El taxi ganó velocidad a medida que atravesaba los suburbios y salía a campo abierto, donde no tenía lugar preparativos bélicos. Los alemanes no bombardearían los campos, como no fuera por accidente. No paraba de consultar el reloj. Ya eran las doce y media. Si encontraba un avión y un piloto, y le convencía de llevarla sin la menor demora, podría despegar hacia la una. El conserje había dicho dos horas de vuelo. Aterrizaría a las tres. Después, por supuesto, tendría que trasladarse del aeropuerto hasta Foynes, aunque la distancia debía ser corta. Cabía la posibilidad de que llegara con tiempo de sobra. ¿Encontraría algún vehículo que la condujera a los muelles? Intentó serenarse. Tales especulaciones por adelantado eran absurdas.

Se le ocurrió pensar que tal vez el clipper estuviera lleno; todos los barcos estaban.

Apartó el pensamiento de su mente.

Cuando estaba a punto de preguntarle al chófer si faltaba mucho, el coche se desvió bruscamente de la carretera y entró en un campo, atravesando un portal abierto. Mientras el coche traqueteaba sobre la hierba, Nancy divisó un pequeño hangar. A su alrededor pequeños aviones de brillantes colores estaban sujeto a la tierra cubierta de verde césped, como mariposas clavadas sobre un paño de terciopelo. Notó con satisfacción que no había escasez de aparatos. Sin embargo, también necesitaba un piloto, y no se veía ninguno.

El chófer paró junto a la gran puerta del hangar.

– Espéreme, por favor -pidió Nancy mientras bajaba. No quería quedarse sin posibilidad de regresar.

Entró corriendo en el hangar. Había tres aviones en el interior, pero ninguna persona. Salió al sol de nuevo. Alguien tenía que responsabilizarse del lugar, pensó, presa de los nervios. Tenía que haber alguien cerca, de lo contrario la puerta estaría cerrada con llave. Rodeó el hangar hasta la parte posterior, y vio tres hombres de pie junto a un aeroplano.

El aparato era arrebatador. Estaba pintado por completo de amarillo canario, con pequeñas ruedas amarillas que le recordaron a Nancy coches de juguete. Era un biplano, con las alas superiores e inferiores sujetas mediante cables y puntales, y un solo motor en el morro. La hélice apuntaba al aire y la cola se hallaba apoyada en tierra, como un cachorrillo ansioso de que le sacaran a pasear.

Lo estaban aprovisionando de combustible. Un hombre ataviado con un grasiento mono azul y una gorra de tela se encontraba subido a una escalera de mano, vertiendo la gasolina de una lata en una protuberancia del ala situada sobre el asiento delantero. A su lado había un hombre alto y atractivo, de la misma edad que Nancy, que llevaba un casco de vuelo y una chaqueta de cuero. Hablaba animadamente con un hombre vestido con un traje de tweed .

Nancy carraspeó.

– Disculpen -dijo.

Los dos hombres la miraron, pero el alto continuó hablando y los dos desviaron la vista.

No era un buen comienzo.

– Lamento molestarles -insistió Nancy-. Quiero alquilar un avión.

– No puedo ayudarla -dijo el hombre alto, interrumpiendo la conversación.

– Es una emergencia -contestó Nancy.

– No soy un maldito taxista -repuso el hombre, apartando de nuevo la vista.

– ¿Por qué es tan grosero? -preguntó Nancy, irritada.

Su frase consiguió atraer la atención del hombre, que le dirigió una mirada de interés y curiosidad. Nancy advirtió que tenía cejas negras y arqueadas.

– No era mi intención -se disculpó-, pero mi avión no se alquila, ni yo tampoco.

– No se ofenda, por favor -dijo ella, desesperada-, pero si es un problema de dinero, le pagaré lo que sea…

Estaba ofendido. Su expresión se endureció y volvió la cabeza.

Nancy observó que llevaba un traje gris oscuro bajo la chaqueta de cuero, y que sus zapatos negros de tipo oxford eran auténticos, y no imitaciones baratas como las que Nancy fabricaba. Era un hombre de negocios que pilotaba su propio avión por placer, evidentemente.

– ¿Hay algún otro piloto? -preguntó.

El mecánico levantó la vista del depósito de combustible y meneó la cabeza.

– Hoy no -dijo.

– No me dedico a los negocios para perder dinero -dijo el hombre alto a su compañero-. Dígale a Seward que se le paga lo estipulado.

– El problema es que se le han abierto los ojos -contestó el hombre del traje de tweed .

– Lo sé. Dígale que la próxima vez negociaremos una tarifa superior.

– Puede que no le parezca suficiente.

– En este caso, que coja los trastos y se vaya a tomar por el culo.

Nancy quería chiflar de frustración. Tenía delante un avión y un piloto perfectos, pero sus palabras no lograrían que la condujeran a donde deseaba.

– ¡He de ir a Foynes! -gritó, casi al borde de las lágrimas. El hombre alto se giró en redondo.

– ¿Ha dicho Foynes?

– Sí…

– ¿Por qué?

Al menos, había conseguido entablar conversación con él.

– Intento coger el clipper de la Pan American.

– Qué curioso. Yo también.

Recobró de nuevo las esperanzas.

– Dios mío. ¿Se dirige a Foynes?

– Sí. -El aspecto del hombre era sombrío-. Persigo a mi mujer.

A pesar de su excitación, comprendió que se trataba de una declaración muy extraña; semejante confesión revelaba que el hombre era muy débil, o muy seguro de sí mismo.

Nancy miró al avión. Al parecer, tenía dos cabinas, una detrás de la otra.

– ¿El avión es de dos plazas? -preguntó, ansiosa. El hombre la miró de arriba abajo.

– Sí. Dos plazas.

– Lléveme con usted, por favor.

El hombre vaciló, y después se encogió de hombros.

– ¿Por qué no?

Nancy estuvo a punto de desmayarse de alivio.

– Gracias, Dios mío -exclamó-. Le estoy muy agradecida.

– Olvídelo. -El hombre extendió una mano enorme-. Mervyn Lovesey. Encantado de conocerla.

Se estrecharon las manos.

– Nancy Lenehan. Es un placer.

Eddie se dio cuenta por fin de que necesitaba hablar con alguien.

Tenía que ser alguien de su plena confianza; alguien a quien pudiera confiar lo sucedido.

La única persona con la que hablaba de este tipo de cosas era Carol-Ann. Era su confidente. Ni siquiera hablaba de ciertos temas con papá, cuando éste estaba vivo; no le gustaba mostrarse débil ante su padre. ¿Podía confiar en alguien?

Pensó en el capitán Baker. Marvin Baker era el tipo de piloto que gustaba a los pasajeros: apuesto, de mandíbula cuadrada, seguro y confiado. Eddie le respetaba y apreciaba, pero Baker sólo debía lealtad al avión y a los pasajeros, y era muy estricto en el cumplimiento de las normas. Insistiría en que se dirigiera de inmediato a la policía. No le servía.

¿Alguien más?

Sí. Steve Appleby.

Steve era hijo de un leñador de Oregón, un chico alto, de músculos duros como el acero, criado en el seno de una familia católica y muy pobre. Se habían conocido cuando eran guardiamarinas en Annapolis. Habían entablado amistad el primer día, en el inmenso comedor pintado de blanco. Mientras los demás novatos protestaban del rancho, Eddie limpió su plato. Levantó la vista y reparó en otro cadete cuya pobreza le hacía pensar que la comida era excelente: Steve. Sus ojos se encontraron y se entendieron a la perfección.

Su amistad prosiguió cuando salieron de la academia, pues ambos fueron destinados a Pearl Harbor. Cuando Steve se casó con Nella, Eddie fue el padrino, y Steve intercambió papeles con Eddie el año anterior. Steve continuaba en la Marina, destinado en el astillero de Portsmouth (New Hampshire). Ahora se veían con menos frecuencia, pero no importaba, porque su amistad era de aquellas que sobreviven a largos períodos sin contacto. No se escribían, a menos que tuvieran algo importante de contar. Cuando coincidían en Nueva York cenaban, iban a bailar y compartían una estrecha amistad, como si se hubieran visto por ultima vez el día antes. Eddie habría confiado su alma a Steve.

Steve era muy habilidoso. Conseguía lo que los demás no podían: un pase de fin de semana, una botella de licor, un par de entradas para un partido importante…

Eddie decidió que intentaría ponerse en contacto con él.

Se sintió un poco mejor después de haber tomado algo parecido a una decisión. Entró corriendo en el hotel.

Se dirigió a la pequeña oficina y dio el número de la base naval a la propietaria del hotel. Después subió a su habitación. La mujer vendría a buscarle cuando consiguiera la comunicación.

Se quitó el mono. No quería que le interrumpieran en mitad del baño, de modo que se lavó la cara y las manos en el dormitorio, vistiéndose a continuación con una camisa blanca y los pantalones del uniforme. La rutina le calmó un poco, pero estaba muy impaciente. No sabía lo que Steve diría, pero compartir el problema constituiría un alivio.

Se estaba anudando la corbata cuando la propietaria llamó a la puerta. Eddie bajó corriendo la escalera y descolgó el teléfono. Le habían conectado con la operadora de la base.

– Póngame con Steve Appleby, por favor -dijo.

– El teniente Appleby no puede ponerse al teléfono en este momento -contestó la mujer. El corazón le dio un vuelco a Eddie-. ¿Quiere que le dé el recado?

Eddie se sentía amargamente decepcionado. Sabía que Steve no podría agitar una varita mágica y rescatar a Carol-Ann, pero al menos habrían hablado, y tal vez habría surgido alguna idea.

– Señorita, es una emergencia. ¿Dónde diablos está?

– ¿Puede decirme quién le llama, señor?

– Soy Eddie Deakin.

La operadora abandonó al instante su tono formal.

– ¡Hola, Eddie! Fuiste su padrino de bodas, ¿verdad? Soy Laura Gross. Nos conocemos. -Bajó la voz como una conspiradora-. Steve no ha pasado la noche en la base, extraoficialmente.

Eddie gruñó para sí. Steve estaba haciendo algo que no debía… en el momento menos apropiado.

– ¿Cuándo volverá?

– Tenía que haber regresado antes de amanecer, pero aún no ha dado señales de vida.

Peor aún. Steve no sólo se hallaba ausente, sino que tal vez se había metido en algún lío.

– Puedo pasarte con Nella -dijo la operadora-. Está en la oficina.

– Vale, gracias.

No iba a confesar sus problemas a Nella, desde luego, pero quizá averiguaría algo más sobre el paradero de Steve. Dio pataditas en el suelo, nervioso, mientras aguardaba la conexión. Recreó en su mente a Nella: era una muchacha afectuosa de rostro redondo y pelo largo rizado.

Por fin, escuchó su voz.

– ¿Diga?