Bajé la cuesta. Me mezclé con la multitud. Después de la oración de la tarde maté el hambre en el establecimiento de un vendedor de asaduras. Escuché atentamente lo que me contaba el dueño del vacío establecimiento, que me alimentaba contemplándome masticar tan cariñosamente como si estuviera dando de comer a un gato. Con la inspiración y las indicaciones de las que me proveyó, doblé por una de las estrechas calles de atrás del mercado de esclavos bastante después de que oscureciera y allí encontré el café.
El interior estaba lleno de gente y hacía calor. Un narrador de cuentos, parecido a los que había visto en Tabriz y en las ciudades de Persia aunque allí no los llaman cuentistas sino teloneros, se había colocado en un alto de la parte de atrás, junto al fuego, y había desplegado una sola pintura, una imagen de un perro, hecha apresuradamente en papel basto pero con habilidad, y estaba contando la historia del animal de los propios labios del perro señalando de vez en cuando la imagen.