en un extremo de la alfombra y observaba distraído a Vasif. Vasif, sentado en el borde de la cama, examinaba una enorme pila de papeles que tenía en la mano. Los papeles eran telegramas de pésame que habían enviado cientos de personas, desde el Presidente del Gobierno hasta el más simple lector. En el rostro de Vasif vio la misma expresión asombrada y juguetona que aparecía en él cuando se sentaba entre Rüya y Galip en ese mismo rincón de la cama y los tres juntos miraban los viejos recortes de periódico. En la habitación había la misma pálida y débil luz que había visto cuando se encontraban allí antes de las cenas que les preparaba la Tía Hâle, y anteriormente la Abuela. Aquella luz somnolienta, formada por la inequívoca y definitiva conjunción de la desnuda bombilla de bajo voltaje y los viejos muebles y el papel pintado, le recordó a Galip la tristeza de sus días con Rüya, la pena que se cernía sobre él como una enfermedad incurable. Pero aquella tristeza y aquella pena eran ahora buenos recuerdos. Galip levantó a Vasif de donde estaba sentado. Apagó la luz. Se tumbó en la cama ahora vacía sin quitarse la ropa, como un niño que quiere llorar antes de dormirse, y durmió doce horas seguidas.
Al día siguiente, cuando Galip se quedó a solas con el redactor jefe en el funeral, que se celebró en la mezquita de Tesvikiye, le explicó que Celâl tenía cajas llenas de artículos todavía sin publicar, que había trabajado sin cesar aunque en las últimas semanas apenas hubiera enviado al periódico nuevas columnas, que había llevado a cabo viejos proyectos, que había completado algunas crónicas que había dejado a medias, y que había escrito con aire alegre cosas realmente nuevas sobre temas que hasta entonces nunca había tratado. El redactor jefe le contestó que por supuesto le gustaría publicar aquellos artículos en la columna de Celâl. Y así se le abrió a Galip el camino a la vida literaria que llevaría tantos años en la columna de Celâl. Mientras la multitud que había salido de la mezquita de Tesvikiye avanzaba hacia la plaza de Nisantasi, donde esperaba el coche fúnebre, Galip vio a Aladino que miraba completamente absorto a través de la puerta de su tienda. En la mano sostenía una muñeca pequeña que estaba a punto de envolver en un papel de periódico.
La noche del día en que Galip llevó al periódico Milliyet por primera vez los nuevos artículos de Celâl, comenzó a soñar con Rüya y esa muñeca. Después de dejar los artículos de Celâl y escuchar las expresiones de condolencias y las teorías sobre el asesinato de amigos y enemigos, entre los que se contaba Nesati, el anciano columnista, se retiró al despacho de Celâl y comenzó a leer los periódicos de los últimos cinco días, que se acumulaban sobre su mesa. Entre los artículos que, según las tendencias de los autores, culpaban del asesinato a los armenios, a la mafia turca (los bandidos de Beyoglu, habría querido corregir Galip con un bolígrafo verde), a los comunistas, a los contrabandistas de tabaco, a los griegos, a los islamistas, a los fascistas, a los rusos o a los nakgibendis, entre los fragmentos recordatorios, lacrimosos y exageradamente laudatorios, y entre las columnas que recordaban asesinatos parecidos en nuestra historia, un artículo de investigación de un joven periodista sobre cómo se había cometido el asesinato le llamó la atención. El artículo, publicado en el Cumhuriyet el mismo día del funeral, era breve y claro, pero como estaba escrito con un estilo un tanto retórico, los protagonistas se mencionaban no por sus nombres, sino por los adjetivos en mayúscula que los calificaban.
El Famoso Columnista y su Hermana habían salido de la casa del Columnista en Nisantasi el viernes a las siete de la tarde y habían ido al cine Konak. La película, titulada El regreso , había terminado a las nueve y veinticinco y el Columnista y su Hermana, casada con un Joven Abogado (por primera vez en su vida Galip se encontró con su nombre en un periódico, aunque fuera entre paréntesis), habían salido del cine entre el resto del público. La nevada que llevaba diez días cayendo sobre Estambul había amainado pero hacía frío. Después de cruzar la calle Valikonagi entraron por la calle Emlak y por allí salieron a la calle Tesvikiye. Justo cuando estaban ante la comisaría, a las nueve y treinta y cinco, la muerte les encontró. El Asesino, que llevaba una vieja pistola Kirikkale como las que poseen los miembros jubilados de las Fuerzas Armadas, muy probablemente apuntó al Columnista, pero hizo blanco en ambos hermanos. Sólo disparó cinco balas, quizá porque la pistola se le encasquilló, y de ellas tres acertaron al Columnista, una a su Hermana y la otra se clavó en el muro de la mezquita de Tesvikiye. El Columnista cayó muerto de inmediato en el lugar de los hechos porque una de las balas le había dado en el corazón. Otra había destrozado la pluma que llevaba en el bolsillo izquierdo de la chaqueta (todos los periodistas se habían abrazado entusiasmados a aquel símbolo fortuito) y así la camisa del Columnista había quedado manchada, más que de sangre, de tinta verde. Su Hermana había seguido andando, gravemente herida en el pulmón izquierdo, y había entrado en un estanco-quiosco tan próximo al lugar de los hechos como la comisaría de enfrente. El periodista, como un detective que rebobina una importante escena de una filmación y la vuelve a ver repetidas veces, había descrito una y otra vez cómo la Hermana se había acercado lentamente a aquella tienda, conocida en la zona como «la tienda de Aladino» y cómo había entrado en ella sin que la viera el propio Aladino, ya que se había refugiado tras el tronco de un árbol. Aquella lenta representación tenía el ambiente de una escena de ballet bailada a la luz de focos azul marino. La Hermana entraba lentamente en la tienda y se desplomaba en un rincón entre unas muñecas. Luego la película se aceleraba de repente y se hacía absurda: el tendero, que antes de que comenzaran los disparos estaba retirando los periódicos que colgaba del castaño que había ante su tienda porque estaba cerrando, se dejó llevar por el pánico con el ruido y, como no se había dado cuenta de que la Hermana había entrado en su tienda, bajó de inmediato la reja, huyó tropezando del lugar de los hechos y corrió hacia su casa.