¿Por qué habíamos guardado silencio aquel día, entonces? Supongo que porque incluso a aquella edad -teníamos nueve o diez años- sabíamos lo bastante como para mostrarnos cautelosos en aquel terreno. Hoy resulta difícil precisar cuánto sabíamos entonces. Ciertamente, sabíamos -aunque no en un sentido profundo- que éramos diferentes de nuestros custodios, y también de la gente normal del exterior; tal vez sabíamos incluso que en un futuro lejano nos esperaban las donaciones. Pero no sabíamos realmente lo que ello significaba. Si evitábamos cuidadosamente ciertos temas, muy probablemente lo hacíamos porque nos producían embarazo. Detestábamos el modo en que nuestros custodios -normalmente muy por encima de todo- se mostraban incómodos siempre que nos aproximábamos a este terreno. Nos sentíamos turbados al advertir ese cambio en ellos. Creo que ésa es la razón por la que no preguntamos más, y por la que castigamos tan cruelmente a Marge K. por haber sacado a colación aquel tema después del partido de rounders.

Y ésa era la razón, en fin, por la que yo me mostraba tan sigilosa con la cinta. Hasta le di la vuelta a la portada, de forma que sólo podías ver a Judy con el cigarrillo si abrías la caja de plástico. Pero el motivo por el que aquella cinta significaba tanto para mí no tenía nada que ver con el cigarrillo, o con la forma de cantar de Judy Bridgewater, que es una de esas cantantes de la época, del tipo bar musical, nada del gusto de los alumnos de Hailsham. Lo que hacía tan especial aquella cinta era una canción concreta: el tema número tres: Nunca me abandones.

Es una canción lenta, y es noche avanzada, y es Norteamérica, y hay un trozo que vuelve y vuelve, en el que Judy canta: «Nunca me abandones… Oh, baby, baby… Nunca me abandones…». Tenía once años entonces, y no había escuchado mucha música, pero esa canción…, esa canción me llegó de verdad. Siempre procuraba tener la cinta rebobinada en ese punto, y en cuanto podía la ponía.

Pero la verdad es que no se me presentaban demasiadas ocasiones de oírla (era unos años antes de que empezaran a aparecer los walkmans en los Saldos). En la sala de billar había un gran aparato de música, pero yo apenas la ponía allí porque la sala siempre estaba llena de gente. En el Aula de Arte también había un radiocasete, pero el ruido solía ser el mismo que en la sala de billar. El único sitio donde podía escucharla con tranquilidad era en nuestro dormitorio.

En aquella época nos habían cambiado ya a los pequeños dormitorios de seis camas situados en los barracones separados, y en el nuestro teníamos un casete portátil en la estantería de encima del radiador. Así que allí es donde solía ir -durante el día, cuando a nadie más se le ocurría rondar por los dormitorios- a poner una y otra vez mi canción preferida.

¿Qué es lo que tenía de especial esa canción? Bueno, lo cierto es que no solía escuchar con atención toda la letra; esperaba a que sonara el estribillo: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…», y me imaginaba a una mujer a quien le habían dicho que no podía tener niños, y que los había deseado con toda el alma toda la vida. Entonces se produce una especie de milagro y tiene un bebé, y lo estrecha con fuerza contra su pecho y va de un lado para otro cantando: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…», en parte porque se siente tan feliz y en parte porque tiene miedo de que suceda algo, de que el bebé se ponga enfermo o de que se lo lleven de su lado. Incluso en aquella época me daba cuenta de que no podía ser así, de que tal interpretación no casaba con el resto de la letra. Pero a mí no me importaba. La canción trataba de lo que yo decía, y la escuchaba una y otra vez, a solas, siempre que podía.

Por aquella época tuvo lugar un extraño incidente que quiero reseñar aquí. Me causó una gran desazón, y aunque no habría de entender su significado real hasta muchos años después, creo que, incluso entonces, llegué a vislumbrar su profunda trascendencia.

Era una tarde soleada y había ido al dormitorio a buscar algo. Recuerdo lo luminoso que estaba todo porque las cortinas no habían sido descorridas por completo, y el sol entraba a raudales y podías ver el polvo en el aire. No tenía intención de escuchar la cinta, pero al verme allí a solas sentí un impulso y cogí la casete del arcón de mis cosas y la puse en la pletina.

Puede que el volumen lo hubiera dejado alto la última en utilizar el aparato, no lo sé; pero estaba mucho más alto que de costumbre, y probablemente por eso no la oí llegar. O quizá me dejé ganar por la pura complacencia. El caso es que empecé a bambolearme lentamente al compás de la canción, abrazando contra mi pecho a un bebé imaginario. De hecho, para hacerlo todo más embarazoso, fue una de esas veces en las que abrazaba una almohada haciendo como que era mi bebé, y danzaba despacio, con los ojos cerrados, cantando suavemente con Judy cada vez que sonaba el estribillo: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…».

La canción casi había terminado cuando algo me hizo percibir que no estaba sola. Abrí los ojos y me encontré mirando a Madame, que me observaba a través de la puerta entreabierta.

Me quedé petrificada. Al cabo de uno o dos segundos, empecé a sentir un tipo nuevo de alarma, porque intuí que en la situación había además algo muy extraño. La puerta, como digo, estaba entreabierta -había una norma que estipulaba que las puertas de los dormitorios no podían cerrarse del todo más que cuando nos íbamos a dormir-, pero Madame ni siquiera había llegado a ocupar el umbral. Estaba afuera, en el pasillo, muy quieta, con la cabeza ladeada para poder ver lo que sucedía dentro. Y lo extraño del caso era que estaba llorando. Tal vez había sido uno de sus sollozos lo que había irrumpido en la canción y me había sacado bruscamente de mi ensueño.

Cuando pienso en ello hoy, creo que Madame, si bien no era una custodia, era la única adulta presente y tendría que haber dicho o hecho algo, aunque no fuera más que echarme una reprimenda. En tal caso, yo habría sabido cómo actuar. Pero se quedó allí de pie, llorando y llorando, mirándome a través de la puerta con la misma mirada con que siempre nos miraba, como si estuviera viendo algo que le pusiera los pelos de punta. Pero en aquella ocasión había algo más: algo en su mirada que no supe descifrar.

No supe qué decir ni qué hacer, ni qué iba a suceder a continuación. Quizá entraría en el dormitorio, me gritaría, me pegaría incluso; no tenía la menor idea de cómo reaccionaría. Pero lo que hizo fue darse la vuelta e irse. Me di cuenta de que la cinta estaba ya en la siguiente canción, y apagué la pletina y me senté en la cama que tenía más cerca. Y al hacerlo vi, a través de la ventana de enfrente, cómo la figura de Madame se dirigía deprisa hacia la casa principal. No miró hacia atrás, pero por el modo en que encorvaba la espalda supe que no había dejado de llorar.

Cuando volví con mis amigas unos minutos después, no les conté lo que acababa de pasarme. Una de ellas me notó algo extraño y dijo algo, pero yo me encogí de hombros y seguí callada. No es que me sintiera avergonzada exactamente, pero fue un poco como la vez en que todas habíamos acosado a Madame en el patio, cuando acababa de bajarse del coche. Lo que deseaba más que nada en el mundo era que lo que acababa de sucederme no hubiera sucedido, y pensé que el mejor favor que podía hacerme a mí y a todos mis compañeros era no decir ni media palabra del asunto.

Pero un par de años después hablé de ello con Tommy. Fue en los días que siguieron a nuestra conversación en la orilla del estanque, en la que me confió lo que en cierta ocasión le había dicho la señorita Lucy; los días en los que -según me doy cuenta hoy- se inició aquel proceso de indagación -de preguntarnos cosas sobre nosotros mismos- que habría de continuarse a lo largo de los años. Cuando le conté a Tommy lo que me había pasado con Madame en el dormitorio, lo que hizo fue brindarme una explicación harto sencilla. Para entonces todos sabíamos ya algo que en aquel tiempo yo aún no sabía, es decir, que ninguno de nosotros podía tener niños. Es posible que, de algún modo, yo hubiera recibido ya esa información cuando era más pequeña, y no la hubiera registrado por completo, y que por eso entendí lo que entendí cuando oí aquella canción por vez primera. Porque en aquel tiempo carecía de datos explícitos que me permitieran entenderlo. Como digo, cuando Tommy y yo hablamos de ello, nos lo habían explicado ya a todos cabalmente. A ninguno de nosotros, por cierto, nos importó gran cosa; de hecho, recuerdo que a algunos compañeros les encantó que pudiéramos mantener relaciones sexuales sin tener que preocuparnos de las consecuencias (aunque el sexo en serio aún se hallaba en la lejanía para la mayoría de nosotros). En cualquier caso, cuando le conté a Tommy lo que me había pasado, dijo:

– Seguramente Madame no es una mala persona, aunque sea bastante repelente. Así que cuando te vio bailando, abrazando a tu bebé imaginario, pensó que era trágico que no pudieras tener niños. Y por eso se puso a llorar.

– Pero Tommy -apunté-, ¿cómo podía saber ella que la canción tenía que ver con una mujer que tenía un bebé? ¿Cómo podía saber que la almohada que tenía entre los brazos se suponía que era un bebé? Sólo lo era en mi imaginación.

Tommy pensó en ello unos segundos, y luego, medio en broma, dijo:

– Quizá Madame pueda leer la mente de la gente. Es una mujer muy extraña. Quizá pueda ver el interior de las personas. No me extrañaría nada.

Esto nos produjo un pequeño escalofrío, y aunque soltamos unas risitas no seguimos hablando del asunto.

La cinta desapareció un par de meses después del incidente con Madame. No vi ninguna relación entre ambas cosas entonces, y no veo razón alguna para relacionarlas hoy. Una noche, en el dormitorio, justo antes de que apagaran las luces, me puse a revolver en mi arcón para pasar el rato hasta que las demás volvieran del cuarto de baño. Es extraño, pero cuando me di cuenta de que la cinta no estaba, mi primer pensamiento fue que no debía dejar que nadie viera el pánico que sentía. Puedo recordar incluso cómo me esforcé por tararear como ensimismada una tonadilla mientras seguía buscando. He pensado mucho en ello y aún sigo sin saber cómo explicarlo: las que estaban conmigo en aquel dormitorio eran mis más íntimas amigas, y sin embargo no quería que supieran lo trastornada que estaba por haber perdido aquella cinta.

Supongo que tenía que ver con el hecho de que lo mucho que la cinta significaba para mí fuera un íntimo secreto. Quizá todos nosotros, en Hailsham, teníamos pequeños secretos como éste; pequeños rincones privados, por ejemplo, creados de la nada y donde podíamos recluirnos a solas con nuestros miedos y nuestros anhelos. Pero el hecho de tener tales necesidades no nos hubiera parecido aceptable en aquel tiempo (como si, en cierta medida, fuera algo que nos hiciera quedar mal ante los compañeros).