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LUNES

5

– ¿Conociste alguna vez a un hombre con el que quisieras casarte? -preguntó Lisa.

Tomaban café instantáneo sentadas a la mesa en el apartamento de Lisa. En el piso, a su alrededor, todo era bonito, a tono con Lisa: grabados de flores, adornos de porcelana y un osito de felpa con corbata de lazo de lunares.

Lisa iba a tomarse el día libre, pero Jeannie iba vestida para trabajar, con falda marinera y blusa blanca de algodón. Era un día importante y la tensión la tenía sobre ascuas. Llegaba al laboratorio, para someterse a una jornada de pruebas, el primero de los sujetos seleccionados. ¿Iba a confirmar su teoría o iba a fallarle en toda regla? Al final de la jornada ¿iba a verse ensalzada o tendría que revisar y evaluar de nuevo sus ideas?

Sin embargo, no deseaba ponerse en camino hacia el trabajo hasta el último momento. Lisa todavía tenía el ánimo demasiado frágil. Jeannie imaginaba que lo mejor que podía hacer era permanecer sentada con ella y charlar de hombres y de sexo como siempre hacían, ayudándola así a volver a la senda de la normalidad.

Le hubiera gustado poder quedarse allí toda la mañana, pero le era del todo imposible. Lamentaba de veras que Lisa no estuviese con ella en el laboratorio, echándole una mano, pero eso no podía ser.

– Sí, conocí a uno -contestó Jeannie a la pregunta-. Hubo un chico con el que desee casarme. Se llamaba Will Temple. Era antropólogo. Todavía lo es.

Jeannie aun podía verle mentalmente: un tiarrón corpulento, de barba rubia, con vaqueros azules y jersey de pescador, que circulaba por los pasillos de la universidad con una bicicleta que tenía un cambio de marchas de diez velocidades.

– Ya lo has citado otras veces -dijo Lisa-. ¿Cómo era?

– Formidable. -Jeannie suspiró-. Me hacía reír, cuidaba de mí cuando caía enferma, se planchaba sus propias camisas y tenía la capacidad sexual de un caballo.

Lisa no sonrió.

– ¿Qué fue mal?

Jeannie estaba en plan audaz, pero aún le dolía aquel recuerdo.

– Me dejó por Georgina Tinkerton Ross. -A guisa de explicación, añadió-: De los Tinkerton Ross de Pittsburgh.

– ¿Qué clase de chica era?

Lo último que Jeannie deseaba era rememorar a Georgina. Sin embargo se trataba de sacar del cerebro de Lisa la violación, de modo que se obligó a dar vida verbal a sus reminiscencias.

– Era perfecta -dijo, y no le hizo mucha gracia el amargo sarcasmo que percibió en su propia voz-. Rubia como el trigo, figura de reloj de arena, gusto impecable en jerseys de cachemir y en zapatos de piel de cocodrilo. Ni pizca de cerebro, pero podrida de dinero.

– ¿Cuándo ocurrió todo eso?

– Will y yo vivimos juntos un año mientras yo hacía el doctorado. -En su recuerdo, aquella había sido la época más feliz de su vida-. Will se trasladó cuando yo estaba escribiendo sobre si la criminalidad está latente en los genes. -«Magníficamente calculado Will. Quisiera poder odiarte más aún»

– Berrington me ofreció entonces un empleo en la Jones Falls y me lancé de cabeza.

– Los hombres son unos canallas.

– Will no es ningún canalla. Es un chico estupendo. Se enamoró de otra, eso es todo. Creo que se equivocó en su elección. No fue como si él y yo estuviésemos casados o algo así. No rompió ninguna promesa. Ni siquiera me fue nunca infiel, salvo un par de veces antes, me dijo. -Jeannie comprendió que estaba repitiendo las propias palabras de autojustificación de Will-. No sé, tal vez era un canalla después de todo.

– Quizá deberíamos volver a la época victoriana, cuando un hombre que besaba a una mujer se consideraba prometido. Al menos, las chicas conocían el terreno que pisaban.

En aquellos momentos, la perspectiva de Lisa respecto a las relaciones con el sexo opuesto estaba un tanto distorsionada, pero Jeannie no lo dijo. Le preguntó, en cambio:

– ¿Qué me dices de ti? ¿Encontraste alguna vez un hombre con el que te hubiera gustado casarte?

– Nunca. Ni uno.

– Tú y yo tenemos mucha categoría. No te preocupes, cuando el señor adecuado aparezca será un hombre maravilloso.

Sonó el interfono de la entrada y ambas se sobresaltaron. Lisa dio un respingo y tropezó con la mesa. Un jarro de porcelana fue a estrellarse contra el suelo y se hizo añicos.

– ¡Maldita sea! -exclamó Lisa.

Aún tenía los nervios de punta.

– Recogeré los trozos -se brindó Jeannie en tono tranquilizador-. Ve a ver quién está en la puerta.

Lisa cogió el telefonillo. Una arruga de preocupación surcó su rostro mientras examinaba la imagen del monitor.

– Está bien, supongo -articuló dubitativa, y apretó el botón que abría la puerta del edificio.

– ¿Quién es?-preguntó Jeannie.

– Una detective de la Unidad de Delitos Sexuales.

Jeannie ya se había temido que enviaran a alguien con la intención de inducir a Lisa a colaborar en la investigación. Estaba firmemente decidida a que no sucediera así. Sólo le faltaba a Lisa que la acosaran con preguntas indiscretas.

– ¿Por qué no le has dicho que se fuera a tomar viento?

– Tal vez porque es negra.

– ¿Te estás quedando conmigo?

Lisa denegó con la cabeza.

Muy listos, pensó Jeannie mientras recogía en el hueco de la mano los trozos de porcelana. Los polis sabían que Lisa y ella eran hostiles. De haber enviado un detective blanco y varón no hubiera pasado del umbral de la puerta. De modo que encargaron la operación a una mujer de color, sabedores de que las muchachas blancas de clase media le flanquearían el paso y se mostrarían corteses con ella. Bueno, si intentaba pasarse de la raya con Lisa, la echarían de allí sin contemplaciones, lo mismo que si fuera un hombre blanco, pensó Jeannie.

La detective resultó ser una mujer rechoncha, de alrededor de cuarenta años, elegantemente vestida con blusa color crema y multicolor pañuelo de seda. Llevaba una cartera de mano.

– Soy la sargento Michelle Delaware -se presentó-. Los compañeros me llaman Mish.

Jeannie se preguntó que llevaría en la cartera. Normalmente, los detectives llevan armas, no documentos.

– Soy la doctora Jean Ferrami -dijo Jeannie. Siempre sacaba a relucir su título al presentarse a alguien con quien suponía iba a tener trifulca-. Ella es Lisa Hoxton.

– Señora Hoxton -dijo la detective-, quiero manifestarle en primer lugar que lamento mucho lo que le sucedió ayer. A mi unidad llega un caso de violación diario, por término medio, y cada uno de ellos representa una tragedia terrible y un trauma lacerante para la víctima. Sé que se siente usted muy herida y lo comprendo.

Uff, pensó Jeannie, esto es distinto a lo de ayer.

– Trato de superarlo -respondió Lisa, desafiante, aunque la delataron las lágrimas que afluyeron a sus ojos.

– ¿Puedo sentarme?

– Faltaría más.

La detective tomó asiento ante la mesa de la cocina.

– Su actitud no se parece en nada a la del agente -comento Jeannie, mirándola atentamente.

Mish asintió con la cabeza.

– Lamento profundamente la actitud de McHenty y el modo en que las trató. Al igual que todos los agentes recibió la formación oportuna acerca del modo de atender a las víctimas de una violación, pero parece haber olvidado todo lo que le enseñaron. Me siento mortificada en nombre de todo el departamento de policía.

– Fue como si me violaran otra vez -se quejó Lisa lastimeramente.

– No creo que eso vuelva a repetirse -dijo Mish, y un deje de cólera se le deslizó en la voz-. Así es como muchos casos de violación van a parar al archivo con la nota de «Infundado». No es porque las mujeres mientan al presentar la denuncia. Es porque el sistema las trata tan brutalmente que deciden retirarla.

– No me cuesta ningún trabajo creerlo -afirmó Jeannie.

Se recomendó ir con cuidado: Mish podía hablar como una monjita, pero no dejaba de ser un miembro de la policía.

Mish sacó una tarjeta de la cartera.

– Aquí tiene el número de un centro voluntario de asistencia a víctimas de violación y malos tratos infantiles -informó-. Tarde o temprano, toda víctima necesita consejo.

Lisa miró la tarjeta, pero respondió:

– En este momento, lo único que deseo es olvidarlo.

Mish asintió con la cabeza. -Hágame caso, guarde la tarjeta en un cajón. Sus sentimientos pasarán por ciertos ciclos y es muy probable que llegue la hora en que esté preparada para buscar ayuda.

– Muy bien.

Jeannie decidió que Mish se había ganado un poco de cortesía.

– ¿Le apetece un poco de café? -ofreció.

– Me encantaría tomar una taza.

– Lo prepararé.

Jeannie se levantó y llenó la cafetera eléctrica.

– ¿Trabajan juntas? -preguntó Mish.

– Si -respondió Jeannie-. Estudiamos gemelos.

– ¿Gemelos?

– Estimamos sus similitudes y diferencias, e intentamos determinar cuánto es producto de la herencia y cuánto se debe al modo en que los educaron.

– ¿Cuál es su función en esa tarea, Lisa?

– Mi trabajo consiste en localizar gemelos para que los científicos los estudien.

– ¿Cómo desarrolla esa búsqueda?

– Empiezo a partir de los certificados de nacimiento, que constituyen información de dominio público en casi todos los estados. Aproximadamente un uno por ciento del total de nacimientos es de gemelos, de forma que encuentro una pareja de ellos cada cien partidas de nacimiento que reviso. El certificado da la fecha y lugar de nacimiento. Sacamos una copia y luego seguimos la pista a los gemelos.

– ¿Cómo?

– Tenemos en un CD-ROM todas las guías telefónicas de Estados Unidos. También podemos consultar los registros de permisos de conducir y las referencias de las agencias de créditos.

– ¿Encuentran siempre a los gemelos?

– ¡No, por Dios! Nuestro índice de éxito depende de su edad. Localizamos el noventa por ciento, aproximadamente, de los de diez años, pero sólo el cincuenta por ciento de los que cumplieron los ochenta. Las personas de edad son las que con más probabilidad se han mudado de domicilio varias veces, han cambiado de nombre o han fallecido.

Mish miró a Jeannie.

– Y luego usted los estudia.

– Mi especialidad -dijo Jeannie- son los gemelos univitelinos que se criaron separados. Son mucho más difíciles de encontrar.

Depositó la cafetera encima de la mesa y sirvió a Mish un café. Si la detective tenía intención de presionar a Lisa, se lo estaba tomando con calma.

Tras sorber un poco de café, Mish preguntó a Lisa: