– Está verde -dijo ella.

Lyle estaba sentado, leyendo, junto al televisor que ella miraba. Ella se encontraba de cara al aparato y de cara a él. El libro que leía era de ella, una historia de la danza. Ella lo miraba de reojo cada vez que él pasaba página.

– Pues llámalos.

– Tiene colores muy vistosos.

– Gracias. Visto lo que me ha costado…

– Son colores desgastados, abrasados.

– Tendremos que conectarlo -dijo él-. Hay que engancharlo a la antena del tejado.

– El tejado es un bosque de antenas.

– Ya se lo encargaré a un técnico.

– Está verdoso, está rosado, está anaranjado.

– La antena general, como quien dice «general antena».

Pammy se recostó. Se tumbó y flexionó las piernas, primero una y luego otra, como si hiciera ejercicios de calentamiento. Se puso las manos en la cabeza y movió las piernas más deprisa, pedaleando. Al cabo de un rato se puso en pie, se quitó los vaqueros e hizo ejercicios de estiramiento. Lyle tuvo una erección. Ella se sentó y vio el televisor. Casi había oscurecido. La camioneta de Mister Softee estaba en la calle.

– Jadear, jadear.

– No estás en forma.

– Estoy en una forma lamentable -dijo ella-. Si te lo dijera, no te podrías creer lo que hay dentro de ese cuerpo. Qué desastre de tiparraco reseco, envejecido, inútil. Está ahí abajo, ¿lo oyes? Pues te voy a hacer papilla, hijo puta. Me gustaría llamar a alguien. Atrepella a un perro, camioneta, a ver si el dueño te descerraja un tiro, y a pitar a la vía.

– Va, pues quéjate.

– O te muestras más amable o no te presto el libro, que es mío.

– Estoy diciendo que te quejes. Llama a los de Mantenimiento Broadway. Vendrán con una bombilla de recambio el martes que viene.

Ella concentró su atención en algo que había en la alfombra, y se inclinó a recoger pelusillas desprendidas del tejido.

– Mírame cuando me hablas. Aparta la nariz de esa adquisición, que es mía. Nos hace falta detergente especial para esta alfombra, y aún está por comprar la cera aquella de la que te ibas a encargar tú costara lo que costase.

– Es que a ti se te olvidaría. Saldrías a comprarla y volverías cargada de fruta.

– Tú a lo tuyo.

– Es lo único que compras.

– Pues la compras tú.

– Tú vuelves a casa cargada de fruta, comprada para colmo al mayor; lo anuncias a los cuatro vientos como si fuese el no va más y te pones a lavarla con tus canciones rituales de lavado, para dejarla después en el cajón de la nevera, abajo, para que se encoja y se pudra. Siempre igual.

– Se llama crisper, pelao.

– Es un cajón normal y corriente. El compartimento de la fruta, nada más.

– Es un crisper, soplapollas.

– Anda, mira la tele.

– Está verde, mira.

– Sintoniza mejor, tú.

– Está todo de un verde que da grima -dijo ella.

Siguieron de cháchara, hicieron ruidos varios un rato más, se levantaron, caminaron, se acostaron, comieron y bebieron algo, chocaron uno con el otro y gesticularon, he aquí el vulgar despropósito de sus veladas, un retiro alejado del estrés y del lenguaje. Pammy miró a Lyle reacomodarse cerca del televisor. En pantalla, un talk-show en el que la gente hablaba de impuestos. Algo había en la conversación que a ella le daba vergüenza. No atinaba a saber de qué se trataba exactamente. Nadie decía estupideces, nadie tenía un defecto de dicción. No había anuncios de las instituciones públicas en los que aparecieran atletas que enseñaran a jugar al baloncesto a unos niños retrasados mentales. No era que una mujer hablase dándole patadas a la gramática acerca de sus tres hijos, recién fallecidos en un incendio. (Se preguntó sí se había vuelto tan compleja como para poner la muerte por delante de la gramática.) No, aquellas personas hablaban de impuestos, pero daba vergüenza verlas, oírlas. ¿Qué estaba pasando en aquel pequeño plato iluminado por los focos, qué era lo que le causaba tal desazón, tal embarazo? Se tapó las orejas con ambas manos y miró a Lyle, que leía enfrascado el libro.

A la mañana siguiente, temprano, él estaba con Rosemary Moore en un local de vigas vistas, falsas, Oscar's Lounge, con un escudo de armas por encima de la barra, sentado en una mesa, en un rincón oscuro, observando con solemnidad al resto de los clientes. Un camarero iba y venía, entraba y salía por las puertas batientes que conducían a las cocinas, y hablaba con gran enojo cada vez que aparecía, cabreándose de nuevo antes de entrar otra vez. Escucharon durante un rato su discusión con el chef invisible.

– Éste es uno de esos sitios -dijo Lyle- donde el ketchup siempre sale del frasco sin que tengas que golpear la base. No me preguntes qué quiere decir, pero te aseguro que es cierto. Me gusta esta especie de igualdad sobrenatural que hay en este tipo de sitios. Es algo me-tafísico.

– Mi copa está bastante fuerte.

– Iré a por otra.

– No, no pasa nada.

– No es problema, ya voy a por otra.

– Que no, que da igual. Está bien así.

– Da igual, Lyle. Así está bien, Lyle -dijo él-. Hoy nos llamamos por nuestro nombre de pila, ¿vale?

Todo lo que él decía y hacía a ella le parecía bien. Bien estaba ir a tomar una copa mientras la cosa no se alargase. Caminar hasta allí estuvo bien. El local estaba bien; bien estaba que se hubieran sentado en la barra, o en aquella mesa del rincón. Volvió a producirse un silencio mientras miraban a los demás clientes. Todo el mundo parecía estar pasándolo mejor que ellos. Era difícil precisar si Rosemary se sentía incómoda o no. Había matices de pasividad que iban de lo cordial a lo sereno; ella parecía en el medio, inexpresiva, indiferente.

– ¿Y cuánto tiempo llevas en la empresa?

– Desde hace unas tres semanas.

– ¿Y qué hacías antes?

– Tenía un trabajo en el que me pasaba el día entero pegada al teléfono, hablando con compradores. Una locura. Luego fui azafata, cosa que al principio estuvo bien, más que nada porque conoces sitios distintos. Luego, una amiga me consiguió un empleo en una agencia naviera. No estaba del todo mal, pero pillé una mononucleosis. Pasé algún tiempo trabajando sólo a tiempo parcial. Luego me salió esto.

– Esperamos que te quedes mucho tiempo con nosotros.

– Eso habrá que verlo.

– ¿Tú fumas, Rosemary? Ves, yo te llamo por tu nombre. Es preciso que no lo olvidemos.

– Hay gente que no lo puede dejar nunca. Yo fumo unos cuantos días seguidos y luego lo dejo. Volverte adicta a las cosas es algo propio de tu personalidad. Yo no lo puedo dejar del todo.

– ¿Dónde vives?

– En Queens.

– Claro, claro.

– Tendrías que ver qué alquileres, qué diferencia.

– Mi poderío va a más con los años.

– Pero antes hay que llegar de una pieza.

– ¿Y cuándo eras azafata? Ya habías llegado, entera y verdadera. Vivías en un edificio altísimo con otras cuatrocientas chicas, todas con sus uniformes almidonados. Siempre pegadas al teléfono. Perdona, cielo, es que estoy de guardia. He de tomar el autobús rumbo a San Juan.

– Tengo la suerte de que mis amigos tienen coche -dijo ella-. Si no fuera por el tráfico…

– Yo no me fío de esos puertorriqueños que se comportan, allí, como si fueran gente civilizada. No me molesta la música cha-cha-cha, pero cuando les da por los plátanos machos, plátanos verdes, me pongo malo. Los federales tendrían que hacer algo para ponerle remedio. Eso de que las cáscaras de plátano te caigan encima desde los compartimentos del equipaje, por no hablar de las que se quedan en los asientos, dentro del forro arrugado… ¿Conoces esos forros arrugados?

El camarero los miró un instante y lo llamaron por señas. Les llevó otras dos copas. Lyle notó una extraña desolación que se apoderaba instantáneamente de él. Permanecieron un rato en silencio. Vio a un hombre sentado en la barra que se metía en la boca un cubito de hielo parcialmente derretido.

– Es la última -dijo Rosemary.

– Si te parece demasiado fuerte, le diré que te la cambie.

– No creo que lo esté.

– ¿Quieres fumar?

– Acabo de terminar uno, pero de acuerdo.

– ¿Cómo conseguiste este trabajo, el de ahora, si no te importa que lo pregunte?

– Por el hermano de una amiga.

– ¿Estaba ella en la empresa, o estaba él?

– Él se dedicaba al mercado de valores, aunque no con nuestra empresa.

– Puede que lo conozca.

– No sé -dijo ella.

– ¿Cómo se llama?

– George Sedbauer.

– Ya ves cómo me acabo de quedar -dijo él-. Es el tipo al que le pegaron un tíro.

– Lo sé.

– Su hermana estaba con un amigo tuyo, tú conociste a George a través de ella, él más o menos te recomendó, o le pasó tu nombre a alguien.

– No, él me dijo incluso a quién tenía que ir a ver. r -¿Lo conocías bien? Yo no lo conocía de nada, pero un amigo mío sí!o conocía, y hablamos de lo que pasó después de que pasara. Frank McKcchnie se llama. En esa misma barra del bar.

– Yo lo conocí en una especie de fiesta. Nos presentó su hermana, lanet. Él estuvo muy amable. Me hizo reír.

– ¿Hace cuánto de eso?

– ¿Dos años? No lo sé.

– Pues tuviste tiempo de sobra para tratarlo y conocerlo a fondo.

– Me gustaba su sentido del humor. Macabro -dijo ella-. George sabía ser macabro.

Fugazmente, envidió a Sedbauer sin importar que estuviera muerto. Siempre le causaban envidia los hombres capaces de hacer algo para impresionar a una mujer. No le gustaba oír a una mujer hablar favorablemente de otro hombre, ni siquiera cuando no conocía al otro, ni aunque fuera un tipo desfigurado, viviera en la cuenca del Amazonas o estuviera muerto. Ella apartó la cara para expulsar el humo. Salió el camarero de la cocina hablando por los codos.

– ¿Y qué tal si comiésemos algo, eh? Me gustaría oírte contar más cosas. Podemos ir a comer a un sitio decente, si quieres. Sólo pensé que este sitio nos quedaba a los dos a mano, además de que no era la hora del cóctel y de los enjambres de moscones.

– De veras que no me puedo quedar.

– ¿Otra copa, pues?

– Ésta está todavía llena.

– Me encantaría oírte contar más cosas.

– ¿Sobre qué?

– Sobre ti, claro. Me parece interesante que conocieras a Sedbauer. Yo estaba a pocos metros de él cuando murió. El tipo que le pegó el tiro era visitante de George aquel día. ¿Estabas al tanto?