Veintiún años después de que Vasif diera un vaso de agua y contemplara con todo cuidado a aquel porteador, el Tío Melih aceptó dejar el bufete a Galip, que por aquel entonces aún no era su yerno sino sólo su sobrino, según el padre de Galip porque no es que se llevara mal con sus clientes, sino porque directamente se lanzaban mutuamente a los cuellos, según la madre de Galip porque estaba demasiado viejo para trabajar, chocheaba y mezclaba los códigos, las sentencias de los casos y los tomos de jurisprudencia con menús de restaurantes y tarifas de transbordadores y según Rüya porque su querido padre ya desde entonces adivinaba lo que ocurriría entre ella y su sobrino, y así el despacho pasó a Galip junto con todo su viejo mobiliario: retratos de algunos legisladores occidentales con la cabeza descubierta y fotografías de medio siglo antes de profesores de la facultad de Derecho tocados con fez cuyos nombres habían sido tan olvidados como las razones por las que fueron famosos; archivos de casos cuyos demandantes, demandados y jueces habían muerto hacía mucho; un escritorio donde en tiempos había estudiado Celâl por las tardes mientras que por las mañanas su madre copiaba en él patrones de vestidos; y, en una esquina del escritorio, dos enormes teléfonos negros que, más que medios de comunicación, parecían torpes, pesados y nefastos instrumentos de guerra.

El timbre del teléfono, que sonaba sólo de vez en cuando, asustaba más que avisaba; el auricular, negro como la pez, era pesado como unas pequeñas pesas de gimnasia; al marcar chirriaba con una melodía parecida a la de los viejos torniquetes del muelle del transbordador Karaköy-Kadiköy y a veces no conectaba con el lugar que deseaba la persona que marcaba, sino con el que él quería.

A Galip le sorprendió que Rüya contestara al teléfono inmediatamente después de que él marcara el número de su casa. «¿Ya estás despierta?» Se sintió contento de que Rüya anduviera no en el jardín cerrado de su memoria sino en el mundo que todos conocían. Revivía ante su mirada la mesilla en la que estaba el teléfono, la habitación desordenada, la postura de Rüya: «¿Has leído el periódico que te he dejado en la mesa? Celâl ha escrito algo divertido». «No -le contestó Rüya-. ¿Qué hora es?». «¿Te acostaste tarde, no?» «Te has preparado tú solo el desayuno.» «No tuve valor para despertarte -dijo Galip-. ¿Qué estabas soñando?». «Esta noche, ya tarde, vi una cucaracha en el pasillo -le respondió Rüya con la voz acostumbrada de los marinos que avisan por la radio del lugar del mar Negro donde se ha visto una mina errante, pero añadió inquieta-: Estaba entre la puerta de la cocina y el radiador del pasillo… A las dos… Un bicho enorme». Se produjo un silencio. «¿Quieres que coja un taxi y vaya ahora mismo?», dijo Galip. «La casa da miedo cuando las cortinas están echadas», contestó Rüya. «¿Quieres que vayamos esta noche al cine? Al Konak. Y a la vuelta nos pasamos por casa de Celâl.» Rüya bostezó. «Tengo sueño.» «Duerme.» Ambos se callaron. Antes de colgar Galip oyó que Rüya volvía a bostezar de forma apenas audible.

En días posteriores, al verse obligado a recordar una y otra vez aquella conversación telefónica, Galip se sentiría incapaz de asegurar cuánto había oído no sólo de aquel indefinido bostezo sino también de las palabras que le había dirigido. Como cada vez que se acordaba de lo que Rüya le había dicho lo hacía de manera distinta y con cierta suspicacia, pensaba: «Es como si no hubiera hablado con Rüya sino con otra persona», e imaginaba que era esa otra persona quien le había engañado. En otro momento pensaría que había oído lo que Rüya le había dicho tal y como ella se lo había dicho, pero que después de aquella conversación telefónica no había sido Rüya sino él quien lentamente se había convertido en otra persona. Imaginaba de nuevo lo que creía haber oído o recordado mal, relacionándolo con aquella otra personalidad. Porque Galip, que por aquellos días escuchaba su propia voz como si fuera la de otro, comprendería perfectamente que mientras dos personas se hablan desde ambos extremos de una línea telefónica pueden convertirse en seres completamente distintos. Al principio pensó que todo se debía al viejo teléfono según un razonamiento mucho más simple: el torpe aparato sonó todo el día, lo usó todo el día.

Después de hablar con Rüya, lo primero que hizo Galip fue llamar a un inquilino que andaba en pleitos con la dueña de la casa. Luego un número equivocado. Hasta que lo llamó Iskender volvieron a preguntar dos veces más por números equivocados. Y, en una ocasión, alguien que sabía que «usted es pariente de Celâl» y que le preguntó por su número de teléfono. Iskender, que llamó después de un padre que quería salvar de la cárcel a su hijo, metido en política, y de un comerciante de hierro que preguntaba por qué era necesario sobornar al juez antes de la sentencia, también quería ponerse en contacto con Celâl.

Como Iskender era un compañero del instituto y desde aquellos años no se habían visto, le hizo un rápido resumen de los últimos quince, le felicitó por su matrimonio con Rüya y, como la mayor parte de la gente, le dijo que «sabía que acabaría así». Ahora era productor en una compañía de publicidad. Unos realizadores de la BBC, que estaban preparando un programa sobre Turquía, querían hablar con Celâl: «¡Quieren hablar ante la cámara con un columnista como Celâl, que lleva treinta años mezclándose en todo!». Iskender le contaba, con innecesario detenimiento, cómo el equipo de televisión había hablado con políticos, empresarios y sindicalistas pero que tenían que hablar con Celâl porque era a quien encontraban más interesante. «¡No te preocupes! -le contestó Galip-. Ahora mismo te lo encuentro». Le alegraba haber hallado una excusa para telefonear a Celâl. «Los del periódico llevan dos días dándome largas -le dijo Iskender-. Por eso te he llamado a ti. Desde hace dos días Celâl nunca está en el periódico. Me da la impresión de que pasa algo raro». A veces Celâl ocultaba a todo el mundo su dirección y su teléfono durante periodos de tres o cuatro días y se encerraba en una de sus casas secretas en algún lugar desconocido de Estambul, pero Galip no tenía la menor duda de que lo encontraría. «No te preocupes -repitió-. ¡Enseguida te lo encuentro!».

Se le hizo de noche sin que pudiera encontrarlo. Cada vez que a lo largo del día lo telefoneó a su casa y al periódico Galip fantaseó con la idea de que Celâl contestaría a la llamada y él cambiaría la voz y hablaría con la personalidad de otro (Galip le diría «¡Claro que he comprendido el significado especial de su artículo de hoy, hombre!», con aquella voz que ponía las tardes en que se sentaban los tres juntos – Rüya, Celâl, Galip- e imitaba a algunos de sus lectores y admiradores con una voz que parecía salir de las obras de teatro de la radio). Pero en cada una de las ocasiones en que llamó al periódico la misma secretaria le dio la misma respuesta: «Celâl Bey no ha llegado todavía». Mientras luchaba con el teléfono a lo largo del día, sólo en una ocasión pudo Galip saborear el placer de sorprender al otro con su voz.

Era ya bastante tarde y la Tía Hâle, a la que había telefoneado por si sabía dónde se encontraba Celâl, le invitó a cenar. Cuando dijo: «Galip y Rüya también van a venir», Galip comprendió que su tía había vuelto a confundir las voces y que creía que él era Celâl. «Qué más da -prosiguió la Tía Hâle después de comprender su error-, todos sois mis hijos ingratos, ¡todos sois iguales! También iba a llamarte a ti». Después de reñir a Galip por no llamarla, con la misma voz con que reñía a su gato negro Carbón por arañar los sillones con sus puntiagudas uñas, le dijo que cuando fuera a cenar pasara por la tienda de Aladino y comprara comida para los peces japoneses de Vasif: los peces comían comida importada de Europa y Aladino sólo se la vendía a los conocidos.

– ¿Habéis leído su artículo de hoy? -preguntó Galip.

– ¿De quién? -le preguntó su tía con una testarudez que se había convertido ya en costumbre-. ¿El de Aladino? No, compramos el Milliyet para que tu Tío resuelva el crucigrama y Vasif lo recorte y se entretenga, no para leer el artículo de Celâl y preocuparnos por lo bajo que ha caído nuestro hijo.

– Entonces llamad vosotros a Rüya para lo de esta noche -contestó Galip-. Yo no voy a tener demasiado tiempo.

– ¡Que no se te olvide! -le dijo la Tía Hâle recordándole la misión que le había encomendado y la hora de la cena. Luego enumeró la plantilla de los asistentes, que en aquellas reuniones familiares era tan invariable como el menú, como un locutor radiofónico que recita lentamente la alineación ya conocida de un partido de fútbol anunciado desde hace días con la intención de despertar el interés de sus oyentes-. Tu Madre, tu Tía Suzan, tu Tío Melih, Celâl, si es que viene y, por supuesto, tu Padre; Vasif, Carbón y tu Tía Hâle -no lanzó la carcajada carrasposa que usaba para poner punto final a los equipos, pero antes de colgar añadió-. Haré hojaldre para ti.

Mientras miraba con ojos vacíos el teléfono, que comenzó a sonar de nuevo en cuanto lo colgó, Galip recordó el proyecto de matrimonio de la Tía Hâle, frustrado en el último momento, pero, por alguna extraña razón, no pudo acordarse del extraño nombre del candidato a novio, que un segundo antes le había cruzado la mente. Para que su memoria no se acostumbrase a ser perezosa, pensó: «No contestaré al teléfono hasta que no me acuerde del nombre que tengo en la punta de la lengua». El teléfono dejó de sonar después de hacerlo siete veces. Cuando poco más tarde comenzó a sonar de nuevo, Galip estaba pensando en la visita que les hicieron aquel candidato a novio de extraño nombre, su tío y su hermano mayor para pedir la mano de la Tía Hâle un año antes de que la familia de Rüya llegase a Estambul. El teléfono dejó de sonar de nuevo. Cuando comenzó otra vez, ya había oscurecido bastante y el mobiliario del despacho se veía de forma poco clara. Galip no recordaba el nombre, pero pensaba con miedo en los extraños zapatos que el hombre se había puesto aquel día. El hombre tenía en la cara un divieso de Alepo. «¿Es que son árabes? -preguntó el Abuelo-. Hâle, ¿de veras que quieres casarte con este árabe? ¿De qué te conoce?». ¡De pura casualidad! Poco antes de las siete y antes de salir del edificio, que ya se iba vaciando, Galip encontró el extraño nombre mientras hojeaba a la luz de las farolas el expediente de un cliente que quería cambiarse de nombre. Mientras caminaba hacia el taxi colectivo de Nisantasi pensó que el mundo era lo suficientemente extenso como para no caber en ninguna memoria y mientras, una hora después, caminaba hacia la casa en Nisantasi, en el significado que se puede extraer de las casualidades.