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En una ocasión ya había visto el interior de una comisaría, pero aquello había sido muy distinto. Entonces sólo contaba dieciséis años. Se había presentado a la policía acompañado de uno de sus profesores. Se confesó autor del crimen inmediatamente después de cometido y refirió a las autoridades sinceramente todo lo que había pasado. Los agentes pudieron ver sus heridas: era evidente que la pelea no había sido unilateral. Acudieron sus padres y se lo llevaron a casa.

Fue el momento más vergonzoso de su vida. Cuando su madre y su padre entraron en aquella sala, Steve deseo estar muerto. Papá parecía mortificado, como si estuviese sufriendo una gran humillación; la expresión de mamá era de profundo sufrimiento; ambos se mostraban desconcertados y heridos. En aquel instante, lo que él no pudo hacer fue estallar en lágrimas, y aún sentía en la garganta un nudo que le asfixiaba cada vez que aquella escena acudía a su memoria.

Pero esta vez era distinto. Esta vez era inocente.

Entro la mujer detective con una carpeta de cartulina. Se había quitado la chaqueta, pero aún llevaba el arma al cinto. Era una atractiva mujer negra que andaría por los cuarenta años, tirando a robusta y con aire de aquí mando yo.

Steve la miró aliviado.

– Gracias a Dios -dijo Steve.

– ¿Por qué?

– Porque al fin sucede algo. Malditas las ganas que tengo de pasarme aquí toda la noche.

– ¿Quieres sentarte, por favor?

Steve se sentó.

– Soy la sargento Michelle Delaware. -Sacó de la carpeta una hoja de papel y la puso encima de la mesa-. ¿Tu nombre y dirección completos?

Steve se los dio y la detective los anotó en el formulario.

– ¿Edad?

– Veintidós años.

– ¿Estudios?

– Soy titulado superior.

La mujer lo escribió en el impreso y se lo pasó a Steve a través de la mesa. Su encabezamiento decía:

DEPARTAMENTO DE POLICÍA

BALTIMORE (MARYLAND)

EXPOSICIÓN DE DERECHOS

FORMULARIO 69

Le rogamos lea las cinco frases del formulario y, a continuación, ponga sus iniciales en los espacios habilitados al lado de cada frase.

La sargento le pasó una pluma.

Steve leyó el impreso y puso las primeras iniciales.

– Tienes que leerlo en voz alta -aleccionó la mujer.

Steve meditó unos segundos.

– ¿Para que te convenzas de que se leer? -preguntó.

– No. Para que más adelante no simules ser analfabeto y alegues que no se te informó de tus derechos.

Aquella era la clase de cosa que no le enseñaban a uno en la escuela de leyes.

– Por la presente -leyó Steve en voz alta- se le notifica que: Primero: tiene derecho a guardar silencio. -Steve escribió SÍ en el espacio que quedaba al final de la línea y luego siguió leyendo las frases y poniendo sus iniciales al final de cada una de ellas-.

Segundo: lo que diga o escriba puede utilizarse en su contra ante un tribunal de justicia. Tercero: tiene derecho a hablar con un abogado en cualquier momento, antes de cualquier interrogatorio, antes de responder a cualquier pregunta o en el curso de cualquier interrogatorio. Cuarto: si desea contar con los servicios de un abogado y no puede permitirse contratarlo, no se le formulará ninguna pregunta y se solicitará al tribunal el nombramiento de un abogado de oficio para que le represente. Quinto: si accede a responder a las preguntas, puede dejar de hacerlo en cualquier momento y pedir un abogado, y no se le formulará ninguna pregunta más.

– Ahora firme aquí, por favor. -La sargento Delaware indicó el impreso-. Aquí y aquí.

El primer espacio destinado a la firma estaba debajo de la frase:

HE LEÍDO LA EXPOSICIÓN DE MIS DERECHOS,

QUE HE ENTENDIDO POR COMPLETO

Firma

Steve firmó.

– Y ahí debajo -dijo la detective.

Estoy dispuesto a responder voluntariamente a las preguntas y no deseo tener abogado en este momento. Mi decisión de responder a las preguntas sin que un abogado esté presente la tomo libre y voluntariamente .

Firma

Steve firmó y dijo:

– ¿Cómo rayos consiguen que los culpables firmen esto?

Mish Delaware no contestó. Puso su nombre y estampó su firma en el impreso.

Guardó el formulario en la carpeta y miró a Steve.

– Estás en un buen aprieto, Steve -dijo-. Pero pareces un chico normal. ¿Por qué no me cuentas lo que sucedió?

– No puedo -repuso Steve-. No estaba allí. Supongo que me parezco al sinvergüenza que lo hizo.

La detective se echo hacia atrás en el asiento, cruzó las piernas y le sonrió amistosamente.

– Conozco a los hombres -confesó en tono íntimo-. Tienen sus arrebatos.

Si no fuese un enterado, pensó Steve, leería su lenguaje corporal y pensaría que se me iba a echar encima.

– Te explicaré lo que creo -continuo ella-. Eres un hombre atractivo, la chica se quedo encandilada.

– En la vida he visto a esa mujer, sargento.

Mish Delaware no se dio por enterada. Se inclinó por encima de la mesa y cubrió con su mano la de Steve.

– Creo incluso que te provocó.

Steve miro la mano de la detective. Tenía buenas uñas, arregladas, no demasiado largas, pintadas con un esmalte de uñas transparente. Pero había arrugas en sus manos: la mujer rebasaba los cuarenta, quizá llegase a los cuarenta y cinco.

La detective habló en tono de conspiración, como si estuviera diciéndole: «Esto va a quedar entre tú y yo».

– Te pidió guerra, así que se la diste. ¿Me equivoco?

– ¿Qué infiernos le ha hecho pensar tal cosa? -replicó Steve en tono irritado.

– Se como son las chicas. Te puso a cien y luego, en el último momento, cambio de idea. Pero era demasiado tarde. Un hombre no puede frenar en seco, así como así, un hombre de verdad, no.

– Eh, un momento, ya lo capto -dijo Steve-. El sospechoso se muestra de acuerdo contigo, imagina que está haciendo lo mejor, lo más beneficioso para él; pero en realidad lo que está es reconociendo que hubo coito, y entonces la mitad de tu trabajo ya está cumplido.

La sargento Delaware se recostó en la silla, con cara de fastidio, y Steve comprendió que su suposición había sido acertada.

La mujer se levantó.

– Está bien, espabilado, acompáñame.

– ¿Adónde vamos?

– A las celdas.

– Un momento. ¿Cuándo se va a celebrar la rueda de reconocimiento?

– En cuanto demos con la víctima y la traigamos a la comisaría.

– No podéis retenerme aquí indefinidamente sin ponerme a disposición judicial.

– Podemos retenerte veinticuatro horas sin procedimiento judicial alguno, así que punto en boca y en marcha.

Le llevó abajo en un ascensor y luego cruzaron una puerta y entraron en un vestíbulo pintado de color naranja oscuro. Un aviso en la pared recordaba a los agentes la obligación de mantener esposados a los sospechosos mientras procedían a registrarlos. El carcelero, un policía negro de unos cincuenta y tantos años, permanecía de pie tras un alto mostrador.

– ¡Eh, Spike! -saludó la sargento Delaware-. Te traigo un listillo universitario para ti solo.

El guardia sonrió.

– Si es tan listo, ¿cómo es que está aquí?

Rieron a coro. Steve tomo nota mental de abstenerse en el futuro de intentar enmendar la plana a los polis. Era un defecto suyo: también se había ganado la enemistad de los profesores tratando de dárselas de listo. A nadie le cae bien un sabelotodo.

El agente llamado Spike era un tipo menudo, enjuto y fuerte, de pelo gris y bigotito. Adoptaba un aire desenfadado, pero la expresión de sus ojos era fría. Abrió una puerta de acero.

– ¿Vas a pasar a las celdas, Mish? -preguntó-. Si es así, debo pedirte que nos dejes examinar tu arma.

– No voy a entrar, de momento he acabado con él -repuso la sargento-. Más tarde tendrá una rueda de reconocimiento.

Dio media vuelta y se fue.

– Por aquí, muchacho -indicó a Steve el carcelero.

Steve cruzó la puerta.

Estaba en el bloque de celdas. El piso y las paredes tenían el mismo color sucio. Steve calculaba que el ascensor se detuvo en la segunda planta, pero no había ventanas, y tuvo la impresión de encontrarse en una cueva subterránea profunda y que le costaría una eternidad ascender de nuevo a la superficie.

En una pequeña antesala había un escritorio y una cámara fotográfica en un soporte. Spike cogió un impreso de un casillero. Steve lo leyó al revés y vio que su encabezamiento rezaba:

DEPARTAMENTO DE POLICÍA

BALTIMORE (MARYLAND)

INFORME DE ACTIVIDAD DE PRISIONERO

FORMULARIO 92/l2

El hombre quitó el capuchón a un bolígrafo y empezó a rellenar el impreso.

Cuando hubo terminado, señaló un punto en el suelo y dijo:

– Ponte ahí.

Steve se colocó frente a la cámara. Spike pulso un botón produjo un destello.

– Vuélvete y colócate de perfil.

Otro destello del flash.

Acto seguido, Spike tomó una tarjeta cuadriculada impresa en tinta rosa y con el membrete:

OFICINA FEDERAL DE INVESTIGACIÓN,

DEPARTAMENTO DE JUSTICIA DE ESTADOS UNIDOS

WASHINGTON, D.C. 20537

Spike entintó los dedos de Steve en un tampón y los oprimió sobre las cuadriculas de la tarjeta marcadas: 1. PULGAR DERECHO , 2. ÍNDICE DERECHO , y así sucesivamente. Steve observó que, aunque era bajito, Spike tenía unas manazas enormes, de venas prominentes. Al tiempo que cumplía su tarea, Spike dijo en tono de conversación normal:

– Tenemos un nuevo Servicio Central de Ficheros sobre la cárcel municipal, en la avenida Greenmount, y allí disponen de una computadora que toma las huellas dactilares sin tinta. Es como una fotocopiadora gigante: no tienes más que apretar la mano contra el cristal. Pero aquí seguimos haciéndolo a la antigua usanza.

Steve se dio cuenta de que empezaba a sentirse avergonzado, a pesar de que no había cometido ningún delito. Se debía en parte a aquel entorno siniestro, pero sobre todo a la sensación de impotencia. Desde que los agentes saltaron fuera del coche patrulla, delante de la casa de Jeannie, había ido de un lado para otro como un trozo de carne, sin ningún control sobre su propia persona. Eso rebajaba velozmente la autoestima de un hombre hasta ponerla a la altura del barro.