Me eché a reír también, y dije:
– Oh, Tommy, chico loco…
Después de eso, nos besamos -un beso muy suave-, y subí al coche. Tommy siguió allí de pie mientras yo rodeaba la Plaza para enfilar el camino de entrada. Luego, mientras me alejaba, sonrió y me hizo adiós con la mano. Yo lo miré por el retrovisor, y vi que se quedaba allí hasta el último momento. Y justo al final lo vi levantar la mano otra vez de una forma vaga, y volverse y echar a andar hacia el tejado saliente del edificio de recreo. Y la Plaza desapareció del retrovisor.
Hace un par de días estuve hablando con uno de mis donantes que se quejaba de que los recuerdos, incluso los más preciosos, se desvanecen con una rapidez asombrosa. Pero yo no estoy de acuerdo. Mis recuerdos más caros no se desdibujan jamás en mi memoria. Perdí a Ruth, y luego perdí a Tommy, pero no voy a perder mi memoria de ellos.
Supongo que perdí también Hailsham. Sigues oyendo historias de algunos ex alumnos que aún lo buscan, o al menos buscan el lugar donde un día estuvo. Y de cuando en cuando algún rumor que otro sobre aquellas cosas en las que ha podido convertirse hoy Hailsham: un hotel, un colegio, unas ruinas. Yo, a pesar de todo lo que viajo, nunca he tratado de encontrarlo. No estoy realmente interesada en verlo, sea lo que sea lo que es hoy.
Entiéndaseme: aunque digo que jamás busco Hailsham, no niego que a veces, cuando conduzco por el país, de pronto creo divisarlo en la distancia. Veo un pabellón de deportes a lo lejos y estoy segura de que es el nuestro. O una hilera de álamos en el horizonte, junto a un enorme roble algodonoso, y durante un segundo tengo la certeza de que estoy llegando al Campo de Deportes Sur desde el extremo opuesto. Una mañana gris, en Gloucestershire, en un largo tramo de carretera, pasé junto a un coche averiado, apartado en el área de descanso, y tuve la convicción de que la chica que estaba de pie delante de él, mirando con expresión vacía a los coches que se acercaban, era Susanna C., que estaba un par de cursos delante de nosotros y era una de las monitoras de los Saldos. Estos momentos me sobrevienen cuando menos lo espero, cuando estoy conduciendo pensando en algo completamente diferente. Así que, en cierto nivel inconsciente, quizá también yo estoy buscando Hailsham.
Pero como digo, no lo busco deliberadamente, y de todas formas a finales de este año ya no estaré viajando continuamente de un sitio para otro. Así que, con toda probabilidad, ya no se me aparecerá en ninguna parte, y, pensándolo bien, me alegro de que así sea. Es como con mis recuerdos de Tommy y Ruth. En cuanto pueda llevar una vida más tranquila, sea cual sea el centro al que me destinen, Hailsham estará conmigo, a salvo, en mi cabeza, y será algo que ya nadie me podrá arrebatar jamás.
Lo único que me he permitido en este sentido -y una sola vez, un par de semanas después de oír que Tommy había «completado»- fue ir en el coche a Norfolk sin ninguna necesidad de hacerlo. No iba a buscar nada en particular, y no llegué hasta la costa. Quizá tenía ganas de ver todas aquellas planicies vacías y los enormes cielos grises. En un momento dado me encontré en una carretera en la que nunca había estado, y durante aproximadamente media hora no supe dónde estaba, y no me importó en absoluto. Pasaba junto a campos y campos llanos, anodinos, prácticamente sin cambio alguno en el paisaje salvo cuando algún puñado de pájaros, al oír el motor del coche, levantaba el vuelo desde los surcos. Al final divisé unos cuantos árboles, no lejos del arcén, y conduje hacia ellos, y me detuve, y bajé del coche.
Me vi ante unas cuantas hectáreas de tierra cultivada. Había una valla que me impedía el paso, con dos filas de alambre de espino, y vi cómo esta valla y el grupo de tres o cuatro árboles cuyas copas se alzaban sobre mi cabeza eran las únicas barreras contra el viento en kilómetros y kilómetros. A lo largo de la valla, sobre todo en la hilera inferior de alambre de espino, se habían enmarañado todo tipo de brozas y desechos. Eran como esos restos que pueden verse en las orillas del mar: el viento habría arrastrado parte de ellos a través de largas distancias, hasta que aquella valla y aquellos árboles los habían detenido. En lo alto de las ramas, ondeando al viento, se veían trozos de plástico y bolsas viejas. Fue la única vez -allí de pie, mirando aquella extraña basura, sintiendo cómo el viento barría aquellos yermos campos- en que me permití imaginar una pequeña fantasía. Porque, después de todo, aquello era Norfolk, y hacía apenas dos semanas que había perdido a Tommy. Pensé en todos aquellos desperdicios, en los plásticos que se agitaban entre las ramas, en la interminable ristra de materias extrañas enganchadas entre los alambres de la valla, y entrecerré los ojos e imaginé que era el punto donde todas las cosas que había ido perdiendo desde la infancia habían arribado con el viento, y ahora estaba ante él, y si esperaba el tiempo necesario una diminuta figura aparecería en el horizonte, al otro extremo de los campos, y se iría haciendo más y más grande hasta que podría ver que era Tommy, que me hacía una seña, que incluso me llamaba. La fantasía no pasó de ahí -no permití que fuera más lejos-, y aunque las lágrimas me caían por las mejillas, no estaba sollozando abiertamente ni había perdido el dominio de mí misma. Aguardé un poco, volví al coche y me alejé en él hacia dondequiera que me estuviera dirigiendo.