Qué idiota soy, pensó. Sé que es orgulloso, y además me gusta que lo sea, es una faceta más de su energía. Es duro, pero no ha reprimido todas sus emociones, como la mayoría de los hombres duros. Acuérdate de cómo siguió al pendón de su mujer por medio mundo. Acuérdate de cómo defendió a los judíos cuando lord Oxenford perdió los papeles en el comedor. Recuerda cómo te besó…

Lo más irónico es que se sentía muy dispuesta a plantearse un cambio en su vida.

Lo que Danny Riley le había contado sobre su padre había arrojado nueva luz sobre toda la historia. Siempre había pensado que Peter y ella discutían porque la consideraba más inteligente que él. Sin embargo, ese tipo de rivalidad solía desaparecer en la adolescencia. Sus propios hijos, que se habían peleado como gato y perro durante casi veinte años, eran ahora los mejores amigos del mundo y se profesaban una lealtad a toda prueba. Por el contrario, la hostilidad entre Peter y ella se había mantenida viva hasta la madurez, y ahora comprendía que el responsable era papá.

Papá había dicho a Nancy que iba a ser su sucesora, y que Peter trabajaría bajo sus órdenes, al tiempo que aseguraba a Peter lo contrario. Por lo tanto, ambos habían creído que iban a dirigir la empresa. Sin embargo, todo se remontaba a mucho tiempo atrás. Papá siempre se negó a marcar normas precisas o a definir las áreas de responsabilidad. Compraba juguetes para que ambos los compartieran, y luego se negaba a solventar las inevitables disputas. Cuando tuvieron edad de conducir, compró un coche para que ambos lo disfrutaran: habían peleado por ese motivo durante años.

La estrategia de papá había sido positiva para Nancy; se había. convertido en una mujer inteligente y de voluntad férrea. Por el contrario, Peter había terminado débil, pusilánime y rencoroso. Ahora, el más fuerte de los dos iba a tomar el control de la empresa, de acuerdo con el plan de papá.

Y eso era lo que molestaba a Nancy: todo de acuerdo con el plan de papá. Saber que todo cuanto hacía había sido previsto por otra persona aguaba el sabor de la victoria. Toda su vida le parecía ahora un deber escolar preparado por su padre. Había logrado matrícula de honor, pero cuarenta años era una edad excesiva para estar en el colegio. Albergaba un violento deseo de fijar ella misma sus propias metas, y también de vivir su vida.

De hecho, se hallaba en el momento idóneo para discutir sin prejuicios con Mervyn acerca de su futuro común, pero él la había ofendido al suponer que lo dejaría todo y le seguiría al otro extremo del mundo; en lugar de hablar con él, le había gritado.

No esperaba que se pusiera de rodillas y le propusiera matrimonio, claro, pero…

En el fondo de su corazón, creía que debería haberle propuesto matrimonio. Al fin y al cabo, ella no era una bohemia; era una mujer norteamericana, procedente de una familia católica, y si un hombre quería relacionarse con ella, sólo había una forma legítima de hacerlo, y se llamaba matrimonio. Si era incapaz de pedírselo, tampoco debía pedirle otra cosa.

Suspiró. Todo era muy indignante, pero ella le había ahuyentado. Quizá el enfado no fuera permanente. Lo deseaba con todo su corazón. Ahora que corría el peligro de perder a Mervyn, se daba cuenta de lo mucho que le deseaba.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de otro hombre al que en una ocasión había ahuyentado: Nat Ridgeway.

Se quedó de pie frente a ella, se quitó el sombrero y dijo:

– Por lo visto, me has derrotado… de nuevo.

Ella le miró con atención durante un momento. Nunca podría haber fundado y levantado una empresa como papá lo había hecho: carecía del empuje y la visión. Sin embargo, dirigía con suma habilidad una gran organización: era inteligente, trabajador y duro.

– Si te sirve de consuelo, Nat -dijo Nancy-, sé que cometí una equivocación hace cinco años.

– ¿Una equivocación comercial, o personal? -preguntó él; el tono de su voz traicionó cierto resentimiento agazapado.

– Comercial -replicó ella. La despedida de Nat había finalizado un romance que acababa de empezar, pero no quería hablar del tema-. Te felicito por tu matrimonio. He visto una foto de tu mujer. Es muy bonita.

Falso: era atractiva, como máximo.

– Gracias, pero volviendo a los negocios, me ha sorprendido que hayas acudido al chantaje para lograr tus propósitos.

– No se trata de una fiesta, sino de una fusión. Me lo dijiste ayer.

– Touché . -Nat vaciló-. ¿Puedo sentarme?

Su formalidad la impacientó.

– Coño, claro. Trabajamos juntos durante años, y salimos unas semanas. No tienes que pedirme permiso para sentarte, Nat.

– Gracias -sonrió el hombre. Giró la tumbona de Mervyn para poder mirarla-. Intenté apoderarme de «Black’s» sin tu ayuda. Fue una tontería, y fracasé. Debería haberlo pensado dos veces.

– No hay duda. -Consideró la respuesta algo hostil-. Ni tampoco rencor.

– Me alegro de que digas eso… porque aún quiero comprar tu empresa.

Nancy se quedó estupefacta. Había corrido el peligro de subestimarle. ¡No bajes la guardia!, se dijo.

– ¿Qué tienes en mente?

– Voy a intentarlo otra vez. Haré una oferta mejor la próxima vez, por supuesto. Pero lo más importante es que quiero tu apoyo…, antes y después de la fusión. Quiero hacer un trato contigo, para que te conviertas después en directora de «General Textiles» y firmes un contrato por cinco años.

Nancy no se esperaba eso, y tampoco sabía qué pensar. Hizo una pregunta para ganar tiempo.

– ¿Un contrato? ¿Para hacer qué?

– Para dirigir «Black’s Boots» como división de «General Textiles»

– Perdería mi independencia. Sería una empleada.

– Dependiendo de cómo se estructurase el acuerdo, podrías ser accionista. Y mientras obtengas beneficios, gozarás de toda la independencia que quieras… No me entrometo en las divisiones rentables, pero si pierdes dinero, entonces sí, perderás tu independencia. Despido a los perdedores. -Meneó la cabeza-. Pero tú no fracasarás.

La primera idea de Nancy fue rechazar la oferta. Por más que le dorase la píldora, lo que él quería era arrebatarle la empresa. Sin embargo, comprendió que la negativa instántanea era lo que papá habría deseado, y había decidido dejar de vivir conforme al programa de papá. De todos modos, tenía que contestar algo, pero con evasivas.

– Tal vez me interese.

– Con esto me basta. -Nat se levantó-. Piensa en ello y medita sobre el tipo de acuerdo que te resultará menos violento. No te ofrezco un cheque en blanco, pero quiero que comprendas que haré lo posible por complacerte.

No dejaba de ser, en cierta forma, divertido, pensó Nancy. La técnica de Nat era persuasiva. Había aprendido mucho sobre el arte de negociar en los últimos años. Nat desvió la vista hacia el malecón.

– Creo que tu hermano quiere hablar contigo -dijo.

Nancy se volvió y vio que Peter se acercaba. Nat se caló el sombreo y se marchó. Parecía un movimiento de pinza. Nancy contempló con rencor a Peter. La había engañado y traicionado, y no tenía ganas de hablar con él. Habría preferido reflexionar sobre la sorprendente oferta de Nat Ridgeway, ver si encajaba en las nuevas perspectivas de su vida, pero Peter no le dio tiempo. Se plantó frente a ella, ladeó la cabeza de una forma que le recordó a Nancy cuando era niño, y dijo:

– ¿Podemos hablar?

– Lo dudo.

– Quiero disculparme.

– Te arrepientes de tu traición, ahora que has fracasado.

– Me gustaría hacer las paces.

Hoy, todo el mundo quiere hacer tratos conmigo, pensó con sarcasmo.

– ¿Cómo piensas reparar lo que me has hecho?

– No podré -contestó de inmediato-. Nunca. -Se dejó caer en la tumbona que había ocupado Nat-. Cuando leí tu informe, me sentí como un idiota. Decías que yo no podía dirigir el negocio, que no era como mi padre, que mi hermana lo hacía mejor que yo, y me sentí muy avergonzado, porque en el fondo de mi corazón sabía que era verdad.

«Bueno, es un progreso», pensó ella.

– Me enfurecí, Nan, ésa es la pura verdad.

De niños, se llamaban Nan y Petey, y la utilización de aquel diminutivo de la infancia le puso un nudo en la garganta.

– Tengo la impresión de que no sabía lo que hacía -siguió Peter.

Nancy meneó la cabeza. Era la típica excusa de su hermano.

– Sabías muy bien lo que hacías -respondió, con más tristeza que irritación.

Un grupo de personas se detuvo ante la puerta del edificio de la compañía aérea, hablando en voz alta. Peter les dirigió una mirada colérica.

– ¿Quieres venir a dar un paseo conmigo por la playa? -preguntó.

Nancy suspiró. Al fin y al cabo, era su hermano pequeño. Se levantó.

Él le dedicó una sonrisa radiante.

Caminaron hacia el extremo del malecón que limitaba con la parte de tierra, cruzaron la vía del tren y bajaron hacia la playa. Nancy se quitó los zapatos de tacón alto y caminó sobre la arena en medias. La brisa agitó el pelo rubio de Peter y Nancy observó, sorprendida, que comenzaba a ralear en las sienes. Se preguntó por qué no se había dado cuenta antes, y comprendió que se peinaba de forma que no se notara. Se sintió vieja.

No había nadie cerca, pero Peter siguió en silencio durante un rato, hasta que Nancy habló por fin.

– Danny Riley me dijo algo muy extraño. Según él, papá planeó todo para que tú y yo nos peleáramos.

Peter frunció el ceño.

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– Para endurecernos.

Peter lanzó una áspera carcajada.

– ¿Lo crees?

– Sí.

– Supongo que yo también.

– He decidido que no viviré el resto de mis días obedeciendo al capricho de papá.

Peter asintió con la cabeza.

– ¿Qué significa eso? -preguntó.

– Aún no lo sé. Tal vez acepte la oferta de Nat y fusione nuestra empresa con la suya.

– Ya no es «nuestra» empresa, Nan. Es tuya.

Ella le miró con atención. ¿Era sincero? Se creyó mezquina por mostrarse tan suspicaz. Decidió concederle el beneficio de la duda.

– He comprendido que no sirvo para los negocios -prosiguió Peter con aparente sinceridad-. Voy a dejarlo en manos de gente capacitada como tú.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Tal vez compre esa casa. -Pasaban frente a una atractiva casita pintada de blanco, con postigos verdes-. Tendré mucho tiempo libre para ir de vacaciones.

Nancy experimentó cierta compasión por él.

– Es una casa bonita -dijo-. ¿Está en venta?