Rondaban por las calles en coches, y eso era nuevo para ella. Sintió una aguda humillación, un conocimiento inequívoco de haber visto reducida su valía. Comenzó a trazar una línea recta hacia la torre norte, pero sin tener verdadero sentido de la dirección emprendida. Repartía su cólera alrededor. Avanzaba entre enormes manchurrones indiferenciados, campos de cosas sin concretarse. En cierto modo era imposible rechazar esa clase de ofrecimiento. Verlo ya era aceptarlo de una manera automática. Él la había llevado en su coche a una terminal de carga, en la otra orilla del río, donde aparcó cerca de un edificio aislado, con las ventanas rotas. Allí le enseñó su manera de hablar, sus creencias y costumbres, los nombres de su padre y de su madre. Hecho esto, ya no tuvo que ponerle las manos encima. Ya eran el uno parte del otro. Ella lo llevaba encima, como si fuese un escarabajo muerto en su bolso.

Cuando estaba en la universidad, las chicas de su pasillo, en el colegio mayor, llamaban «vertidos» a los pervertidos. A cualquier ruido en el bosque, más allá de las ventanas, reaccionaban avisándose unas a otras: «Alerta de vertido, alerta de vertido.» Pammy enfiló la puerta de entrada y atravesó el inmenso vestíbulo, el espacio norte, unida de pronto a miles de personas llegadas de todas las demás aberturas, en especial de las bocas de metro, donde los vendedores ambulantes vendían paraguas colgados de unos ganchos de las instalaciones todavía sin terminar de construir. Habían sido tan bobos como para anunciarse con una rima.

Lyle verificó que llevaba en los bolsillos las monedas, las llaves, la cartera, el tabaco, el bolígrafo y la libreta de notas. Lo hacía unas seis o siete veces al día y lo hacía distraído; sus manos sólo rozaban la superficie de los pantalones y la chaqueta mientras caminaba, después de almorzar, al bajarse de un taxi. Era una rutina que no le exigía una planificación consciente, si bien le tranquilizaba, y eso tenía una importancia suprema, la presencia de sus objetos personales en sus lugares de costumbre. En la cómoda, en su casa, apilaba las monedas. A veces trataba de verificar durante cuánto tiempo era capaz de utilizar una toalla de manos para secarse la cara antes de verse obligado a echarla al cesto de la ropa sucia. A veces se ponía una de las tres o cuatro corbatas cuyo estampado y color en realidad le desagradaba bastante. Las otras corbatas, las buenas, las usaba con tiento; prefería verlas colgadas en el armario. Le producía placer el saber que iban a durar más que las corbatas de menor valía.

Tenía el cabello pajizo y era alto. Era el socio más joven de la empresa. Aunque nunca había usado gafas, siempre aparecía alguien que se empeñaba en preguntarle qué había sido de sus gafas. Algo había en su serenidad, quizás en su prácticamente innegable amaneramiento, que daba a entender lo apropiado de que llevara gafas. Alguien, uno de los mismos que se empeñaba en saber de sus gafas, al verle sacar un cigarrillo del paquete, sacudiéndolo, le preguntaba cuándo había empezado a fumar. A Lyle le dolía en secreto esa falta de atención o de memoria por parte de sus conocidos. Pero él creía que, de algún modo, el fallo era suyo.

En sus movimientos había una cierta formalidad, una precisión de cajero. Rara vez parecía ir con prisas, ni siquiera en el parqué, aunque esa apariencia era engañosa, resultado de un andar comedido, de su modo de maniobrar a la deriva en una sala. Su cuerpo estaba despojado de todo exceso. No tenía vello pectoral, no tenía más que una sedosa pilosidad en los brazos y las piernas, casi imperceptible. Tenía los ojos grisáceos y la mirada mansa, la conjetura de un cierto distanciamiento. Esa pálida mirada, esa sobriedad de rasgos, su ausencia de líneas marcadas, sus gestos espaciados daban a entender que era una persona a la que resultaría muy difícil conocer a fondo.

El viejo estaba de nuevo delante del Federal Hall, con los ojos lagrimosos y la barba rala, una vez más con el cartelón sobre la cabeza: bancos, tanques, corporaciones. El rótulo estaba hecho de estrechas lamas de madera, unidas unas a otras, con lo que resultaba relativamente firme incluso ante el viento cuando soplaba. Lyle cruzó la plaza en diagonal hacia la Bolsa. El aire ya estaba caldeado. A la hora del cierre de los negocios, todo el mundo buscaría a la desesperada lugares donde esconderse. En el distrito financiero todo tendía a desplazarse más allá de los limites de lo aceptable. Los edificios altos y apiñados contenían los objetos, reflectaban unos en otros el calor, canalizaban las ráfagas de viento oceánico durante todo el invierno. Era un ambiente de prueba también para los estados de ánimo extremos, mujeres con carros de la compra llenos de basura, un hombre que arrastraba un colchón, borrachuzos de a pie que llegaban desde la zona portuaria, desde los cráteres de los solares en construcción cerca del Hudson, gente que iba descalza por la calle, amputados, lisiados, friquis, hombres que se separaban de grupos de hombres que dormían sobre cajones de pescado, bajo los pasos elevados, y que cojeaban al deambular por delante de los terraplenes, el helipuerto, Broad Street, andrajos vivientes. Lyle pensaba en tales individuos como si fuesen infiltrados en el distrito. Elementos que se habían filtrado. Innominados despliegues de existencia. El recurso de la locura y la sordidez como textos para la denuncia del capitalismo no le parecía que encajase, y ello a pesar de las apariencias. Era otra cosa lo que habían terminado por significar tales hombres y mujeres que gritaban a voz en cuello y arrastraban el vómito pegado a los pies. EÍ que portaba el cartel a la entrada del Federal Hall no formaba parte de todo aquello. Estaba en su contexto, profesaba a las claras su oposición.

Lyle charló de cualquier intrascendencia con los demás ocupantes de su cabina. Encima de un teléfono, pegada a la pared con celo, se veía una hoja con la porra correspondiente a un partido de béisbol. El parqué empezaba a llenarse. Por lo genera!, la gente estaba animada. Se respiraba una sensación de cordura incluso en los momentos de máximo desatino. Todo estaba ensayado a fondo. Había reglas, criterios, costumbres. En medio del ruido electrónico era posible sentir que uno formaba parte de una sobrecogedora e intrincadísima búsqueda de orden, de elucidación, de identidad entre los elementos constitutivos de un sistema. Todo el mundo hacía un reconocimiento del terreno en pos de un cierto equilibrio. Tras los gritos de los brokers, las estimaciones, las pujas, la cadencia y el soniquete de una subasta, siempre se hallaba un precio final, bueno o malo, y una nivelación de los deseos de las criaturas de este mundo. Los integrantes del parqué eran gente práctica, realista. Se gastaban bromas pesadas. No se internaban más allá de los márgenes de las cosas. Lyle se preguntaba qué parte del mundo, el lugar del que compartían una lúcida visión, era la que aún le estaba adjudicada para vivir.

Momentos antes de mediodía algo sucedió cerca del puesto 12. A Lyle al principio le pareció un alabeo indistinto, un hundimiento del patrón habitual. Percibió la prisa, una turbulencia desacostumbrada, gente que se apiñaba y miraba en derredor. Reparó en el ruido agudo y seco que había oído momentos antes: un disparo. Armas de pequeño calibre, pensó. Hubo otra ráfaga de actividad, esta vez más deslavazada, en el puesto 4, más cerca de donde se hallaba Lyle, no lejos de la entrada al anexo de la sala azul. Un griterío, unos cuantos individuos, incertidumbre, las voces atrapadas en un saludo ^de cortés sobresalto. Vio la primera acción clara, hombres que se desplazaban deprisa en medio de la masa, de costado, sorteando a la gente, tratando de abrirse paso a la fuerza. Iban persiguiendo a alguien. Quienquiera que fuese se aproximó a la entrada de la sala azul. Allí reinaba una total confusión. Un guarda jurado pasó rozándolo. Era imposible correr en medio del gentío. Todo el que se desplazaba deprisa lo hacía de costado o de tres cuartos, pasito a paso. Sonó el gong electrónico. En el otro extremo de la sala vio algunas cabezas que subían y bajaban por encima de la muchedumbre, una fila entera: los perseguidores. Los que se hallaban en la sala azul no sabían adonde mirar. Una joven, una mensajera de traje de chaqueta azul, se tapó la boca con el papel que llevaba en ese momento a algún lugar. Lyie se volvió en redondo y se dirigió al puesto 12. Allí había un cuerpo tendido. Alguien le practicaba el boca a boca. La sangre se extendía sobre el pecho de la víctima. Lyle vio a un hombre apartarse de un reguero que se extendía por el suelo. Allí, todos parecían muy atentos. La quietud se había adueñado del lugar. Era la zona más calma de todo el parqué.

Entrada esa misma tarde se tomó una copa con Frank McKechnie en un bar no lejano de la Bolsa. McKechnie empezaba a tener pinta de ser el chófer personal de algún zar del crimen organizado. Era bajo y fornido, estaba cada vez más canoso, y sus prendas de vestir a duras penas soportaban el empuje de firmeza y de anchura que había experimentado a lo largo de los últimos años. Fumaron en silencio unos momentos, mirando las filas de botellas. McKechnie había pedido dos cañas frías con ademán casi beligerante.

– ¿Qué sabemos de momento?

– George Sedbauer.

– No me suena -dijo Lyle.

– Yo conocía a George. Era un tipo interesante. Con encanto. Capaz de encandilar al más pintado. Pero tenía casi un don especial para meterse en complicaciones. Era como si se desviviera por meterse en líos. Sí no hallaba una manera de meterse en líos, se la inventaba. Con la Comisión tuvo líos en bastantes ocasiones. George era un tipo que caía bien, aunque nunca se supiera de qué pie cojeaba.

– Hasta ahora.

– Ahora lo sabes.

– He oído que pillaron al tipo en Bridge Street, ¿no?

– Lo pillaron en la sala de las obligaciones del Estado. Nunca pudo llegar a la calle.

– Tengo entendido que fue en la calle.

– Sólo llegó a la sala de obligaciones -afirmó McKechnie-. Al que te haya hablado de Bridge Street dile que es un mentiroso y un sinvergüenza.

– Tengo entendido que logró salir.

– Fantasías.

– Un rosario de falsedades, ¿no?

– ¿Qué has sabido de su identidad?

– Nada -repuso Lyle.

– Me alegro, porque no hay nada que saber. Según lo que se sabe, es como si no hubiera existido hasta hoy mismo. Por cierto, ¿cuándo cono vas a venir a cenar con nosotros, con tu señora esposa y toda la pesca?

– Últimamente apenas salimos.

– MÍ mujer sigue haciéndose las pruebas.

– Es como si nos costara salir. No nos organizamos nada bien. Si yo soy un desastre, ella ni te cuento. Pero descuida; ya nos organizaremos cualquier día de estos.