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Luego subió por la escalerilla, en pos de Lisa.

Instantes después estaban fuera, al aire libre.

Jeannie se sentía débil de puro alivio: había conseguido sacar a Lisa del fuego. Pero ahora Lisa necesitaba ayuda. Jeannie le pasó el brazo por los hombros y la condujo hacia la fachada del edificio. Camiones de bomberos y coches patrulla de la policía aparcados por todas partes al otro lado de la calzada. La mayor parte de las mujeres habían encontrado algo con que cubrir su desnudez y con sus prendas íntimas de color rojo, Lisa destacaba entre aquel gentío.

– ¿Le sobra a alguien un par de pantalones o cualquier otra cosa? -mendigó Jeannie mientras avanzaban entre la gente.

Todos habían prestado ya las prendas que les sobraban. Jeannie hubiese cedido su sudadera a Lisa, pero no llevaba sujetador debajo.

Por último, un hombre alto y negro se quitó la camisa y se la dio a Lisa.

– Quisiera que me la devolvieses, es una Ralph Lauren -dijo-. Soy Mitchell Waterfield, del departamento de matemáticas.

– Me acordare -prometió Jeannie, agradecida.

Lisa se puso la camisa. Ella era bajita y le llegaba a las rodillas.

Jeannie se dio cuenta de que empezaba a tener la pesadilla bajo control. Condujo a Lisa hacia los vehículos de emergencia. Tres agentes permanecían recostados en un coche patrulla, mano sobre mano. Jeannie se dirigió al de más edad, un blanco bastante gordo, con bigote gris.

– Esta mujer se llama Lisa Hoxton. La han violado.

Esperaba que la noticia de que se había cometido un delito grave los electrizase, pero la reacción de los policías fue de una displicencia sorprendente. Tardaron unos cuantos segundos en digerir la noticia y Jeannie se disponía a manifestar su impaciencia, cuando el agente del bigote se apartó de encima del capó y dijo:

– ¿Dónde ocurrió eso?

– En el sótano del edificio incendiado, en el cuarto de máquinas de la piscina, situado en la parte de atrás.

Uno de los otros, un joven de color, observó:

– Esos bomberos deben de estar ahora cargándose todas las pruebas con sus mangueras, sargento.

– Tienes razón -repuso el hombre de edad-. Será mejor que te acerques allá abajo, Lenny, y pongas a buen recaudo la escena del crimen. -Lenny se alejó presuroso. El sargento se volvió hacia Lisa y le preguntó-: ¿Conoce al hombre que lo hizo, señora Hoxton?

Lisa denegó con la cabeza.

– Es un individuo blanco, alto, con una gorra de béisbol roja en cuya parte delantera lleva la palabra SEGURIDAD. Le vi en el vestuario de mujeres poco después de que se declarase el incendio y me parece que también le vi huir corriendo poco antes de encontrar a Lisa -explicó Jeannie.

El sargento introdujo la mano en el automóvil y sacó el micrófono de la radio.

– Si es lo bastante tonto como para seguir llevando esa gorra, lo cogeremos -dijo. Se dirigió al tercer policía-. McHenty, lleva a la víctima al hospital.

McHenty era un joven blanco con gafas. Se dirigió a Lisa: -¿Quiere ocupar el asiento delantero o prefiere ir detrás?

Lisa no respondió, pero su expresión no podía ser más aprensiva. Jeannie le ayudó.

– Siéntate delante. No querrás parecer una sospechosa.

Por su rostro cruzó un gesto de terror, y habló por fin: -¿No vas a venir conmigo?

– Lo haré, si quieres -respondió Jeannie tranquilizadoramente. Claro que también puedo acercarme a mi piso, coger algunas prendas de ropa para ti y reunirme contigo en el hospital.

Lisa miró a McHenty con cara de preocupación.

– Todo irá bien, Lisa -aseguró Jeannie.

McHenty mantuvo abierta la portezuela del coche para que subiera Lisa.

– ¿A qué hospital la lleva?

– Al Santa Teresa.

El agente se puso al volante.

– Me tendrás allí dentro de unos minutos -gritó Jeannie a través del cristal de la ventanilla, mientras el coche salía disparado.

Se dirigió a paso ligero al aparcamiento de la facultad; lamentaba ya no haber ido con Lisa. Cuando se separó de ella su semblante expresaba un miedo y una angustia profundos. Naturalmente, necesitaba ropas limpias, pero acaso su necesidad más urgente fuera tener a su lado una mujer que le cogiese la mano y le proporcionara confianza. Probablemente lo último que deseaba era quedarse a solas con un macho armado de pistola. Mientras subía a su coche, Jeannie tuvo la sensación de que acababa de jorobarlo todo.

– ¡Jesús, que día! -exclamo, al tiempo que abandonaba a toda marcha la zona de aparcamiento.

Vivía a escasa distancia del campus. Su apartamento estaba en el último piso de una casita adosada. Dedicó unos minutos a pensar en las prendas que le caerían bien a la pequeña, pero rellena figura de Lisa. Seleccionó un polo que a ella le venía grande y unos pantalones de chándal con cintura elástica. La ropa interior era más difícil. Encontró un par de holgados calzones, pero ninguno de sus sostenes le serviría. Lisa tendría que pasarse sin sujetador. Añadió unas zapatillas de deporte, lo metió todo en una bolsa de lona y salió del piso a todo correr.

Mientras conducía rumbo al hospital su talante empezó a cambiar.

Desde que se declaró el incendio se había concentrado en lo que se debía hacer: ahora empezó a sentirse indignada. Lisa era una muchacha feliz, locuaz y simpática, pero la conmoción y el horror de lo sucedido la habían transformado en una especie de cadáver viviente, en un ser al que le aterraba subir sola a un coche de la policía.

Al avanzar por una calle comercial, Jeannie empezó a buscar con la mirada, inconscientemente, al individuo de la gorra roja, en tanto imaginaba que, caso de verlo, subiría a la acera y lo atropellaría.

A decir verdad, sin embargo, no lo reconocería. Desde luego, se habría quitado el pañuelo de la cara y probablemente también la gorra. ¿Qué más llevaba? La desconcertó darse cuenta de que casi no lo recordaba. Alguna especie de camiseta de manga corta, pensó, con vaqueros azules o quizá pantalones cortos. De todas formas, se habría cambiado ya de ropa, lo mismo que había hecho ella. En realidad, podía ser cualquiera de los hombres blancos que circulaban por la calle: el repartidor de pizzas, con su chaqueta colorada; el caballero calvo que iba a la iglesia acompañado de su esposa, cada uno con su cantoral bajo el brazo; el apuesto hombre de la barba cargado con un estuche de guitarra; incluso el agente de policía que hablaba a un vagabundo en la puerta de la licorería. Nada podía hacer Jeannie con toda su rabia, de modo que se limitó a apretar el volante con tal fuerza que los nudillos se le tornaron blancos.

Santa Teresa era un gigantesco hospital del extrarradio cerca del límite norte de la ciudad. Jeannie dejó el coche en el aparcamiento y se encaminó al servicio de urgencias. Lisa ya estaba en una cama, con la bata del hospital puesta y la mirada perdida en el espacio. Un televisor, con el sonido apagado, retransmitía la ceremonia de entrega de los premios Emmy: centenares de famosos de Hollywood en elegantes trajes de gala bebían champán y se felicitaban unos a otros. McHenty estaba sentado a la cabecera de la cama con un cuaderno de notas sobre las rodillas.

Jeannie se descargó de la bolsa de lona.

– Aquí tienes tu ropa. ¿Cómo van las cosas?

Lisa continuó inexpresiva y silenciosa. Jeannie supuso que aún estaba conmocionada. Ella, Jeannie, trataba de prescindir de sus sentimientos, de mantener el dominio sobre sí misma. Pero en algún punto tendría que dar vía libre a su cólera. Tarde o temprano se produciría el estallido.

– Debo tomar nota de los detalles fundamentales del caso, señorita… -dijo el policía-. ¿Nos dispensa unos minutos?

– Oh, claro que sí -respondió Jeannie en tono de disculpa. Luego echó una mirada a Lisa y dudó. Unos minutos antes se había maldecido por dejar a Lisa sola con un hombre. Ahora estaba a punto de volver a hacerlo. Dijo-: Pero quizá Lisa prefiera que me quede.

Vio confirmada su intuición cuando Lisa efectuó una casi imperceptible inclinación de cabeza. Jeannie se sentó en la cama y cogió la mano de Lisa.

McHenty pareció irritado, pero se abstuvo de discutir.

– Le estaba preguntando a la señorita Hoxton que clase de resistencia opuso a la agresión -dijo-. ¿Gritó usted, Lisa?

– Una vez, cuando me arrojó contra el suelo -respondió la muchacha-. Luego, el empuñó el cuchillo.

La voz de McHenty era normal y tenía la vista sobre el cuaderno de notas mientras hablaba.

– ¿Forcejeó con él?

Lisa dijo que no con la cabeza.

– Tuve miedo de que me hiriese con el cuchillo.

– Así que en realidad no opuso la menor resistencia después del primer grito.

Lisa volvió a denegar con la cabeza y empezó a llorar. Jeannie le apretó la mano. Deseó preguntarle a McHenty: «¿qué infiernos se supone que debía hacer?». Pero guardó silencio. Aquel día ya se mostró un tanto grosera con el chico que se parecía a Brad Pitt, pronunció una observación maliciosa acerca del tetamen de Lisa y se dirigió con muy malos modos al guardia de seguridad del gimnasio. Sabía que no era aconsejable ganarse la malquerencia de los representantes de la autoridad y estaba decidida a no convertir en enemigo suyo a aquel agente de policía, que lo único que estaba haciendo era intentar cumplir con su deber.

– Poco antes de que la penetrase -continuó McHenty-, ¿empleó la fuerza para obligarla a separar las piernas?

Jeannie dio un respingo. ¿Es que no tenían agentes femeninas para formular aquella clase de preguntas?

– Me tocó el muslo con la punta del cuchillo -articuló Lisa.

– ¿La cortó?

– No.

– Así que usted abrió las piernas voluntariamente.

Intervino Jeannie:

– Si un sospechoso encañona con su arma a un agente, por regla general ustedes le abaten a tiro limpio, ¿no? ¿Diría usted que lo hicieron voluntariamente?

McHenty la obsequió con una mirada furiosa.

– Por favor, déjeme esto a mí. -Volvió la cabeza hacia Lisa-.

¿Está usted herida?

– Estoy sangrando, sí.

– ¿Consecuencia del coito forzado?

– Sí.

– Exactamente, ¿dónde tiene la herida?

Jeannie no pudo contenerse más.

– ¿Por qué no deja que eso lo establezca el médico?

McHenty la contempló como si fuera imbécil.

– Tengo que redactar el informe preliminar.

– Digamos entonces que padece heridas internas como resultado de la violación.

– Soy yo quien dirige este interrogatorio.

– Y soy yo quien le dice que se largue, señor -replicó Jeannie, mientras se esforzaba en dominar la imperiosa necesidad de chillarle-. Mi amiga está profundamente atribulada, tiene un tremendo susto encima y no creo que le haga falta describir sus heridas internas, para que usted las anote, cuando de un momento a otro la va a examinar un médico.