Изменить стиль страницы

El gimnasio se encontraba contiguo al edificio de Psicología Ruth W. Acorn, bautizado así en honor de la esposa de un benefactor, pero al que todo el personal llamaba la Loquería. ¿Era posible que Lisa se hubiese refugiado allí? Quizás estuviesen cerradas las puertas los domingos, pero también era probable que Lisa tuviera llave. Cabía la posibilidad de que se hubiese apresurado a entrar allí en busca de una bata de laboratorio con la que cubrirse o simplemente para sentarse a su mesa en tanto se recuperaba. Jeannie decidió ir a comprobarlo. Cualquier cosa era mejor que seguir allí de pie, cruzada de brazos.

Atravesó en cuatro zancadas el césped, hacia la entrada principal de la Loquería y echó un vistazo a través de los cristales de la puerta. No había nadie en el vestíbulo. Se sacó del bolsillo la tarjeta de plástico que hacía las veces de llave y la introdujo en la ranura del lector de tarjetas. Se abrió la puerta. Corrió hacia la escalera, al tiempo que llamaba:

– ¡Lisa! ¿Estás ahí?

El laboratorio se encontraba desierto. La silla de Lisa cuidadosamente colocada debajo del escritorio y la pantalla del ordenador apagada. Jeannie fue a echar una mirada en los servicios de mujeres, en el fondo del pasillo. Nada.

– ¡Maldita sea! -exclamó, frenética-. ¿Dónde diablos te has metido?

Jadeante, se apresuró a salir de nuevo de Psicología. Decidió rodear el edificio del gimnasio, por si acaso Lisa se encontrara sentada en el suelo, en algún punto, recobrando el aliento. Dobló la esquina y cruzó un patio lleno de enormes cubos de basura. En la parte posterior había un pequeño aparcamiento. Divisó una figura que corría por el camino, alejándose. Era alguien demasiado alto para tratarse de Lisa y, además, Jeannie casi tuvo la seguridad de que era un hombre. Se le ocurrió que tal vez fuese el guardia de seguridad que echaban de menos, pero la figura torció por la esquina de la Unión de Estudiantes y se perdió de vista antes de que Jeannie tuviese la certeza de ello.

Continuó rodeando el edificio del gimnasio. En el otro extremo había una pista de atletismo, desierta en aquel momento. Siguió completando el círculo y llegó a la entrada frontal.

La multitud era más numerosa que antes y había más coches de bomberos, camiones bomba y vehículos patrulla de la policía. Pero no veía a Lisa. Estaba prácticamente segura de que aún se encontraba en el edificio incendiado. Una especie de hado fatal serpenteó por el ánimo de Jeannie, que se resistió a aceptarlo. «¡No puedes permitir que esto suceda!»

Localizó al jefe de bomberos con el que había hablado antes. Lo cogió por un brazo.

– Tengo la casi absoluta certeza de que Lisa Hoxton está ahí dentro -manifestó, apremiante-. Por aquí fuera he mirado en todas partes y no la encuentro.

El hombre le dirigió una dura mirada y, finalmente, decidió que era de fiar. Sin responderle, se acercó a los labios el transmisor-receptor.

– Buscad a una joven blanca que se cree esta dentro del edificio, llamada Lisa, repito, Lisa.

– Gracias -dijo Jeannie.

Tras una seca inclinación de cabeza, el bombero se alejó de la muchacha.

Jeannie se alegró de que le hubiera hecho caso, pero aún no se sentía tranquila. Lisa podía verse atrapada allí dentro, encerrada en un lavabo o rodeada por las llamas, sin que nadie oyera sus gritos desesperados; o acaso se hubiera caído, se hubiera dado un golpe en la cabeza que la dejara inconsciente o hubiera perdido el sentido a causa del humo y yaciera en el suelo mientras el fuego crepitaba, acercándosele poco a poco, segundo a segundo.

Jeannie recordó que el hombre de mantenimiento había dicho que existía otra entrada al sótano. No la había visto cuando dio la vuelta al edificio del gimnasio por primera vez. Decidió examinar otra vez el terreno. Volvió a la parte posterior del edificio.

La encontró enseguida. Aquella entrada se abría en el suelo, cerca del muro del gimnasio y un Chrysler New Yorker de color gris medio la ocultaba. La tapa de la trampilla estaba fuera de su sitio, apoyada en la pared del edificio. Jeannie se arrodilló junto a la abertura rectangular y bajó la vista hacia el interior.

Una escalerilla descendía hacia una habitación sucia, iluminada por unos tubos fluorescentes. Jeannie distinguió diversa maquinaria y muchas tuberías. Flotaban en el aire tenues jirones de humo, nada de nubes densas; el cuarto debía de estar aislado del resto del sótano. A pesar de ello, no faltaba cierto olor a humo, lo que le recordó cómo había tosido y cómo se medio asfixió mientras tanteaba a ciegas en busca de la escalera. Notó que ese recuerdo le aceleraba el ritmo del corazón.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó a voces.

Le pareció oír un leve ruido, pero no podía estar segura. Aumentó el volumen de su voz.

– ¡Hola!

No hubo respuesta.

Titubeó. Lo razonable sería volver a la parte delantera del gimnasio y avisar a uno de los bomberos, pero eso podría llevar demasiado tiempo, en especial si al hombre del servicio contra incendios le daba por interrogarla. La alternativa era descender por la escalerilla y echar un vistazo.

La idea de entrar de nuevo en el edificio hizo que le temblaran las piernas. Aún tenía el pecho resentido a causa de los violentos espasmos de la tos que provocó el humo. Pero quizá Lisa estuviera allí abajo, imposibilitada para moverse, atrapada bajo alguna madera que le hubiese caído encima, o simplemente desvanecida. Tenía que hacer un reconocimiento de aquel cuarto.

Hizo acopio de valor y puso un pie en la escala. Notó que se le doblaban las rodillas y en un tris estuvo de caerse. Vaciló. Al cabo de un momento se sintió más fuerte y bajó otro peldaño. Un poco de humo se le aferró entonces a la garganta y Jeannie subió de nuevo hasta la calle.

Cuando dejó de toser volvió a intentarlo.

Bajó un escalón, luego otro. Se dijo que, si el humo la hacía toser de nuevo, saldría otra vez a la calle. El tercer escalón ya le resultó más fácil, y a partir de ahí descendió con más rapidez y acabó plantándose de un salto en el suelo de hormigón.

Se encontró en una sala bastante grande sembrada de bombas y filtros, presumiblemente de la piscina. El olor a humo era fuerte, pero podía respirar con cierta normalidad.

Vio a Lisa instantáneamente, y eso le provocó un grito sofocado.

Estaba caída de costado, encogida sobre sí misma, en posición fetal, desnuda. En el muslo se apreciaba una mancha con todos los visos de ser de sangre. No se movía.

Durante unos segundos Jeannie se quedó rígida de miedo.

Hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí.

– ¡Lisa! -gritó. Percibió el tono agudo que ponía la histeria en su voz y respiró hondo para mantener la calma. «¡Por favor, Dios mío, que no le haya pasado nada grave!» Atravesó el cuarto entre la maraña de tubos y se arrodilló junto a su amiga-. ¿Lisa?

Lisa abrió los ojos.

– Gracias a Dios -murmuró Jeannie-. Pensé que habías muerto.

Despacio, Lisa se sentó. No se atrevía a mirar a Jeannie. Tenía los labios magullados.

– Me… me violó -dijo.

El alivio que había experimentado Jeannie al ver viva a Lisa se transformó en un angustioso sentimiento de horror que le oprimía el corazón.

– ¡Dios mío! ¿Aquí?

Lisa asintió con la cabeza.

– Me dijo que la salida era por aquí.

Jeannie cerró los párpados. Comprendía el dolor y la humillación de Lisa, la pesadumbre producida por verse atropellada, violada, mancillada. Las lágrimas afluyeron a sus ojos, pero las obligó a retroceder. Durante un momento se sintió demasiado débil y asqueada para pronunciar palabra. Luego trató de recobrarse.

– ¿Quién fue?

– Un tipo de seguridad.

– ¿Con la cara cubierta por un pañuelo con pintas?

– Se lo quitó. -Lisa apartó la mirada-. No paraba de sonreír.

Encajaba. La chica de los pantalones caqui había dicho que un guardia de seguridad le había metido mano. El guardia de seguridad del vestíbulo declaró que en el edificio no había más personal de seguridad que él.

– No era ningún guardia de seguridad -dijo Jeannie.

Le había visto alejarse a paso ligero pocos minutos antes. Una oleada de rabia se abatió sobre ella ante el pensamiento de que aquel individuo hubiera cometido aquella atrocidad allí mismo, en el campus, en el edificio del gimnasio, donde todo el mundo se consideraba lo suficientemente seguro como para quitarse la ropa y ducharse. Le temblaron las manos y deseó con toda el alma coger a aquel individuo y estrangularle.

Oyó ruidos bastante fuertes: hombres que gritaban, pasos resonantes y el siseo de los chorros de agua. Los bomberos abrían sus mangueras a pleno caudal.

– Escucha, aquí corremos peligro -dijo en tono acuciante-. Hemos de salir del edificio.

La voz de Lisa sonó apagada y monótona.

– No tengo ropa.

«¡Podríamos morir aquí!»

– No te preocupes por la ropa, ahí fuera todo el mundo anda medio desnudo.

Jeannie exploró el cuarto rápidamente con la vista y vio las bragas y el sujetador de encaje rojo de Lisa; formaban un confuso y sucio montón debajo de un tanque. Se apresuró a recoger las prendas.

– Ponte tu ropa interior. Esta sucia, pero es mejor que nada.

Lisa continuó sentada en el suelo, con la mirada perdida.

Jeannie combatió el sentimiento de pánico que la amenazaba.

¿Qué podía hacer si Lisa se negaba a moverse? Probablemente tendría fuerzas para levantarla, pero ¿podría trasladarla hasta la escalerilla? Alzó la voz:

– ¡Vamos, levántate!

Agarró a Lisa por las manos, tiró de ella y la obligó a ponerse en pie.

Por fin, Lisa la miró a los ojos.

– Fue horrible, Jeannie -dijo.

Jeannie le echó los brazos al cuello y la apretó con fuerza contra sí.

– Lo siento, Lisa. No sabes cuánto lo siento.

El humo empezaba a hacerse más denso, a pesar de la gruesa puerta. En el ánimo de Jeannie, el temor sustituyó a la compasión.

– Hemos de salir de aquí… el edificio está ardiendo. ¡Por el amor de Dios, ponte eso!

Lisa acabó por decidirse a entrar en acción. Se puso las bragas y se abrochó el sostén. Jeannie la tomó de la mano y la condujo hasta la escalerilla de la pared, luego le indicó que subiera primero.

Cuando Jeannie se disponía a seguirla, la puerta se vino abajo y un bombero irrumpió en el cuarto entre una nube de humo. El agua se arremolinaba alrededor de sus botas. Pareció llevarse un susto al ver a las dos mujeres.

– Estamos bien, vamos a salir por aquí -le gritó Jeannie.