– Todos creíamos que los poemas de Christy eran tan buenos… Pero me pregunto qué nos parecerían ahora. Me gustaría tener unos cuantos aquí delante, me encantaría ver lo que pensábamos. -Luego rió y dijo-: Todavía conservo unos cuantos poemas de Peter B. Pero eso fue mucho después, en el último año de secundaria. Debían de gustarme, porque si no no entiendo por qué iba a «comprarlos». Son ridículamente tontos. Se tomaba tan en serio a sí mismo. Pero Christy era buena, me acuerdo muy bien. Es curioso, dejó de escribir poesía cuando empezó a pintar. Y no era ni la mitad de buena con los pinceles.

Pero vuelvo a Tommy. Lo que Ruth dijo aquella noche en el dormitorio, que era el propio Tommy el que parecía estar pidiendo lo que siempre se le venía encima, probablemente resumía lo que la mayoría de los alumnos de Hailsham pensaba del asunto. Fue al decirlo Ruth cuando me vino a la cabeza, allí acostada en la oscuridad, que la idea de que Tommy no ponía deliberadamente nada de su parte era la que venía circulando en Hailsham desde que estábamos en primaria. Y caí en la cuenta, con una especie de estremecimiento, de que Tommy llevaba padeciendo aquello no sólo semanas sino años.

Tommy y yo hablamos de todo esto no hace demasiado tiempo, y su relato de cómo habían empezado sus problemas me confirmó que lo que estuve pensando aquella noche era correcto. Según él, todo había empezado una tarde en una de las clases de Arte de la señorita Geraldine. Hasta ese día -me contó Tommy- siempre había disfrutado pintando. Pero aquel día, en la clase de la señorita Geraldine, Tommy había pintado la acuarela de un elefante en medio de unas hierbas altas, y esa pintura concreta fue la que lo desencadenó todo. Lo había hecho, afirmaba, como una especie de broma. Le hice muchas preguntas al respecto, y sospecho que lo cierto es que fue algo parecido a muchas de las cosas que hacemos a esa edad: no sabes muy bien por qué, pero las haces. Las haces porque piensas que pueden hacer reír, o por ver si se arma un buen revuelo. Y cuando luego te piden que lo expliques, nada parece tener ni pies ni cabeza. Todos hemos hecho cosas de ésas. Tommy no me lo explicó así, pero estoy segura de que eso fue lo que pasó.

El caso es que pintó aquel elefante, una figura muy parecida a la que podría haber hecho alguien con tres años menos. No le llevó más de veinte minutos, y levantó una carcajada en la clase, es cierto, aunque no del tipo que él habría esperado. Pero la cosa no habría pasado de ahí -y en esto reside lo irónico del asunto- si la señorita Geraldine no hubiera dado la clase aquel día.

La señorita Geraldine era la custodia preferida de todos los de nuestra edad. Era amable, de voz suave, y siempre te consolaba cuando lo necesitabas, aun cuando hubieras hecho algo realmente malo o te hubiera reprendido otro custodio. Y si era ella la que había tenido que reprenderte, te dedicaba mucha más atención los días siguientes, como si te debiese algo. Tommy tuvo la mala suerte de que fuera la señorita Geraldine la que estuviera dando la clase de Arte aquel día, y no, pongamos, el señor Robert, o la misma señorita Emily (la custodia jefa, que solía dar Arte montones de veces). De haber sido cualquiera de ellos dos, Tommy habría recibido una pequeña regañina, lo que le habría permitido exhibir su sonrisita de suficiencia, y lo peor que la gente habría pensado de todo ello es que no había sido más que una broma no demasiado afortunada. E incluso habría habido quien habría calificado a Tommy de gran payaso. Pero la señorita Geraldine era la señorita Geraldine, y la cosa no siguió esos derroteros. Lo que hizo, en cambio, fue mirar aquel elefante con indulgencia y comprensión. Y, suponiendo quizá que Tommy corría el riesgo de recibir un varapalo de los demás, fue demasiado lejos en el sentido contrario y encontró en su trabajo motivos de elogio, y los expuso ante la clase: ahí empezó el resentimiento.

– Cuando salimos de clase -recordaba Tommy- les oí hablar. Fue la primera vez. Y no les importó nada que les estuviera oyendo.

Yo supongo que desde mucho antes de que dibujara aquel elefante, Tommy tenía la sensación de no estar a la altura, de que particularmente sus pinturas eran propias de alumnos mucho menores que él, y se cubría las espaldas haciendo pinturas deliberadamente infantiles. Pero a raíz de lo del elefante, todo quedó expuesto a la luz pública, y todo el mundo abrió bien los ojos para ver lo que hacía a continuación. Al parecer se esforzó mucho durante un tiempo, pero tan pronto como empezaba él algo empezaban también a su alrededor las risitas y las caras desdeñosas. De hecho, cuanto más empeño ponía, más risibles resultaban sus esfuerzos para sus compañeros. Así que no hubo de pasar mucho tiempo para que Tommy volviera a atrincherarse en su actitud pasada y a presentar trabajos deliberadamente infantiles, trabajos que parecían decir a gritos que no le podía importar menos. Y a partir de entonces la cosa no hizo sino agravarse.

Durante un tiempo sólo tuvo que padecer este sufrimiento en las clases de Arte -aunque éstas eran harto frecuentes, porque en primaria dedicábamos muchas horas a esta disciplina-, pero luego su tormento alcanzó otra dimensión. Los chicos le dejaban fuera de los juegos, se negaban a sentarse a su lado en la cena, fingían no oírle si decía algo en el dormitorio, después de que se apagaran las luces. Al principio la cosa no fue tan implacable. Podían pasar meses sin que se produjera ningún incidente, y él empezaba a pensar que todo había quedado atrás. Entonces alguien hacía algo -él o alguno de sus enemigos, como Arthur H.- y todo volvía a empezar.

No estoy muy segura de cuándo empezaron sus grandes rabietas. Mi memoria me dice que Tommy siempre tuvo el genio fuerte, incluso en preescolar. Pero él me aseguró que no empezaron hasta que las burlas llegaron a hacérsele insoportables. En cualquier caso, fueron estos accesos de ira los que realmente sirvieron de acicate para que aquéllas continuaran, e incluso se intensificaran, y fue hacia la época de la que estoy hablando -el verano del segundo año de secundaria, cuando teníamos trece años- cuando el encarnizamiento alcanzó su punto culminante.

Luego todo cesó. No de la noche a la mañana, pero sí con bastante rapidez. Por aquellas fechas, como digo, yo seguía con suma atención el desarrollo de las cosas, de forma que vi las señales antes que la mayoría de mis compañeros. Empezó con un período -puede que un mes, puede que algo más- en el que las bromas fueron bastante continuas y en el que, sin embargo, Tommy no perdió los estribos. A veces lo veía a punto de estallar, pero se las arreglaba para controlarse; otras, se encogía de hombros en silencio, o actuaba como si no se hubiera dado cuenta. Al principio estas reacciones causaron decepción; puede que la gente sintiera incluso rencor, como si Tommy les hubiera fallado o algo parecido. Luego, gradualmente, la gente fue aburriéndose y las bromas se hicieron menos entusiastas, hasta que un día caí en la cuenta con sorpresa de que no le habían gastado ninguna desde hacía más de una semana.

Esto no tendría por qué haber sido en sí mismo tan significativo, pero percibí también otros cambios. Pequeñas cosas. Como el hecho de que Alexander J. y Peter N. caminaran con él por el patio en dirección a los campos charlando con naturalidad; como el sutil pero claramente perceptible cambio en la voz de la gente cuando mencionaba su nombre. Un día, poco antes del final del recreo de la tarde, unas cuantas de nosotras estábamos sentadas en el césped, bastante cerca del Campo de Deportes Sur, donde los chicos jugaban al fútbol como de costumbre. Yo participaba en la conversación, pero sin perder de vista a Tommy, que estaba en el meollo de una importante jugada. En un momento dado alguien le puso la zancadilla, y Tommy se levantó y puso el balón en el césped para lanzar él mismo el tiro libre. Mientras los contrarios se desplegaban por el campo a la espera del lanzamiento, vi que Arthur H. -uno de sus más crueles torturadores-, que se había situado unos metros detrás de él, se ponía a imitar y ridiculizar la forma en que Tommy esperaba de pie frente al balón, en jarras. Miré detenidamente a los chicos, pero ninguno de ellos secundó a Arthur en su mofa. No había ninguna duda de que le veían, porque esperaban el disparo de Tommy con los ojos fijos en él, y Arthur estaba justo a su espalda. Pero nadie le prestó ninguna atención. Tommy lanzó el balón a través del césped y el partido continuó, y Arthur H. no volvió a intentar nada.

Me complacía el giro que estaban tomando los acontecimientos, pero también sentía cierto desconcierto. No había habido el menor cambio en el trabajo artístico de Tommy -su reputación en el terreno de la «creatividad» se hallaba al mismo nivel de siempre-. Me daba cuenta de que había sido de gran ayuda el que hubiera puesto fin a sus rabietas, pero el factor determinante de que la situación hubiera cambiado era algo más difícil de precisar. Algo en su propia persona -sus maneras, su forma de mirar a la gente a la cara, de hablar abiertamente y con afabilidad- había cambiado, y había cambiado a su vez la actitud de los demás para con él. Pero lo que había propiciado directamente tal cambio no estaba en absoluto claro.

Me sentía desconcertada, y decidí que en cuanto pudiera hablar con él a solas intentaría sonsacarle. La ocasión se me presentó en el comedor no mucho después: estábamos haciendo cola para el almuerzo y lo vi unos puestos más adelante.

Supongo que puede parecer un poco extraño, pero en Hailsham la cola para el almuerzo era uno de los sitios más seguros para mantener una conversación privada. Tenía algo que ver con la acústica del Gran Comedor; el vocerío general y los altos techos propiciaban que, si bajabas la voz y te acercabas al otro lo bastante -y te asegurabas de que tus compañeros de al lado se hallaban enfrascados en su propia charla-, existía una gran probabilidad de que nadie pudiera oírte. En cualquier caso, tampoco teníamos tantos sitios donde elegir para este tipo de charlas personales. Los lugares «tranquilos» eran a menudo los peores, porque siempre pasaba alguien a una distancia desde la que podía entreoírte. Y en cuanto tu actitud delataba que querías apartarte para una charla privada, todo el entorno parecía percibirlo en cuestión de segundos, y se poblaba de oídos.

Así que cuando vi a Tommy en la cola, apenas unos puestos más adelante, le hice una seña con la mano (la norma estipulaba que no podías colarte, pero sí retroceder hasta donde te viniera en gana), y Tommy vino hacia mí con una sonrisa de alegría en la cara. Cuando estuvimos uno al lado del otro nos quedamos así unos instantes, sin apenas hablar, no por timidez, sino porque esperábamos a que pasase cualquier posible curiosidad por el repentino cambio de sitio de Tommy. Y al final le dije: