Cogió el collar con solemnidad y dejó que las piedras se deslizaran entre sus dedos como agua de colores. Era extraño que algo pudiera combinar un aspecto tan cálido con un tacto tan frío, pensó. Era la joya más hermosa que jamás había sostenido en sus manos, tal vez la más hermosa que se había creado.

Iba a cambiar su vida.

Dejó el collar al cabo de uno o dos minutos y examinó el resto del juego. El brazalete era igual que el collar; alternaba rubíes y diamantes, aunque las piedras eran, en proporción, más pequeñas. Los pendientes eran particularmente delicados; cada uno tenía un rubí a modo de botón, y el colgante consistía en una serie de diminutos diamantes y rubíes engarzados en una cadena de oro; cada piedra era una versión en miniatura de la misma montura en forma de pétalo dorado.

Harry imaginó el juego sobre el cuerpo de Margaret. El rojo y el dorado resaltarían de una manera asombrosa sobre su piel pálida. Me gustaría verla cubierta sólo con esto, pensó, y experimentó al instante una potente erección.

No estaba seguro de cuanto tiempo llevaba sentado en el suelo, contemplando las piedras preciosas, cuando oyó que alguien se acercaba.

El primer pensamiento que cruzó por su mente fue que se trataba del ayudante del mecánico, pero los pasos sonaban de forma diferente: impertinentes, agresivos, autoritarios…, oficiales.

El temor le embargó de súbito, su estómago se encogió, apretó los dientes y cerró los puños.

Los pasos se acercaron a toda velocidad. Harry empujó los cajones, devolvió a su sitio el sobre de los bonos y cerró el baúl. Estaba escondiendo el conjunto Delhi en el bolsillo cuando la puerta de la bodega se abrió.

Se agazapó detrás del baúl.

Siguió un largo momento de silencio. Experimentó la horrorosa sensación de haber procedido con excesiva lentitud, de que el tío le había visto. Captó el sonido de una respiración apresurada, como si un hombre gordo hubiera subido por la escalera corriendo. ¿Entraría el tipo a echar un vistazo, o qué? Harry contuvo el aliento. La puerta se cerró.

¿Había salido el hombre? Harry aguzó el oído. Ya no escuchó la respiración. Se puso en pie poco a poco y asomó la cabeza. El hombre se había ido.

Suspiró de alivio.

¿Qué estaba pasando?

Sospechaba que aquellos pasos pesados y aquella respiración agitada pertenecían a un policía. ¿O tal vez a un inspector de aduanas? Quizá se trataba de una simple comprobación de rutina.

Se dirigió a la puerta y la abrió unos centímetros. Oyó voces ahogadas procedentes de la cabina de vuelo, pero parecía que afuera no había nadie. Salió y se pegó a la puerta de la cabina de vuelo. Estaba entreabierta, y oyó dos voces masculinas.

– Ese tío no está en el avión.

– Tiene que estar. No ha bajado.

Harry reconoció los acentos como canadienses. ¿De quién estaban hablando?

– Quizá salió después que los demás.

– ¿Y a dónde ha ido? No se ha localizado en ninguna parte. ¿Se habría escapado Frankie Gordino?, se preguntó Harry.

– ¿Quién es, en cualquier caso?

– Dicen que es un «socio» del gángster que va en el avión.

Por lo tanto, Gordino no había huido, pero alguien de su banda viajaba a bordo, había sido descubierto y se había dado a la fuga. ¿Cuál de los, en apariencia, respetables viajeros era?

– Ser socio no es ningún delito, ¿verdad?

– No, pero viaja con pasaporte falso.

Un escalofrío recorrió a Harry. Él también viajaba con pasaporte falso. ¿No le estarían buscando a él?

– Bien, ¿qué hacemos ahora?

– Informar al sargento Morris.

Al cabo de un momento, el espantoso pensamiento de que le buscaban a él cruzó por la mente de Harry. Si la policía había averiguado, o adivinado, que un pasajero pensaba rescatar a Gordino, verificaría la lista de los pasajeros, y no tardaría en descubrir que Harry Vandenpost había denunciado el robo de su pasaporte en Londres dos años antes, y entonces bastaría con llamar a su casa para descubrir que no se encontraba en el clipper de la Pan American, sino sentado en la cocina comiendo cereales y leyendo el periódico de la mañana, o algo por el estilo. Sabiendo que Harry era un impostor, darían por sentado que era él quien pretendía liberar a Gordino.

No, se dijo, no precipites las conclusiones. Tal vez exista otra explicación.

Una tercera voz se unió a la conversación.

– ¿A quién estáis buscando, muchachos?

Parecía el ayudante del mecánico, Mickey Finn.

– El tipo utiliza el nombre de Harry Vandenpost, pero no es él.

Ya estaba claro. Harry experimentó una viva conmoción. Le habían descubierto. La visión de la casa de campo con pista de tenis se desvaneció como una foto antigua, y en su lugar apareció un Londres tenebroso, un tribunal, una celda y después, por fin, un barracón del ejército. La peor suerte de la que había oído hablar.

– Sabéis, le encontré husmeando por aquí mientras hacíamos escala en Botwood -dijo Mickey Finn.

– Bueno, ahora no está aquí.

– ¿Estáis seguros?

Métete la lengua en el culo, Mickey, pensó Harry.

– Hemós mirado por todas partes.

– ¿Habéis registrado los controles mecánicos?

– ¿Dónde están?

– En las alas.

– Sí, miramos en las alas.

– ¿Llegasteis hasta el final? Es posible esconderse sin ser visto desde la cabina.

– Será mejor que volvamos a mirar.

Estos dos policías parecían un poco tontos, pensó Harry.

Era dudoso que su sargento confiara mucho en ellos. Si tenía algo de sentido común ordenaría un nuevo registro del avión. Y la próxima vez mirarían detrás del baúl. ¿Dónde podía esconderse Harry?

Había varios escondrijos, pero la tripulación conocería su existencia. Un registro a fondo debería incluir el compartimento de proa, los lavabos, las alas y el angosto hueco de la cola. Cualquier otro lugar que Harry fuera capaz de encontrar sería conocido por la tripulación.

Estaba atrapado.

¿Podría huir? Tal vez tuviera la oportunidad de salir a hurtadillas del avión y huir a lo largo de la playa. Una oportunidad remota, pero era mejor que rendirse. Pero, aun en el caso de que pudiera llegar a la aldea sin ser visto, ¿a dónde iría? Su facilidad de palabra le sacaría de cualquier apuro en una ciudad, pero tenía la sensación de que se encontraba muy lejos de una. En pleno campo, estaba perdido. Necesitaba multitudes, callejones, estaciones de tren y tiendas. Suponía que Canadá era un país enorme, compuesto en su mayoría de árboles.

No habría problemas si conseguía llegar a Nueva York. Pero ¿dónde se escondería en el ínterin?

Oyó que los policías salían de las alas. Para mayor seguridad, retrocedió al interior de la bodega…

Y se encontró de narices ante la solución de su problema. Se escondería en el baúl de lady Oxenford.

¿Cabría dentro? Eso pensaba. Debía medir metro y medio de alto, sesenta centímetros de ancho y otros tantos de fondo; vacío, cabían dos personas en su interior. No estaba vacío, claro: tendría que hacerse sitio sacando algunas prendas de ropa. ¿Qué haría con ellas? No podía dejarlas tiradas alrededor. Las amontonaría en su maleta, que llevaba bastante vacía.

Debía darse prisa.

Se arrastró sobre el equipaje amontonado y se apoderó de su maleta. La abrió a toda prisa y embutió en su interior las chaquetas y vestidos de lady Oxenford. Tuvo que sentarse sobre la tapa para volver a cerrarla.

Ya podía meterse en el baúl. Se podía cerrar desde dentro con razonable facilidad. ¿Podría respirar cuando estuviera cerrado? No se quedaría mucho tiempo; a pesar del reducido espacio, sobreviviría.

¿Observarían los policías que los cierres estaban sueltos? Tal vez. ¿Podría cerrarlos desde dentro? Parecía difícil. Reflexionó sobre el problema durante unos instantes. Si practicaba agujeros en el baúl cerca de los cierres, tal vez lograría introducir la navaja y manipular los cierres. Y esos mismos agujeros le proporcionarían aire.

Sacó la navaja. El baúl estaba hecho de madera recubierta de piel. Sobre la piel había dibujadas flores de color dorado. Como todas las navajas, contaba con un utensilio puntiagudo para extraer piedras de los cascos de los caballos. Apoyó la punta sobre una de las flores y empujó. Penetró en la piel con suma facilidad, pero la madera era más dura. Tiró adelante y atrás. La madera medía unos seis milímetros de espesor, calculó. Le costó un par de minutos perforarla.

Sacó la punta. La configuración del dibujo impedía que el agujero se viera.

Se metió en el baúl. Comprobó con alivio que podía abrir y cerrar el cierre desde el interior.

Había dos cierres en la parte superior y tres en el costado. Trabajó primero en los de arriba, porque eran los más visibles. Cuando terminó, volvió a escuchar pasos.

Entró en el baúl y lo cerró.

Esta vez no le resultó tan fácil manipular los cierres, porque debía proceder con las piernas dobladas, pero lo logró al final.

Se sintió terriblemente incómodo pasados uno o dos minutos. Se retorció y dobló, sin éxito. Tendría que padecer.

Su respiración resonaba. Los ruidos procedentes del exterior llegaban ahogados. Sin embargo, oyó pasos ante la puerta de la bodega, tal vez porque no había alfombra y el puente transmitía las vibraciones. Calculó que había tres personas afuera, como mínimo. No oyó que se abriera o cerrara la puerta, pero captó una pisada mucho más próxima y supo que alguién había entrado en la bodega.

De pronto, se oyó una voz a su derecha.

– No entiendo cómo es posible que ese bastardo se nos haya escapado.

No mires los cierres laterales, por favor, suplicó Harry, atemorizado.

Alguien golpeó la parte superior del baúl. Harry contuvo la respiración. Tal vez el tipo había apoyado el codo encima, pensó.

Alguien habló desde cierta distancia.

– No, no está en el avión -replicó el hombre-. Hemos buscado por todas partes.

El otro volvió a hablar. A Harry le dolían las rodillas. ¡Idos a charlar a otro sitio, por el amor de Dios!, pensó.

– Bueno, le cazaremos de todos modos. No va a recorrer los doscientos veinticinco kilómetros que le separan de la frontera sin que nadie le vea.

¡Doscientos veinticinco kilómetros! Tardaría una semana en salvar aquella distancia. Quizá pudiera hacer autostop, pero nadie le olvidaría en estos terrenos desérticos.

Se hizo el silencio durante unos segundos. Oyó que los pasos se alejaban.

Esperó un rato, sin oír nada.