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Había convencido a Jeannie Ferrami para que fuese allí. El artículo que la doctora escribió sobre criminalidad había abierto nuevos caminos al concentrarse en los componentes de la personalidad delincuente. Era una cuestión de vital importancia para el proyecto de la Genético. Berrington deseaba que la doctora continuase su tarea bajo su tutela. El había inducido a la Jones Falls para que emplease a la joven y había realizado las gestiones oportunas para que la investigación se financiase mediante una beca de la Genético.

Con la ayuda de Berrington, Jeannie Ferrami podía hacer grandes cosas y la circunstancia de que la joven procediera de una clase social baja haría que sus logros resultasen aún más impresionantes. Las primeras cuatro semanas de Jeannie en la Jones Falls confirmaron el parecer inicial de Berrington. Aterrizó, se lanzó a la carrera y el proyecto dio con ella un tremendo salto hacia delante. Resultaba simpática a la mayor parte del personal… aunque también podía ser corrosiva: una técnica de laboratorio, que se recogía el pelo en cola de caballo y que creyó que podía salir del paso con una chapuza cumplida de cualquier manera, tuvo que aguantar un rapapolvo de los que hacen sangre cuando, en su segundo día de trabajo, Jeannie la cogió por banda y le puso los puntos sobre las íes.

El propio Berrington se sentía completamente anonadado. La muchacha era tan sensacional física como intelectualmente. Berrington se sentía entre la espada constituida por la necesidad de animarla y guiarla paternalmente y la pared representada por el impulso apremiante de seducirla.

¡Y ahora esto!

Cuando recobró el aliento, descolgó el teléfono y llamó a Preston Barck. Preston era su mejor viejo amigo: se conocieron en el Instituto Tecnológico de Massachussetts, durante el decenio de los sesenta, cuando Berrington hacía su doctorado en psicología y Preston era un sobresaliente joven embriólogo. A ambos los consideraban unos tipos raros, en aquella época de estilos de vida llamativos y excéntricos, ya que llevaban el pelo corto y vestían trajes clásicos de lana. No tardaron en descubrir que eran espíritus afines en toda clase de cosas: el jazz moderno no pasaba de ser un engañabobos, la marihuana el primer paso en el camino que conducía a la heroína, el único político honesto en Estados Unidos era Barry Goldwater. Su amistad resultó mucho más firme y robusta que sus matrimonios. Berrington ya había dejado de preocuparse de si Preston le caía bien o no: Preston simplemente estaba allí, como el Canadá.

En aquel momento, Preston estaría en la sede de la Genético, un conjunto de primorosos edificios, no muy altos, que dominaban un campo de golf del condado de Baltimore, al norte de la ciudad.

La secretaria dijo que Preston estaba reunido, pero Berrington insistió en que le pasara con él, a pesar de todo.

– Buenos días, Berry… ¿qué ocurre?

– ¿Con quién estás?

– Con Lee Ho, uno de los jefes de contabilidad de la Landsmann. Estamos repasando ya los últimos detalles de la declaración de auditoría de la Genético.

– Mándalo a hacer puñetas.

La voz se desvaneció al apartarse Preston de la cara el auricular telefónico.

– Lo siento, Lee, esto va a ser un poco largo. Luego te aviso y seguimos. -Hubo una pausa y, por último, habló de nuevo por el micrófono. Su voz sonó malhumorada-. Ese hombre es la mano derecha de Michael Madigan y acabo de ponerle de patitas en el pasillo.

Madigan es el director ejecutivo de la Landsmann, por si se te ha olvidado. Si sigues aún tan entusiasmado acerca de esta operación como estabas anoche, será mejor que no…

Berrington perdió la paciencia y le interrumpió.

– Steve Logan esta aquí.

Un momento de aturdido silencio.

– ¿En Jones Falls?

– Aquí mismo, en el edificio de psicología.

Preston olvidó automáticamente a Lee Ho.

– ¡Dios mío! ¿Cómo es eso?

– Es uno de los sujetos, lo están sometiendo a diversas pruebas en el laboratorio.

La voz de Preston se elevó una octava.

– ¿Cómo diablos ha ocurrido una cosa así?

– No tengo ni idea. Me tropecé con él hace cinco minutos. Ya puedes imaginarte mi sorpresa.

– ¿Lo reconociste?

– Claro que lo reconocí.

– ¡Por qué le están haciendo esas pruebas?

– Forman parte de nuestra investigación sobre gemelos.

– ¿Gemelos? -chilló Preston-. ¿Gemelos? ¿Y quién es el otro condenado gemelo?

– Aún no lo sé. Verás, tarde o temprano tenía que suceder algo como esto.

– ¡Pero precisamente ahora! Vamos a tener que despedirnos de la operación con la Landsmann.

– ¡Rayos, no! No voy a permitir que aproveches esto como excusa para empezar a tambalearte ante la venta, Preston. -Berrington empezó a arrepentirse de haber hecho aquella llamada. Pero necesitaba compartir el susto con alguien. Y a Preston, tan astuto él, bien podía ocurrírsele alguna estrategia-. Lo único que tenemos que hacer es dar con algún modo de controlar la situación.

– ¿Quién llevó a Steve Logan a la universidad?

– El nuevo profesor asociado, Ferrami.

– ¿El tipo que escribió aquel formidable artículo sobre criminalidad?

– Sí, salvo que no es un tipo, sino una mujer. Una mujer muy atractiva, dicho sea de paso…

– Por mí como si fuera la mismísima maldita Sharon Stone, me da lo mismo…

– Doy por supuesto que ha sido ella quien ha reclutado a Steve para el estudio. Estaba con él cuando fui a verla. De todas formas, lo comprobaré.

– Esa es la clave, Berry. -Preston había empezado a tranquilizarse y se concentraba en la solución, no en el problema-. Averigua quien lo ha reclutado. A partir de ahí calcularemos la cantidad de peligro que pueda acecharnos.

– La convocaré aquí ahora mismo.

– Llámame en cuanto sepas algo, ¿de acuerdo?

– Desde luego.

Berrington colgó.

Sin embargo, no llamó a Jeannie enseguida. Continuó sentado, reflexionando.

Encima del escritorio había una foto en blanco y negro del padre de Berrington, rutilante con su gorra y su blanco uniforme naval de subteniente. Berrington contaba seis años cuando hundieron el Wasp. Como todos los niños de Estados Unidos, había odiado a los japoneses y con la imaginación los había matado a docenas. Y su papá era un héroe invencible, alto y gallardo, valiente, hercúleo y victorioso. Aún podía sentir la furia abrumadora que se apoderó de él al enterarse de que los japoneses habían matado a su papá. Rezó a Dios pidiéndole que prolongase la guerra el tiempo suficiente para que el creciera, ingresara en la Armada y matase a un millón de japoneses y así vengar a su padre.

No llegó a matar uno solo. Pero nunca contrató a ningún empleado nipón, nunca admitió ningún estudiante japonés en la escuela y nunca ofreció a ningún japonés plaza de psicólogo.

Un sinfín de hombres, ante un problema, se preguntan que habría hecho su padre para afrontarlo. Los amigos se lo habían confesado: fue un privilegio que él nunca tendría. Había sido demasiado joven para conocer a su padre. Ignoraba de manera absoluta qué hubiera hecho el subteniente Jones en una crisis. En realidad, el nunca había tenido padre, sólo un superhéroe.

Interrogaría a Jeannie Ferrami acerca de sus métodos de reclutamiento. Luego, decidió, la invitaría a cenar.

Llamó a Jeannie por el teléfono interior. La doctora descolgó inmediatamente. Berrington bajó la voz y habló en el tono que Vivvie, su ex esposa, solía calificar de aterciopelado.

– Jeannie, aquí Berry -dijo.

La doctora Ferrami fue al grano, cosa característica de ella.

– ¡Qué demonios pasa? -preguntó.

– ¿Puedo hablar contigo un minuto, por favor?

– Faltaría más.

– ¿Te importaría venir a mi despacho?

– Ahora mismo me tienes allí.

Jeannie colgó.

Mientras llegaba la muchacha, Berrington entretuvo la espera preguntándose a cuántas mujeres se había llevado a la cama. Sería demasiado largo recordarlas una por una, pero tal vez pudiera hacer científicamente un cálculo aproximado. Desde luego, fueron más de una y también más de diez. ¿Más de cien? Eso vendría a ser algo así como dos coma cinco por año desde que cumplió los diecinueve: ciertamente se había cepillado a algunas más. ¿Un millar? ¿Veinticinco al año, una nueva cada quince días durante cuarenta años? No, no había llegado a tanto. Durante los diez años que duró su matrimonio con Vivvie Ellington no debió de tener más de quince o veinte relaciones adúlteras en total. Pero después se sacó la espina. O sea, que los ligues copulativos estarían entonces entre los cien y los mil. Pero no iba a llevarse a Jeannie al picadero. Iba a averiguar cómo diablos había entrado la muchacha en contacto con Steve Logan.

Jeannie llamó a la puerta y entró. Llevaba una bata blanca sobre la falda y la blusa. A Berrington le gustaba que las jóvenes se pusieran aquellas batas como si fuesen vestidos, sin nada debajo salvo la ropa interior. Le parecía sexualmente provocativo.

– Has sido muy amable al venir -dijo. Le acercó una silla y luego trasladó su propio sillón alrededor de la mesa para sentarse frente a Jeannie sin que los separara la barrera del escritorio.

Lo primero que pensaba hacer era darle a Jeannie una explicación más o menos convincente sobre su comportamiento cuando le presentó a Steve Logan. No sería fácil engañar a la muchacha. Lamentó no haber pensado más en la excusa, en vez de dedicarse a calcular el número de sus conquistas.

Tomó asiento y dedicó a Jeannie la sonrisa más encantadora de su repertorio.

– Debo presentarte disculpas por mi extraño comportamiento -dijo-. Estaba descargando unos archivos que me transferían desde la Universidad de Sydney, Australia. -Señaló con un gesto el ordenador-. Y en el preciso instante en que ibas a presentarme a ese joven me acordé repentinamente de que acababa de dejar en marcha la computadora y que se me había olvidado desconectar la línea telefónica. Me sentí como un idiota, ni más ni menos, pero me porté como un grosero.

La explicación estaba prendida con alfileres, pero la muchacha pareció darla por buena.

– Es un alivio -manifestó con toda sinceridad-. Creí que te había ofendido en algo.

Hasta entonces, todo iba bien.

– Precisamente iba a verte para hablar de tu trabajo -continuó Berrington con toda naturalidad-. Desde luego, has hecho un despegue magnífico. Apenas llevas aquí un mes y ya tienes en marcha el proyecto. Enhorabuena.

Jeannie asintió.

– Durante el verano, antes de empezar oficialmente -explicó-, conversé largo y tendido con Herb y Frank. -Herb Dickinson era el jefe del departamento y Frank Demidenko un profesor titular-. Establecimos previamente, por anticipado, todos los aspectos prácticos.