A Galip le interesaba aquel asesinato político que había pasado a los periódicos con el nombre del «asesinato del baúl» porque conocía de sus años de instituto a algunos de los que se habían visto mezclados en el asunto. A Celâl porque, en un país en el que decía que todo era imitación de algo, un grupo de jóvenes creativos unidos en torno a una misma fracción política había reproducido hasta en los menores detalles y sin darse cuenta una novela de Dostoyevski (Los endemoniados ). Mientras hojeaba las cartas de los lectores de aquella época, Galip recordaba un par de tardes en las que Celâl había mencionado el tema. Habían sido días sin sol, fríos, desagradables, que merecían haber sido olvidados y que lo habían sido de hecho: Rüya estaba casada con aquel «buen muchacho» por el que Galip dudaba entre sentir respeto o desprecio y cuyo nombre ya no recordaba; cuando Galip, vencido por una curiosidad que luego siempre le hacía sentirse avergonzado, prestaba atención a los rumores y se dedicaba a investigar, conseguía más información sobre las últimas noticias políticas que sobre los detalles de la felicidad o la desdicha conyugal del joven matrimonio… Una noche de invierno, mientras Vasif daba de comer tranquilamente a sus peces japoneses (los rojos wakin y los watonai de colas desfiguradas por sus uniones incestuosas), mientras la Tía Hâle resolvía el crucigrama del Milliyet echando de vez en cuando un vistazo a la televisión, la Abuela había muerto de repente en su fría habitación mirando al techo, Rüya fue sola al entierro con un abrigo descolorido y una bufanda aún más descolorida cubriéndole la cabeza («Mejor así», había dicho el Tío Melih, que odiaba abiertamente a su sobrino, de origen provinciano, expresando en voz alta el pensamiento secreto de Galip) y desapareció rápidamente. Una de las noches posteriores al entierro en que se habían reunido en el piso de la Abuela, Celâl le preguntó a Galip si había oído algo sobre el asesinato del baúl, pero no pudo enterarse de lo que realmente le interesaba: ¿había leído alguno de esos jóvenes comprometidos que Galip aseguraba conocer el libro del autor ruso?

«Porque todos los asesinatos -le dijo Celâl aquella misma noche-, como todos los libros, son imitaciones unos de otros. Por eso no puedo publicar libros con mi propio nombre». «No obstante, incluso en los peores asesinatos hay un aspecto original que no podemos encontrar en los peores libros», continuó la noche siguiente, ya tarde, los dos solos, de nuevo reunidos en casa de la difunta. Con una lógica que a Galip le procuraría en años posteriores el placer de un viaje cada vez que fuera testigo de ella, Celâl descendía uno a uno los peldaños que profundizaban en su pensamiento. «Eso quiere decir que lo que son completas imitaciones no son los asesinatos, sino los libros. Los asesinatos que hablan de libros y los libros que hablan de asesinatos, como se refieren a una imitación de una imitación, algo que nos encanta, nos tocan en un punto sensible común a todos nosotros; uno sólo puede darle un garrotazo a la cabeza de la víctima si se pone en lugar de otro (porque uno no soportaría verse a sí mismo como un asesino). La creatividad nace de la ira la mayor parte de las veces, de esa ira que nos hace olvidarlo todo, pero la ira sólo puede hacernos pasar a la acción a través de métodos que previamente hemos aprendido de otros: cuchillos, pistolas, venenos, tecnicas literarias, formas novelescas, metros poéticos, etcétera. El "asesino surgido del pueblo" que proclama "¡No estaba en mis cabales, señor juez!" está declarando esta verdad ampliamente conocida: el asesinato es algo que, con todos sus detalles y ritos, se aprende de otros, se aprende de las leyendas de los cuentos, de las memorias, de los periódicos, en suma, de la literatura. Incluso el homicidio más simple, por ejemplo el involuntario cometido por celos, es una imitación inconsciente, una imitación de la literatura. ¿Escribo un artículo sobre eso? ¿Qué me dices?» No lo escribió.

Mucho después de medianoche, mientras Galip leía los artículos antiguos que había sacado del armario, las luces del salón empalidecieron lentamente, como las candilejas que iluminan el telón de un teatro, luego el motor del frigorífico gimió con el triste cansancio de un camión viejo y cargado que cambia de marcha subiendo una empinada cuesta cubierta de barro y todo se oscureció por completo. Galip, acostumbrado a los cortes de luz como todos los habitantes de Estambul, permaneció largo rato sin moverse del sillón con la esperanza del «ahora vendrá», con las carpetas llenas de recortes de periódico en el regazo. Escuchó los sonidos interiores del edificio, olvidados desde hacía años, el gorgoteo de la calefacción, el silencio de las paredes, el desperezarse del parquet, los gemidos de los grifos y las tuberías del agua, el tic-tac apagado de un reloj cuyo emplazamiento había olvidado, el estremecedor susurro del patio de ventilación. Había pasado mucho rato cuando llegó a tientas, en la oscuridad, al dormitorio de Celâl. Mientras se desnudaba y se ponía un pijama de Celâl se le vino a la cabeza que en la historia auténtica del triste escritor que había escuchado la noche anterior en el cabaret, uno de los personajes se tumbaba a oscuras en la silenciosa cama vacía de otro. Se acostó pero no se durmió enseguida.

21. ¿No puede dormir?

«Nuestros sueños son una segunda vida.»

Aurelia , GÉRARD DE NERVAL

Se ha acostado usted. Se ha acomodado entre objetos que conoce y entre sábanas y mantas llenas de sus propios olores y recuerdos, su cabeza ha encontrado la conocida blandura de su almohada, se ha vuelto de lado, ha inclinado la cabeza mientras encoge las piernas hacia el pecho, el lado frío de la almohada refresca su mejilla: dentro de poco, dentro de poco se dormirá y se olvidará de todo en la oscuridad, en la oscuridad.

Se olvidará de todo: del despiadado poder de sus superiores, de aquellas palabras desconsideradas que han sido dichas, de las estupideces, de los trabajos que ha sido incapaz de terminar, de la falta de comprensión, de la traición, de la injusticia, de la indiferencia, de los que le acusan y de los que le van a acusar, de la falta de dinero, del tiempo que pasa con tanta rapidez, del tiempo que no sabe pasar, de lo que no ha logrado, de su soledad, de su vergüenza, de sus derrotas, de su vida miserable, de su triste situación, de las catástrofes, de todas las catástrofes, dentro de poco se olvidará de todo. Está contento porque va a olvidar. Espera.

Y, con usted, los objetos que le rodean en la oscuridad o en la penumbra, los vulgares y conocidos armarios, cajones, radiadores, mesas, mesillas, sillas, las cortinas cerradas, la ropa que se ha quitado y que ha dejado en cualquier sitio, su paquete de cigarrillos, las cerillas del bolsillo de su chaqueta, su maletín, su reloj; ellos también esperan.

Mientras espera oye sonidos familiares; el de un coche que pasa por el barrio sobre los conocidos adoquines y los charcos del arcén, el de una puerta que se cierra en algún lugar cercano, el motor del viejo frigorífico, perros que ladran muy lejos, las sirenas para la niebla que llegan desde la orilla del mar, la reja de la pastelería que se cierra de repente. Con el sueño y los sueños que evocan, esos sonidos llenos de recuerdos, que se abren al mundo nuevo del olvido feliz, le recuerdan que todo va bien, que dentro de poco los olvidará a ellos, a los objetos que le rodean y a su querida cama y que penetrará en otro universo. Está preparado.

Está preparado; es como si se hubiera alejado de su cuerpo, de sus queridas piernas y caderas, incluso, más cerca de usted, de sus brazos y sus manos. Está preparado y se siente tan contento de estarlo que ni siquiera siente necesidad de esas cercanas prolongaciones de su cuerpo y sabe que pronto las olvidará al cerrar los ojos.

Sabe que por debajo de sus párpados cerrados sus pupilas ya se han alejado de la luz con un suave movimiento muscular. Sus pupilas, como si gracias a las evocaciones de los olores y los sonidos conocidos supieran que todo va bien, ahora no le muestran la indefinida luz del dormitorio sino los colores, que se abren como fuegos artificiales, de una luz en el interior de su mente, más tranquila según se va relajando. Ve manchas azules, relámpagos azules, nieblas moradas, cúpulas moradas; ve ondas temblorosas azul marino, sombras de cascadas color lila, el flujo de lava púrpura que escupe el cráter de un volcán, el azul de Prusia de estrellas que brillan silenciosas. Los colores y las formas, repitiéndose en silencio, perdiéndose y volviendo a aparecer, cambiando lentamente, le muestran ciertas escenas olvidadas y que nunca ocurrieron, ciertos recuerdos, contempla los colores que hay en su mente.

Pero no puede dormirse.

¿No es demasiado pronto para admitir esa realidad? Traiga a su mente las cosas que piensa cuando duerme con toda tranquilidad. No, no lo que ha hecho hoy y lo que va a hacer mañana, piense en esos dulces momentos que cruzan por su mente haciéndole alcanzar el olvido del sueño: así es, todo el mundo espera su vuelta, por fin regresa y todos se alegran; no, regresa, va en un tren que pasa entre postes telegráficos salpicados de nieve con sus objetos más queridos en el maletín; cuando dice esas hermosas palabras, cuando da esas inteligentes respuestas que se le vienen a la cabeza, todos comprenden que se han equivocado, guardan silencio y sienten admiración por usted, aunque sea una admiración secreta; se abraza al hermoso cuerpo amado y ese cuerpo lo abraza a usted; regresa al jardín que nunca ha podido olvidar y recoge cerezas maduras de las ramas de los árboles; llega el verano, llega el invierno, llega la primavera; amanece, una mañana azul, una mañana preciosa, una mañana soleada, una mañana feliz en la que todo va bien… Pero no, no puede dormirse.

Entonces haga como yo: mueva lentamente sus brazos y piernas sin incomodarlos y dése la vuelta en la cama, que su cabeza encuentre el otro extremo de la almohada y la mejilla un rincón fresco. Luego piense en la princesa María Paleóloga, que hace setecientos años fue enviada desde Bizancio para que fuera la futura esposa del jakan mongol Hulagu. Fue enviada desde esta ciudad en la que usted reside, Constantinopla, a Irán para casarse con Hulagu, pero, antes de que llegara, éste murió y se casó con su hijo Abaka, que subió al trono en su lugar, vivió quince años en el palacio del Gran Mongol en Irán y cuando su marido fue asesinado regresó a estas colinas sobre las que usted está queriendo dormir. Piense en la tristeza de la princesa María en su partida hasta sentirla bien dentro de usted, en la de su vuelta, en los días que pasó encerrada en la iglesia del Cuerno de Oro que ordenó construir a su regreso. Piense en los enanos de la sultana Handan. La madre del sultán Ahmet I hizo construir en Üsküdar una casa de enanos para hacer felices a aquellos amigos suyos a quienes tanto quería, y aquellos amigos, que durante largos años vivieron en esa casa, luego, gracias de nuevo al apoyo de la sultana, construyeron un galeón que los condujera a un país desconocido, a un paraíso que ni siquiera figurara en los mapas, lo soltaron y se alejaron de Estambul. Piense en la pena de la sultana Handan, que se veía separada de sus amigos, en la mañana del viaje y en la tristeza de los enanos que sacudían sus pañuelo desde el galeón como si dentro de poco usted también tuviera que alejarse de Estambul y de sus seres queridos.