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Pero no fue el final del libro porque cinco días más tarde vi 5 coches rojos seguidos, lo que lo convirtió en un Día Súper Bueno y supe que iba a pasar algo especial. En el colegio no pasó nada especial o sea que tenía que pasar algo especial después del colegio. Y cuando llegué a casa me fui hasta la tienda de la esquina a comprarme unos regalices y una Milky Bar con mi dinero de la semana.

Cuando me había comprado los regalices y la Milky Bar me di la vuelta y vi a la señora Alexander, la anciana del número 39, que también estaba en la tienda. No llevaba vaqueros. Llevaba un vestido como una anciana normal. Y olía a comida casera.

– ¿Qué te pasó el otro día? -me dijo.

– ¿Qué día? -pregunté.

Y ella dijo:

– Cuando volví a salir te habías ido. Tuve que comerme yo todas las galletas.

– Me marché -dije.

– Ya lo vi -dijo.

– Pensé que podía llamar usted a la policía -dije.

Y ella preguntó:

– ¿Por qué iba a hacer eso?

Y yo dije:

– Porque yo estaba metiendo las narices en los asuntos de los demás y Padre me dijo que no debía investigar quién mató a Wellington. Y un policía me dio una amonestación y si vuelvo a meterme en líos será muchísimo peor a causa de la amonestación.

Entonces la señora india del otro lado del mostrador le dijo a la señora Alexander:

– ¿En qué puedo servirla?

Y la señora Alexander dijo que quería medio litro de leche y un paquete de pastelillos de Jaffa y yo salí de la tienda.

Fuera de la tienda vi que el teckel de la señora Alexander estaba sentado en la acera. Llevaba un abriguito hecho de tartán, que es una tela escocesa y a cuadros. Le habían atado la correa a la tubería junto a la entrada. A mí me gustan los perros, así que me agaché y le dije hola al perro de la señora Alexander y él me lamió la mano. Su lengua era áspera y húmeda. Le gustó el olor de mis pantalones y empezó a olisquearlos.

Entonces la señora Alexander salió y dijo:

– Se llama Ivor.

Yo no dije nada.

Y la señora Alexander dijo:

– Eres muy tímido, ¿verdad, Christopher?

Y yo dije:

– No me está permitido hablar con usted.

– No te preocupes -dijo ella-. No voy a decírselo a la policía y no voy a decírselo a tu padre, porque no tiene nada de malo charlar un poco. Charlar un poco es sólo ser simpático, ¿no?

– Yo no sé charlar -dije.

Entonces ella dijo:

– ¿Te gustan los ordenadores?

Y yo dije:

– Sí. Me gustan los ordenadores. En casa tengo un ordenador en mi habitación.

Y ella dijo:

– Ya lo sé. A veces te veo sentado ante el ordenador en tu dormitorio cuando miro desde la acera de enfrente.

Entonces desató la correa de Ivor de la tubería.

Yo no iba a decir nada porque no quería meterme en líos.

Entonces pensé que aquél era un Día Súper Bueno y que aún no había pasado nada especial, así que era posible que hablar con la señora Alexander fuera eso especial que iba a pasar. Y pensé que podía decirme algo sobre Wellington o la señora Shears sin que yo se lo preguntara, o sea que eso no sería romper mi promesa. Le dije:

– Me gustan las matemáticas y cuidar de Toby. Y también me gusta el espacio exterior y estar solo.

Y ella dijo:

– Apuesto a que eres muy bueno con las matemáticas, ¿verdad?

– Sí, lo soy -dije-. El mes que viene voy a examinarme del bachiller superior. Y voy a sacar un sobresaliente.

Y la señora Alexander dijo:

– ¿De veras? ¿El bachiller en Matemáticas?

– Sí -contesté-. Yo no digo mentiras.

Y ella dijo:

– Perdona. No pretendía sugerir que estuvieses mintiendo. Sólo me preguntaba si te habría oído correctamente. Soy un poco sorda.

– Ya me acuerdo. Me lo dijo -y entonces dije-: Yo soy la primera persona en mi colegio que se presenta a un examen de bachillerato, porque es una escuela especial.

– Bueno -dijo ella-, pues estoy muy impresionada. Y espero que saques un sobresaliente.

Y yo dije:

– Lo sacaré.

Entonces ella dijo:

– Y la otra cosa que sé sobre ti es que tu color favorito no es el amarillo.

– No -dije yo-. Y tampoco es el marrón. Mi color favorito es el rojo. Y el color metálico.

Entonces Ivor se hizo caca y la señora Alexander la recogió con la mano metida dentro de una bolsita de plástico y luego volvió del revés la bolsita de plástico y le hizo un nudo de forma que la caca quedó encerrada y ella no tocó la caca con las manos.

Entonces yo hice unos razonamientos. Padre tan sólo me había hecho prometerle cinco cosas que eran

1. No mencionar el nombre del señor Shears en nuestra casa.

2. No ir a preguntarle a la señora Shears quién había matado a ese maldito perro.

3. No ir a preguntarle a nadie quién había matado al maldito perro.

4. No entrar sin autorización en los jardines de los demás.

5. Dejar ese ridículo jueguecito del detective.

Y preguntar acerca del señor Shears no era ninguna de esas cosas. Y si uno es detective tiene que Correr Riesgos y ése era un Día Súper Bueno lo que significaba que era un buen día para Correr Riesgos, así que dije:

– ¿Conoce usted al señor Shears? -lo cual era más o menos charlar.

Y la señora Alexander dijo:

– No, en realidad no. Quiero decir que lo conocía lo suficiente como para saludarlo y charlar un poco en la calle, pero no sabía gran cosa sobre él. Creo que trabajaba en un banco. El National Westminster. En el centro.

Y yo dije:

– Padre dice que es un hombre malo. ¿Sabe por qué dice eso? ¿Es un hombre malo el señor Shears?

Y la señora Alexander dijo:

– ¿Por qué me haces preguntas sobre el señor Shears, Christopher?

No dije nada porque no quería investigar el asesinato de Wellington, que era la razón por la que preguntaba sobre el señor Shears.

Pero la señora Alexander dijo:

– ¿Es por Wellington?

Y asentí con la cabeza, porque eso no contaba como hacer de detective.

La señora Alexander no dijo nada. Se dirigió a la pequeña papelera roja junto a la entrada del parque y metió en ella la caca de Ivor, aquello era meter una cosa marrón dentro de una cosa roja, lo que hizo que me diera vueltas la cabeza, así que no miré. Entonces volvió de nuevo hacia mí.

Inspiró profundamente y dijo:

– Tal vez sería mejor no hablar de esas cosas, Christopher.

– ¿Por qué no? -dije.

Y ella dijo:

– Porque… -Entonces se detuvo y decidió empezar una frase distinta-. Porque a lo mejor tu padre tiene razón y no deberías andar por ahí haciendo preguntas sobre eso.

Y yo pregunté:

– ¿Por qué?

Y ella dijo:

– Porque está claro que va a dolerle que lo hagas.

– ¿Por qué va a dolerle que lo haga? -dije yo.

Entonces la señora volvió a inspirar profundamente y dijo:

– Porque… porque yo creo que tú ya sabes por qué a tu padre no le gusta mucho el señor Shears.

Entonces pregunté:

– ¿Mató el señor Shears a Madre?

Y la señora Alexander dijo:

– ¿Que si la mató?

Y yo dije:

– Sí. ¿Mató él a Madre?

Y la señora Alexander dijo:

– No. No. Por supuesto que él no mató a tu madre.

– Pero ¿le causó él tanto estrés que se murió de un ataque al corazón? -pregunté.

Y la señora Alexander dijo:

– Te aseguro que no sé de qué me hablas, Christopher.

Y yo dije:

– ¿O le hizo daño y ella tuvo que ir al hospital?

– ¿Tuvo que ir al hospital? -preguntó la señora Alexander.

Y yo dije:

– Sí. Y no fue muy grave al principio, pero tuvo un ataque al corazón cuando estaba en el hospital.

Y la señora Alexander dijo:

– Dios mío.

– Y se murió -dije yo.

Y la señora Alexander dijo otra vez:

– Dios mío -y entonces dijo-: Oh, Christopher, lo siento, lo siento muchísimo. No lo sabía.

Entonces le pregunté:

– ¿Por qué ha dicho «Creo que tú ya sabes por qué a tu padre no le gusta mucho el señor Shears»?

La señora Alexander se llevó una mano a la boca y dijo:

– Oh, pobrecillo. -Pero no contestó a mi pregunta.

Así que volví a preguntarle lo mismo, porque en una novela policíaca cuando alguien no quiere contestar a una pregunta es porque trata de guardar un secreto o trata de impedir que alguien se meta en líos, lo que significa que las respuestas a esas preguntas son las respuestas más importantes de todas, y por eso un detective tiene que presionar a esa persona.

Pero la señora Alexander siguió sin contestar. En lugar de eso me hizo una pregunta. Me dijo:

– ¿Entonces no lo sabes?

Y yo dije:

– ¿Qué es lo que no sé?

Ella respondió:

– Mira, Christopher, probablemente no debería decirte esto -entonces dijo-: Quizá podríamos dar un paseo juntos por el parque. Éste no es lugar para hablar de estas cosas.

Yo estaba nervioso. No conocía a la señora Alexander. Sabía que era una anciana y que le gustaban los perros. Pero era una extraña. Y yo nunca voy solo al parque porque es peligroso y la gente se inyecta drogas detrás de los lavabos públicos de la esquina. Quería irme a casa y subir a mi habitación y darle de comer a Toby y practicar un poco de matemáticas.

Pero también me sentía intrigado. Porque pensaba que a lo mejor me contaba un secreto. Y el secreto podía ser sobre quién había matado a Wellington. O sobre el señor Shears. Y si hacía eso a lo mejor conseguía más pruebas contra él, o conseguía Excluirlo de Mis Investigaciones.

Así que, como era un Día Súper Bueno , decidí entrar en el parque con la señora Alexander incluso aunque me diera miedo.

Cuando estábamos dentro del parque, la señora Alexander dejó de andar y dijo:

– Voy a decirte algo y tienes que prometerme que no le dirás a tu padre que te lo he contado.

– ¿Por qué? -dije.

Y ella dijo:

– No debería haberte dicho lo que te he dicho. Y si no me explico seguirás preguntándote qué quería decir. Y es posible que se lo preguntes a tu padre. Y yo no quiero que lo hagas porque no quiero que le des un disgusto. Así que voy a explicarte por qué he dicho lo que he dicho. Pero antes de que lo haga tienes que prometerme que no le dirás a nadie que te lo he dicho.