Parecía que Steven Logan se estaba encaprichando de ella. Aunque Jeannie no correspondiese a tal sentimiento, no dejaba de complacerla. Era halagador haberse ganado el corazón de un jovencito macizo y guaperas.
Durante todo el trayecto hasta el domicilio de Jeannie, Steve se mantuvo pegado a su cola. Ella detuvo el coche delante de la casa y el aparcó inmediatamente detrás.
Como en muchas calles de Baltimore, había una hilera de pórticos, un porche comunal que se prolongaba a lo largo de todas las casas, donde los vecinos se sentaban a tomar el fresco en los días anteriores al aire acondicionado. Jeannie cruzó el pórtico, se detuvo ante la puerta y empezó a buscar las llaves.
Dos agentes salieron del coche patrulla como si los expulsara un estallido; empuñaban sus armas de reglamento. Adoptaron posiciones de disparo, extendidos rígidamente los brazos, con los revólveres apuntando a Jeannie y Steve.
A la mujer le dio un vuelco el corazón.
– ¡Joder!… -exclamó Steve.
– ¡Policía! -chilló a voz en cuello uno de los hombres-. ¡Quietos!
Jeannie y Steve levantaron los brazos.
Pero los policías no se relajaron.
– ¡Al suelo, hijo de puta! -chilló uno de ellos-. ¡Boca abajo, las manos a la espalda!
Jeannie y Steve se tendieron de cara al suelo.
El agente se les acercó con las mismas precauciones que si ambos fueran dos bombas de relojería.
– ¿No cree que sería mejor que nos explicase a que viene todo esto? -sugirió Jeannie.
– Usted puede levantarse, señora -permitió uno de los agentes.
– Por Dios, gracias. -Jeannie se puso en pie. Le latía el corazón aceleradamente, pero todo indicaba que los polis habían cometido un error estúpido.
– Ahora que ya me han dejado medio muerta del susto, ¿pueden decirme que infiernos está pasando?
Siguieron sin dar explicaciones. Mantuvieron las armas apuntadas sobre Steve. Uno de ellos se arrodilló junto al muchacho y, con rápido y experto movimiento, le puso las esposas.
– Quedas arrestado, soplapollas -dijo el policía.
– Soy mujer de mentalidad abierta -aseguró Jeannie-, pero ¿considera imprescindible emplear ese lenguaje soez? -Nadie le hizo maldito caso. Lo intentó de nuevo-: De todas formas, ¿qué se supone que ha hecho este chico?
Un Dodge Colt azul claro frenó chirriante detrás del coche patrulla de la policía. Dos personas se apearon de é. Una era Mish Delaware, la detective de la Unidad de Delitos Sexuales. Llevaba la misma falda y la misma blusa que vistiera por la mañana, pero se había puesto encima una chaqueta de algodón que sólo en parte ocultaba el arma enfundada en la cadera.
– Habéis perdido el culo para venir -comentó uno de los agentes.
– Estábamos en el barrio -replico Mish Delaware. Miró a Steve, tendido en el suelo, y ordenó-: Levántalo.
El agente agarró a Steve por un brazo y le ayudó a ponerse en pie.
– Es él, desde luego -dijo Mish-. Este es el pájaro que violó a Lisa Hoxton.
– ¿Steve? -articuló Jeannie en tono incrédulo. «Jesús, he estado a punto de llevarlo a mi piso.»
– ¿Violado? -pregunto Steve.
– El agente localizó su coche cuando salía del campus -informó Mish.
Jeannie se fijó bien por primera vez en el automóvil de Steve.
Era un Datsun castaño, de unos quince años de antigüedad. Lisa había creído ver al violador al volante de un viejo Datsun blanco.
Su sobresalto y alarma iniciales empezaban a ceder ante la recapacitación racional. La policía le consideraba sospechoso: eso no le convertía en culpable. ¿Cuál era la prueba?
– Si vais a detener a todo hombre que veáis conduciendo un Datsun herrumbroso…
Mish tendió a Jeannie una hoja de papel. Era una octavilla con el retrato en blanco y negro de un hombre, una imagen generada por ordenador. Jeannie la contempló. El retrato guardaba cierto parecido con el rostro de Steve.
– Puede que sea él y puede que no lo sea -manifestó Jeannie.
– ¿Qué estás haciendo en su compañía?
– Es un sujeto de mis investigaciones. Le sometimos a determinadas pruebas en el laboratorio. ¡No puedo creer que sea el violador!
Sus pruebas demostraban que Steven tenía la personalidad heredada de un delincuente en potencia…, pero también demostraban que no había desarrollado las inclinaciones de un verdadero criminal.
– ¿Puedes dar cuenta de tus movimientos entre las siete y las ocho de la tarde de ayer? -se dirigió Mish a Steven.
– Bueno, estuve en la UJF -respondió Steven.
– ¿Qué hiciste?
– No gran cosa. Tenía pensado salir con mi primo Ricky, pero el canceló el encuentro. Me vine aquí para orientarme acerca del lugar donde tenía que presentarme esta mañana. No tenía otra cosa que hacer.
Hasta a Jeannie le pareció bastante pobre aquella explicación. Pensó, abatida, que tal vez fuese Steve el violador. Pero, sí lo era, toda la teoría de la doctora Jeannie Ferrami se vendría abajo.
– ¿Cómo mataste el tiempo? -pregunto Mish.
– Miré el tenis un rato. Después me fui a un bar de Charles Village y pasé allí un par de horas. Me perdí el gran incendio.
– ¿Puede alguien confirmar lo que dices?
– Bueno, intercambié unas palabras con la doctora Ferrami, aunque en aquel momento no sabía que era ella.
Mish se encaró con Jeannie. Ésta vio hostilidad en los ojos de la detective y recordó el conato de enfrentamiento de aquella mañana, cuando Mish trataba de convencer a Lisa para que colaborase.
– Fue después de mi partido de tenis -dijo Jeannie-, minutos antes de que el fuego se declarase.
– De modo que no puedes precisarnos donde estaba en el momento en que se produjo la violación -determinó Mish.
– No, pero yo puedo añadir algo más -terció Jeannie-. Me he pasado todo el día sometiendo a este hombre a test psicológicos, y su perfil psicológico no es el de un violador.
La expresión de Mish denotó menosprecio.
– Eso no es ninguna evidencia.
– Ni esto tampoco -subrayó Jeannie que aún tenía la octavilla en la mano.
Hizo una pelota con el papel y la dejó caer en la acera.
Mish hizo una señal con la cabeza a los agentes.
– Adelante.
– Aguardad un momento -dijo Steve con voz clara y tranquila.
Los agentes vacilaron.
– Jeannie, estos tipos me tienen sin cuidado, pero quiero decirte que yo no lo hice y que nunca haría una cosa de esa clase.
Jeannie le creyó. Se preguntó por qué. ¿Sólo porque necesitaba que fuese inocente en beneficio de su teoría? No: contaba con las pruebas psicológicas demostrativas de que el muchacho no presentaba ninguna de las características asociadas con los delincuentes. Pero había algo más: su intuición. Se sentía a salvo con él. Steve no ofreció ningún indicio peligroso. Escuchó cuando ella hablaba, en ningún momento trato de amilanarla, no la tocó inapropiadamente, no manifestó enojo ni hostilidad. Le gustaban las mujeres y las respetaba. No era un violador.
– ¿Quieres que avise a alguien? -se brindó-. ¿A tus padres?
– No -declinó él en tono resuelto-. Se preocuparían. Y todo esto habrá acabado en cuestión de horas. Se lo contaré entonces.
– ¿No te estarán esperando esta noche?
– Les advertí que era posible que volviera a quedarme con Ricky.
– En fin, si tan seguro estás… -articuló Jeannie, dubitativa.
– Segurísimo.
– Venga ya -dijo Mish con impaciencia.
– ¿A qué viene tanta prisa? -saltó Jeannie-. ¿Te queda alguna otra persona inocente por arrestar?
Mish la fulminó con la mirada.
– ¿Y tú tienes alguna cosa más que decirme?
– ¿Qué viene ahora?
– Habrá una rueda de reconocimiento. Dejaremos que sea Lisa Hoxton quien decida si éste es el hombre que la forzó. -Con irónica deferencia, Mish añadió-: ¿Le parece a usted bien, doctora Ferrami?
– Por mí, de acuerdo -repuso Jeannie.
9
Condujeron a Steve al cuartelillo en el Dodge Colt azul claro. La mujer iba al volante y el otro policía, un corpulento y bigotudo hombre blanco, ocupaba el asiento contiguo, encogido en la estrechez del pequeño vehículo. Nadie despegó los labios.
Steve hervía de rabia resentida. ¿Por qué infiernos tenía que ir en aquel incómodo coche, con las muñecas esposadas, cuando debía estar sentado en el piso de Jeannie Ferrami con una bebida fría en la mano? Lo mejor que podían hacer era acabar aquel desdichado asunto cuanto antes, ni más ni menos.
La comisaría de policía era un edificio de granito gris, en el barrio chino de Baltimore, entre bares de top less y sex shops . Ascendieron por una rampa y aparcaron en un garaje interior. Estaba repleto de coches patrulla y compactos utilitarios como el Dodge Colt.
Subieron a Steve en un ascensor y lo llevaron a una habitación de paredes amarillas y carente de ventanas. Le quitaron las esposas y lo dejaron allí solo. Dio por supuesto que habían cerrado con llave la puerta: no lo comprobó.
Había una mesa y dos sillas de plástico duro. Encima de la mesa, un cenicero con dos colillas de cigarrillo con filtro, una de ellas manchada de carmín. La puerta tenía una hoja de cristal opaco: Steve no podía ver el exterior, pero supuso que los polis si podían ver el interior del cuarto.
Al mirar el cenicero le entraron ganas de fumar. Así haría algo en aquella celda amarilla. Pero tuvo que conformarse con pasearse de un extremo a otro de la habitación.
Se dijo que no era posible que se encontrase en apuros. Se las había arreglado para echar un vistazo al retrato de la octavilla, y aunque la imagen era más o menos como él, no era él. Sin duda se parecía al violador, pero cuando estuviese alineado en la rueda de reconocimiento con otros jóvenes, la víctima no le señalaría a él. Después de todo, aquella pobre mujer habría mirado largo y tendido al hijo de mala madre que lo hizo; el rostro del violador estaría grabado a fuego en la memoria de la víctima. No se equivocaría.
Pero los polis no tenían derecho a hacerle esperar encerrado allí. De acuerdo con que debían eliminarle como sospechoso, pero no podían tenerlo allí toda la noche. El era un ciudadano que respetaba la ley.
Se esforzó en ver el lado positivo. Estaba contemplando un primer plano del sistema judicial estadounidense. Sería su propio abogado: sería un buen ejercicio práctico. Cuando actuase en el futuro, representando a un cliente acusado de algún delito, conocería de primera mano lo que iba a pasar el reo durante el período de custodia en manos de la policía.