Ni siquiera se atrevía a confiar en ello.

– Voy a intentarlo -dijo Nancy con repentina determinación-. Adiós. -Colgó el teléfono.

Reflexionó durante unos momentos. Peter se había marchado ayer por la noche, y debía de haber viajado toda la noche. El clipper saldría hoy mismo de Southampton para llegar a Nueva York mañana, a tiempo de que Peter se trasladara a Boston para la junta del viernes. ¿A qué hora despegaba el clipper? ¿Podría Nancy llegar a Southampton a tiempo de cogerlo?

Se acercó a la recepción con el alma en un hilo y preguntó al conserje mayor a qué hora despegaba el clipper de Southampton.

– Lo ha perdido, señora -contestó el hombre.

– Compruebe la hora, por favor-insistió Nancy, intentando ocultar su impaciencia.

El conserje sacó una lista de horarios y la examinó. A las dos.

Ella consultó su reloj: las doce en punto,

– No llegaría a tiempo a Southampton ni aunque tuviera un avión privado esperándola -dijo el conserje.

– ¿Puedo alquilar algún avión?

El rostro del conserje adoptó la expresión tolerante de un empleado de hotel siguiéndole la corriente a un extranjero iluso.

– Hay un aeródromo a unos quince kilómetros de aquí. Por lo general, siempre hay algún piloto que la pueda llevar allí, a cambio de unos honorarios, pero ha de llegar al aeródromo, encontrar al piloto, hacer el viaje, aterrizar cerca de Southampton y trasladarse de la pista de aterrizaje al muelle. Es imposible hacerlo en dos horas, créame.

Nancy se alejó, frustrada.

Irritarse no servía de nada en los negocios, como había aprendido mucho tiempo atrás. Cuando las cosas se torcían, era preciso encontrar una forma de enderezarlas. No puedo llegar a Boston a tiempo, pensó, pero quizá pueda impedir la venta por control remoto.

Volvió a la cabina telefónica. En Boston pasaban unos minutos de las siete. Su abogado Patric MacBride, estaría en casa. Indicó a la operadora su número.

Mac era el hombre que su hermano tendría que haber sido. Cuando Sean murió, él intervino y se ocupó de todo: la investigación, el funeral, el testamento, y las finanzas personales de Nancy. Era maravilloso con los chicos; hablaba con ellos de deportes, iba a verlos cuando interpretaban obras en el colegio, les dio consejos sobre la universidad y las respectivas carreras. En momentos diferentes, habló con cada uno de ellos sobre las verdades de la vida. Cuando papá murió, Mac aconsejó a Nancy que impidiera a Peter asumir la presidencia; ella hizo lo contrario, y ahora los acontecimientos demostraban que Mac estaba en lo cierto. Sabía que Mac la amaba, más o menos, pero no era una relación peligrosa: Mac era un devoto católico, fiel a su fea, gorda y leal esposa. Nancy le apreciaba mucho, pero no era la clase de hombre del que podía enamorarse. Era afable, regordete, tranquilo y calvo, y ella siempre se había sentido atraída por tipos enérgicos y con mucho pelo; hombres como Nat Ridgeway.

Mientras esperaba la conexión, tuvo tiempo de reflexionar sobre la ironía de la situación. El cómplice de Peter en la conspiración contra ella era Nat Ridgeway, brazo derecho de su padre y galanteador de ella en otro tiempo. Nat había dejado la empresa (y a Nancy) porque no podía ser jefe; y ahora, desde su cargo de presidente de «General Textiles», intentaba controlar de nuevo «Black’s Boots».

Sabía que Nat había estado en París para presenciar los desfiles de modas, aunque no se había encontrado con él. Sin embargo, Peter se habría reunido con él y cerrado el trato en la capital francesa, mientras fingía dedicarse a inocentes compras de zapatos. Nancy no había sospechado nada. Cuando pensó en la facilidad con que la habían engañado, se sintió furiosa contra Peter y Nat…, y sobre todo contra sí misma.

Descolgó el teléfono de la cabina cuando sonó; hoy tenía suerte con las conexiones. Mac respondió con la boca llena del desayuno.

– ¿Ummm?

– Mac, soy Nancy.

El hombre tragó la comida a toda prisa.

– Gracias a Dios que me has llamado. Te he buscado por toda Europa. Peter está intentando…

– Lo sé, acabo de enterarme -le interrumpió-. ¿Cuáles son las condiciones del trato?

– Una acción de «General Textiles», más veintisiete centavos en metálico, por cinco acciones de «Black’s».

– ¡Jesús, eso es un regalo!

– A tenor de vuestros beneficios, no es un precio tan bajo…

– ¡Pero el valor de nuestros bienes es mucho más elevado!

– Oye, no he dicho lo contrario -dijo Mac en tono apaciguador.

– Lo siento, Mac, es que estoy muy furiosa.

– Lo comprendo.

Oía a las cinco hijas de Mac pelearse al fondo. También oía el sonido de una radio y el siseo de una tetera.

– Coincido contigo en que la oferta es demasiado baja -prosiguió el hombre, al cabo de un momento-. Se atiene al nivel de beneficios actual, en efecto, pero se desentiende del valor de los bienes y de las perspectivas futuras.

– Ya lo puedes decir.

– Hay algo más.

– Dime.

– Peter continuará durante los cinco años siguientes a la adquisición para encargarse de la operación «Black’s», pero no hay empleo para ti.

Nancy cerró los ojos. Este era el golpe más cruel. Se sintió enferma. El perezoso y estúpido Peter, al que ella había protegido y cobijado, se quedaría; y ella, que había mantenido a flote el negocio, sería despedida.

– ¿Cómo puede hacerme esto? -dijo-. ¡Es mi hermano!

– Lo siento muchísimo, Nan.

– Gracias.

– Nunca confié en Peter.

– Mi padre dedicó su vida a levantar este negocio -gritó Nancy-. No podemos permitir que Peter lo destruya.

– ¿Qué quieres que haga?

– ¿Podemos impedirlo?

– Si asistes a la junta de accionistas, creo que podrás convencer a tu tía y a Danny Riley de que voten en contra…

– El problema es que no puedo asistir. ¿No puedes convencerles tú?

– Es posible, pero no serviría de nada: Peter les supera en votos. Ellos sólo poseen el diez por ciento, cada uno, y Peter el cuarenta.

– ¿No puedes votar en mi nombre?

– Me faltan tus poderes.

– ¿Puedo votar por teléfono?

– Una idea interesante… Creo que se pondría a votación de la junta, y Peter utilizaría su mayoría para derrotar la propuesta.

Permanecieron en silencio mientras se estrujaban los sesos.

Durante la pausa, Nancy se acordó de las normas de educación.

– ¿Cómo está la familia? -preguntó.

– En este momento, sin lavar, sin vestir y sin domar. Y Betty está embarazada.

Nancy se olvidó de sus problemas por un momento.

– ¡No me tomes el pelo! -Pensaba que habían parado de tener hijas; la menor tenía cinco años-. ¡A estas alturas! -Pensaba que ya había averiguado cuál era la causa. Nancy lanzó una carcajada.

– ¡ Felicidades!

– Gracias, aunque Betty se muestra un poco… ambivalente hacia el tema.

– ¿Por qué? Es más joven que yo.

– Pero seis son muchos críos.

– Os lo podéis permitir.

– Sí… ¿Estás segura de que no puedes coger ese avión?

Nancy suspiró.

– Estoy en Liverpool. Southampton dista trescientos kilómetros y el avión despega antes de dos horas. Es imposible.

– ¿Liverpool? Eso no está lejos de Irlanda.

– Ahórrame los datos turísticos…

– Es que el clipper hace escala en Irlanda.

El corazón de Nancy estuvo a punto de detenerse.

– ¿Estás seguro?

– Lo leí en el periódico.

Este dato lo cambiaba de todo, comprendió Nancy, sintiendo renacer sus esperanzas. ¡Podría coger el avión, a pesar de todo!

– ¿Dónde aterriza? ¿En Dublín?

– No, en algún lugar de la costa oeste, pero no me acuerdo del nombre. Aún te queda tiempo.

– Lo comprobaré y te llamaré después. Adiós.

– Oye, Nancy…

– ¿Qué?

– Feliz cumpleaños.

Ella sonrió a la pared.

– Mac, eres grande.

– Buena suerte.

– Adiós.

Colgó y volvió a la recepción. El conserje mayor le dedicó una sonrisa condescendiente. Nancy resistió la tentación de ponerle en su sitio; aún le sería de menos ayuda.

– Creo que el clipper hace escala en Irlanda -dijo, obligándose a adoptar un tono cordial.

– En efecto, señora. En Foynes, en el estuario del Shannon. Ella tuvo ganas de replicar: «¿Y por qué no me lo has dicho antes, presumido de mierda?», pero se limitó a sonreír.

– ¿A qué hora? -preguntó.

El hombre consultó la lista de horarios.

– Está previsto que aterrice a las tres y media y vuelva a despegar a las cuatro y media.

– ¿Podría llegar a tiempo para cogerlo?

La sonrisa tolerante del hombre se desvaneció y la miró con mas respeto.

– No lo había pensado. Son dos horas de vuelo en un aeroplano pequeño. Si encuentra un piloto puede lograrlo.

La tensión de Nancy aumentó. Las posibilidades de conseguir su objetivo ya no parecían tan remotas.

– Consígame un taxi que me lleve al aeródromo cuanto antes, por favor.

El conserje chasqueó los dedos en dirección a un botones.

– ¡Taxi para la señora! -Se volvió a Nancy- ¿Y sus maletas? -Estaban amontonados en el vestíbulo. No cabrán en un avión pequeño.

– Envíelos al barco, por favor.

– Muy bien.

– Hágame la nota cuanto antes.

– Ahora mismo.

Nancy cogió el maletín en el que guardaba sus útiles de aseo imprescindible, el maquillaje y una muda de ropa interior. Abrió una maleta y encontró una blusa limpia, para el día siguiente por la mañana, de seda azul marino, un camisón y una bata. Llevaba sobre el brazo una chaqueta de cachemira gris ligera, que tenía la intención de ponerse en el muelle si el viento era frío. Decidió conservarla; podía necesitarla para abrigarse ene el avión.

Cerró las maletas.

– Su cuenta, señora Lenehan.

Nancy extendió un talón y lo entregó, junto con una propina.

– Muy amable, señora Lenehan. El taxi está esperando.

Salió corriendo y subió a un estrecho automóvil inglés. El conserje colocó el maletín a su lado y dio las instrucciones al chófer.

– ¡Vaya con la mayor rapidez posible! -añadió Nancy-. El coche circuló por el centro de la ciudad con una lentitud insufrible. Nancy golpeteó el suelo del taxi con su zapato de raso gris. El retraso se debía a que unos hombres estaban pintando rayas blancas en mitad de la calle, en los bordillos y alrededor de los árboles que bordeaban la calle. Se preguntó cuál era el propósito, irritada, y después se imaginó que servirían de ayuda a los conductores cuando se produjera el oscurecimiento.