– Algunas personas se han mostrado siempre hostiles hacia mí, sin que yo haya hecho ningún mal.

– Antes de que hablemos del mal que has causado, dime qué bien has hecho a nuestra dinastía. ¡No eres de ninguna utilidad en la guerra ni en la caza! ¡Pretendes ser médico y jamás has curado a nadie!

– Todos saben que he tratado y sanado…

– Mi padre, el divino Sapor, te nombró médico del palacio, pero no conseguiste evitarle las fiebres y los sufrimientos. ¡Y cuando te llamó en su lecho de muerte, no juzgaste oportuno venir!

Así que Sapor había querido verle una última vez y alguien se había interpuesto para impedir que le llegara el mensaje. ¿Quién habría podido cometer tan abyecta felonía, sino Kirdir, Bahram y sus cómplices? Mani sentía que el asco y la rabia le invadían y se obligó a dominarlos. Guardó silencio. El monarca se sintió alentado a proseguir.

– ¿Y mi hermano, el divino Ormuz? Tú eras su médico, pretendías ser su amigo, pero cuando se sintió mal, tampoco estabas a su lado porque no habías juzgado útil acompañarle como te lo había pedido. Quizá habrías podido aliviar sus dolores.

Hasta Kirdir se mostró turbado por esa alusión, esa nueva confesión enmascarada, pero Bahram le hizo un guiño confiado. ¿Qué podían temer? Uno era el jefe de los magos, que tenían vara alta en la justicia; el otro era el soberano.

– ¡No respondes!

Mani suspiró.

– Otros tienen las respuestas. En su corazón y en sus manos.

No dijo más. Si había que instruir el proceso de los asesinos de Ormuz, no sería ante semejante tribunal. Bahram pareció decepcionado de que Mani se hubiera contentado con una réplica tan alusiva y le lanzó una mirada en la que quiso poner todo el desprecio posible. Luego, se orientó hacia otras quejas.

– Cuando el rey de reyes te llama, jamás estás aquí; pero cuando te prohíbe visitar tal o cual región, te diriges inmediatamente a los lugares de los que acabas de ser desterrado. ¡Curiosa manera de servir a tus señores!

Mani dejó que hablara. Tenía de nuevo en la mente la imagen de Sapor agonizando y murmurando su nombre, mientras a su cabecera, unos seres de sombra simulaban no haber oído. Imagen angustiosa, pero también intensamente reconfortante. En ese instante, el hijo de Babel dejó de lamentar los años transcurridos junto al gran sasánida.

Entretanto, Bahram seguía farfullando:

– ¡He decidido tu destierro y tú me has desobedecido!

– He obedecido a una voz celeste que me ordenaba efectuar un último periplo.

– ¡Una voz celeste! ¡Es lo que pretendes desde siempre! ¿Por qué te tendría que hablar el Cielo? ¿Por qué escogería en este Imperio a un miserable súbdito con la pierna torcida en lugar de dirigirse directamente al rey de reyes?

Desde el principio de la entrevista, a cada pregunta de Bahram, Mani se había reservado algunos segundos de espera antes de contestar. Era su manera de indicar que había querido entregarse a la autoridad terrenal, y no al lamentable personaje que la encarnaba. Pero esta vez esperó más tiempo, con los ojos clavados en los del monarca.

– El Cielo debe de tener sus razones, Él, que conoce a los hombres más allá de sus adornos.

Bahram no reaccionó. De pronto parecía quebrantado, desengañado. Kirdir quiso reanimar su cólera:

– ¿Este hombre no intenta decir que es más digno de honor que los divinos miembros de la dinastía?

El monarca no dijo nada. Permanecía ensimismado. El mago se acercó a él y, como inadvertidamente, le dio un golpe en el hombro con el suyo. Mani sonrió. ¡Jamás habría osado nadie actuar de esa manera con Sapor ni con Ormuz! Pero Bahram sacudió la cabeza como si emergiera de una siesta y reanudó su interrogatorio donde lo había dejado.

– Así, sería esa voz la que te habría ordenado que desobedecieras al rey de reyes y que te rebelaras.

– ¡Nadie ha blandido jamás la espada de la rebelión en mi nombre!

– Has sembrado el desorden. Has apartado a los guerreros de su deber y a los artesanos de su oficio. Has hecho un llamamiento a las gentes para que desprecien las barreras de las castas y de las razas. Ahora, los comerciantes miran a los ojos a los caballeros. Ya no se escucha a los magos. ¿No es esto una rebelión?

– El divino Sapor no juzgó nefastas mis enseñanzas, puesto que me autorizó a difundirlas, puesto que escribió a los dignatarios de todas las provincias para que me ayudaran. ¿Habría favorecido unas actuaciones contrarias a los intereses del Imperio y de la dinastía?

– Habías acallado su desconfianza.

– ¿Durante treinta años? ¿Él, el conquistador, el monarca más temido de su época, se habría dejado engañar durante treinta años y luego, en su lecho de muerte, me habría llamado? En su último soplo de vida y de poder terrenal, ¿habría designado como legítimo sucesor al hijo que era mi amigo y mi protector, como todos sabían, aquel a quien temían mis enemigos? ¿Es mi nombre el que se está intentando mancillar hoy o el de los grandes soberanos?

– ¡Ni una palabra más!

Bahram avanzó hacia Mani como para agarrarle, pero recordando su dignidad imperial se contentó con escupir una imprecación inaudible. Para dar tiempo a que el monarca se calmara, Kirdir tomó el relevo para formular una acusación precisa.

– Mani, hijo de Pattig, al abandonar la Religión Verdadera que es la de nuestros antepasados, te has hecho culpable de apostasía. Al profesar ideas innovadoras que han perturbado a los creyentes, te has hecho culpable de herejía. Dos crímenes contra el Cielo.

– Ciertamente, estoy alejado de las opiniones de Kirdir, pero sigo siendo fiel a Zoroastro.

El monarca se serenó bruscamente.

– Lo que acabo de oír me basta. La acusación es clara y la defensa también. Si Mani es encontrado culpable de herejía y de apostasía, su castigo es la muerte. Si es aún fiel a la enseñanza de Zoroastro como él afirma, renuncio a castigarle y me comprometo a perdonarle su desobediencia a mis órdenes. ¿No es esto conforme a nuestra ley?

Kirdir asintió. El hijo de Babel guardó silencio. No comprendía cuál era el trato que le proponían. Por lo demás, el monarca no esperó su consentimiento.

– Juzguémosle.

Luego, fue a sentarse e invitó a Mani a tomar asiento en un diván frente a él. Había alguien a quien comenzaba a divertirle la escena, la joven amante del rey. Se acercó a él pidiéndole que le explicara cómo iban a desarrollarse las cosas.

– El honorable médico de Babel va a exponer sus ideas y si se las juzga leales a la Religión Verdadera, saldrá de aquí libre y gozará de nuestra protección. Mani, te escuchamos.

Pero la adolescente no había comprendido bien.

– Cuando este hombre haya hablado, ¿quién juzgará si es fiel o hereje?

– La única persona que es capaz de resolver en esas materias: el gran mago Kirdir que tenemos la suerte de tener entre nosotros.

Mani tuvo aún el recurso de la risa.

– Antes que someterme a vuestra mascarada, prefiero recibir de vuestras manos una copa de haoma con acónito. ¿O era cicuta?

– Esta frase te ha condenado -decretó Kirdir.

– ¿Acaso antes de pronunciarla estaba perdonado?

– No -confesó Bahram sin rodeos-. Había jurado por mis antepasados que morirías. Pero tu perfidia te valdrá tener que sufrir.

Siete

Mani fue condenado al suplicio de los hierros. Una pesada cadena sellada alrededor del cuello, otras tres alrededor del busto, tres en cada pierna y tres más en cada brazo, sin ninguna otra violencia, ni sevicia. Tampoco le encerraron en un calabozo, sino que simplemente le dejaron en un patio enlosado, cerca de un puesto de guardia. Su vida iba a agotarse gota a gota bajo aquel peso. Se dio orden de alimentarle para que sobreviviera más tiempo, para que sufriera más tiempo.

Las visitas no le estaban prohibidas. Apenas se conoció la sentencia en los barrios de Beth-Lapat, comenzó el desfile. Allí fueron los discípulos, que se acercaban tanto como los guardias se lo permitían, para lanzar una flor a los pies del Mensajero. Pero sobre todo, acudió una multitud de mirones como en todos los suplicios públicos. Ni uno solo de los habitantes de la ciudad y de los alrededores habría querido perderse el espectáculo que ofrecía el ajusticiado. Venían familias enteras, y si los niños se asustaban, los padres los tranquilizaban con una risa ligera.

Algunos consideraban un deber insultar al condenado o sermonearle, por celo, por animosidad innata, otros por simple escrúpulo de honestidad, ya que no podían decidirse a gozar así de la distracción ofrecida por el rey sin pagarla con una palabra.

El tercer día de la última pasión de Mani los ciudadanos siguieron desfilando hasta la puesta del sol, cuando se cerró el portón de madera de su prisión a cielo abierto. Entonces quedó bajo la vigilancia de dos imberbes soldados que le flanqueaban evitando que sus miradas se cruzaran. De pronto, se tiraron cara al suelo tan violentamente que se despellejaron las palmas de las manos. Ante ellos acababa de aparecer el monarca en persona. Solo.

Con un carraspeo de garganta, les ordenó que se marcharan. Luego, después de algunos pasos vacilantes, fue a sentarse al borde de un friso de piedra cerca de Mani y sus cadenas.

– Quería hablarte, médico de Babel. Hay una cuestión que me intriga desde nuestro encuentro.

Por extraño que pudiera parecer, el tono de Bahram estaba desprovisto de animosidad; era casi amistoso. El prisionero se dignó levantar los ojos.

– Esa voz celeste que te habla, Mani…

Sus palabras denotaban confusión y como una súplica de niño.

– Ya me respondiste el otro día, pero no he saciado mi curiosidad.

Mani le contempló de nuevo, sin miramientos, pero sin destellos de hostilidad. Luego, pacientemente, se puso a contarle los comienzos de su misión, el «Gemelo», el palmeral, la India, hasta el primer encuentro con Sapor. Hablaba con la voz exhausta del que lleva la cruz. El monarca se acercó y se inclinó para oír mejor, y cuando le interrumpió fue con el cuchicheo de un íntimo.

– ¿Pero por qué tú, Mani? ¿Por qué el Cielo no habría hablado directamente al divino Sapor?

– ¿Cómo habría comprendido la gente que la majestad que emanaba de él venía del Cielo y no de su propio poder terrenal? Mientras que cuando el hombre humilde resplandece, está dando testimonio.

Bahram movió la cabeza con aire sosegado antes de proseguir:

– Me preocupa otra cuestión. ¿Qué has podido decirles a mi padre, a mi hermano Ormuz, a mis tíos y a esa mujer, Denagh, para que sientan por ti tanta veneración? ¿No les habrás revelado algún secreto del universo?