– No creo que llueva -observé yo, mirando hacia fuera. La verdad es que hacía un día magnífico.

– Da igual -dijo Setsuko-. Ichiro tiene ganas de llevarlo.

Lo cierto es que esa insistencia en llevar el impermeable me desconcertó. Pero una vez que estuvimos afuera, al sol, y empezamos a bajar la colina camino de la parada del tranvía, me di cuenta de que Ichiro iba presumiendo, como si el impermeable lo hubiese transformado de pronto en una especie de Humphrey Bogart. Deduje entonces que sólo lo había cogido para imitar a algún héroe de sus tebeos.

Estábamos al pie de la colina cuando Ichiro me dijo:

– Oji, antes era usted un artista famoso.

– Por supuesto, Ichiro.

– Le he dicho a tía Noriko que me enseñe sus cuadros, pero no quiere.

– Ahora están todos guardados.

– Tía Noriko es una desobediente, ¿verdad, Oji? Le he dicho que me enseñara sus cuadros y no quiere, ¿por qué? Yo me reí y le dije:

– No sé, Ichiro. Estaría ocupada.

– Es una desobediente. Volví a reírme:

– Sí, es verdad.

La parada del tranvía está a diez minutos de nuestra casa. Hay que bajar la colina hasta el río y seguir por el nuevo dique de cemento. La línea que va al norte coincide con la carretera justo al otro lado de los nuevos bloques de pisos. Fue en esa parada donde, aquella soleada tarde del mes pasado, mi nieto y yo cogimos el tranvía para ir al centro. En el trayecto nos encontramos con el doctor Saito.

Sé que hasta ahora no he hablado mucho de los Saito. El hijo mayor es el que, de salir todo bien, será el futuro marido de Noriko. Son una familia totalmente distinta de los Miyake. Desde luego, los Miyake son gente muy respetable, pero, francamente, no puede decirse que sean una familia ilustre. Los Saito, por el contrario, sí lo son. Y no estoy exagerando. Aunque hasta aquel año no nos hubiésemos tratado mucho, yo siempre había oído hablar de las contribuciones que el doctor Saito había hecho al mundo del arte y, desde hacía mucho tiempo, si nos encontrábamos por la calle, nos saludábamos siempre muy ceremoniosamente. Nos demostrábamos así uno a otro estar al tanto de nuestra reputación. Es evidente que, cuando nos encontramos el mes pasado, las circunstancias eran muy distintas.

El tranvía no se llena hasta la parada de Tanibashi, una vez cruzado el puente de acero que hay sobre el río. Por eso, como el doctor Saito se subió en la parada siguiente a la nuestra, pudo encontrar sitio justo a mi lado. Era inevitable que al empezar a hablar nos sintiéramos un poco cohibidos. A ninguno de los dos nos pareció oportuno tratar abiertamente el tema de la boda. Las negociaciones de matrimonio se encontraban todavía en una fase inicial muy delicada. Por otro lado, también habría resultado absurdo no hacer la menor alusión al tema, de modo que, al final, ambos elogiamos el mérito que tenía «el señor Kyo, nuestro amigo común» (nuestro intermediario), y el doctor Saito apuntó con una sonrisa:

– Esperemos que gracias a él nos volvamos a ver pronto.

Fue la única alusión que hicimos al asunto. Después me resultó imposible no comparar la serenidad con que se comportó el doctor Saito con la torpeza de los Miyake el año anterior. Sea cual sea el resultado final, uno se siente más tranquilo tratando con familias como los Saito.

Por lo demás, sólo hablamos de nimiedades. El doctor Saito se mostró afable y afectuoso. Cuando le preguntó a Ichiro si disfrutaba de su estancia y si tenía ganas de ver la película, mi nieto se puso a hablar con él sin mostrar timidez alguna.

– Buen chico -me dijo el doctor Saito con gesto de aprobación.

Faltaba poco para llegar a su parada, cuando el doctor Saito, que ya se había puesto el sombrero, observó:

– Hay otra persona a quien los dos conocemos, un tal señor Kuroda.

Lo miré sonriendo.

– El señor Kuroda -repetí-, ¡ah, sí! Uno de mis antiguos discípulos.

– Exacto. Hace poco me encontré con él y mencionó su nombre.

– ¿De verdad? Pues hace tiempo que no lo veo; por lo menos, desde antes de la guerra. ¿Qué tal le va? ¿A qué se dedica?

– Creo que lo han contratado en la nueva facultad de Uemachi, como profesor de Bellas Artes. Por eso lo conocí. La dirección del centro me pidió que asesorara a la comisión de selección.

– Entonces, no lo conoce usted mucho.

– No, claro que no. Aunque espero volver a verlo.

– Entonces -dije-, el señor Kuroda todavía se acuerda de mí. Es muy halagador.

– Sí, es cierto. Estábamos hablando de no sé qué y mencionó su nombre. No he tenido ocasión de hablar con él largo y tendido, pero si vuelvo a verlo le diré que nos encontramos.

– Muy bien.

En esos momentos el tranvía cruzó el puente de acero y las ruedas chirriaron muy fuerte. Ichiro, que hasta entonces había permanecido arrodillado en el asiento, mirando por la ventanilla, señaló con el dedo en dirección al agua. El doctor Saito volvió la cabeza, intercambió unas cuantas palabras con Ichiro y, al llegar el tranvía a su parada, se levantó, hizo un último comentario sobre «la labor del señor Kyo», se despidió con una reverencia y salió del tranvía.

Como era habitual, después de aquella parada el tranvía se abarrotó y el resto del viaje fue por lo tanto bastante incómodo. Al apearnos, justo enfrente del cine, me fijé en el cartel de la película, que estaba junto a la entrada, bien a la vista. El dibujo que había hecho mi nieto dos días antes se le parecía mucho, aunque en el cartel no había fuego. Lo que Ichiro había retenido era el efecto de las rayas rojas a modo de relámpagos, que el artista habla trazado para dar énfasis a la ferocidad de la bestia.

Ichiro se acercó al cartel y soltó una fuerte carcajada.

– Se nota que es un monstruo de mentira -dijo señalándolo con el dedo-. Lo nota cualquiera, que es de mentira. Y volvió a soltar una carcajada.

– Ichiro, por favor. No te rías tan fuerte. Estás llamando la atención.

– No puedo evitarlo. Se nota tanto que es falso… ¿A quién quiere usted que le dé miedo?

Tomamos asiento y, una vez empezada la película, descubrí la auténtica finalidad del impermeable. Al cabo de diez minutos sonó una música siniestra y en la pantalla apareció una caverna oscura medio envuelta por la niebla. Ichiro susurró:

– ¡Qué aburrido! Cuando pase algo interesante, me avisa.

Dicho esto, se cubrió la cabeza con el impermeable. Unos segundos después se oyó un fuerte rugido y el lagarto gigante salió de la caverna. Ichiro se aferró a mi brazo y, al volverme para mirarlo, vi que con la otra mano se había echado todo el impermeable por encima.

Se quedó así durante casi toda la película. De vez en cuando me sacudía el brazo y me preguntaba por debajo del impermeable: «¿Se pone interesante?» Y entonces tenía que detallarle en voz muy baja todo lo que pasaba en la pantalla, hasta que abría un poco el impermeable. Pasado un instante, en cuanto se veía el menor indicio del monstruo, cerraba la pequeña abertura y decía: «¡Qué aburrido! No se olvide de avisarme cuando empiece lo interesante.»

No obstante, al regresar a casa, Ichiro se mostró encantado con la película y no paró de decir:

– Es la mejor película que he visto en mi vida.

Y durante toda la cena estuvo contándonos su versión.

– Tía Noriko. ¿Le cuento lo que pasó después? Fue terrible. ¿Se lo cuento?

– Ichiro, me está entrando tal miedo que apenas puedo comer -dijo Noriko.

– Le advierto que lo que sigue es realmente horrible. ¿Se lo cuento?

– No sé, Ichiro. Tengo ya tanto miedo…

Por un lado, no quería que sacando a colación al doctor Saito la conversación cobrara seriedad, pero, por otro, tampoco habría sido normal ocultar el encuentro. Finalmente, aproveché que Ichiro había hecho una pausa para decir:

– A propósito, en el tranvía nos hemos encontrado con el doctor Saito. Iba de visita.

Mis dos hijas dejaron de comer y me miraron sorprendidas.

– No hemos hablado de nada importante -dije sonriendo-. Hemos tenido una conversación muy jovial, nada más.

Mis hijas no se quedaron muy convencidas, pero se pusieron a comer otra vez. Noriko le lanzó una mirada a Setsuko, y esta dijo:

– ¿Cómo se encontraba el doctor Saito?

– Me ha parecido que muy bien.

No sé si seguimos comiendo en silencio o si Ichiro empezó a hablar de nuevo de la película. El caso es que, al cabo de un rato, mientras aún estábamos en la mesa, dije:

– Qué coincidencia. Resulta que el doctor Saito ha conocido a un antiguo discípulo mío, Kuroda. Al parecer, Kuroda va a trabajar en una nueva facultad.

Levanté la mirada del bol y vi que mis hijas habían vuelto a dejar de comer. Era evidente que habían intercambiado algunas miradas y, una vez más (como tantas otras durante el último mes), tuve la impresión de que habían estado hablando de mí.

Aquella noche, volvimos a sentarnos alrededor de la mesa. Mientras leíamos periódicos y revistas, oímos de pronto un ruido extraño. Era un sonido grave y rítmico que venía de algún lugar de la casa. Noriko levantó la mirada alarmada, pero Setsuko dijo:

– Es Ichiro. Lo hace siempre que no puede dormirse.

– Pobre Ichiro -dijo Noriko-. Debe de tener miedo de soñar con el monstruo. Padre, ¿cómo se le ha ocurrido llevarle a ver esa película?

– ¿Por qué? -dije yo-. Lo ha pasado muy bien.

– Yo creo que el que quería ver la película era padre -le dijo Noriko a su hermana con tono zumbón-. Pobre Ichiro, obligarle a ver semejante película.

Setsuko se sintió incómoda.

– Padre, ha sido muy amable de su parte llevarlo al cine -murmuró.

– Sí, pero ahora no puede dormirse -dijo Noriko-. Es ridículo que haya ido a ver esa película. No, Setsuko. Tú quédate aquí, iré yo.

Setsuko esperó a que su hermana saliera de la habitación y seguidamente dijo:

– Noriko es muy buena con los niños. Estoy segura de que Ichiro la va a echar de menos.

– Sí, es verdad.

– Siempre ha sido muy buena con los niños. ¿Se acuerda us.ted de cuando jugaba con los niños de los Kinoshita?

– Sí -dije riéndome. Y añadí-: Ya deben ser muy mayores. Ahora ya no querrán venir aquí.

– Siempre ha sido muy buena con los niños -repitió Setsuko-. Me da pena que a su edad todavía siga soltera.

– Tienes razón. La guerra no pudo cogerla en peor momento.

Seguimos leyendo y al cabo de un rato dijo Setsuko:

– Qué casualidad, encontrarse con el doctor Saito en el tranvía. Parece un verdadero caballero.