En Beth-Lapat, Mani fue recibido, pues, con la cortesía conveniente, pero todos estaban sobre aviso. Cuando al atardecer se instaló en la colina al pie de un árbol, un níspero, los dignatarios y, por supuesto, los magos, se colocaron en las primeras filas de la multitud mientras los soldados merodeaban por allí, por lo demás, con aire benevolente y respetuoso ante el acontecimiento que estaban presenciando.

En el preámbulo, el visitante consideró un deber decir hasta qué punto se consideraba honrado por la confianza que le había manifestado el rey de reyes, y cuan conmovido estaba por el recibimiento que se le había dispensado en Beth-Lapat.

A continuación, después de presentar con algunas frases sus credenciales, expresó su esperanza de ver a todos los súbditos del Imperio reunidos en torno a una sabiduría común. «La misma chispa divina está en todos nosotros, no pertenece a ninguna raza ni a ninguna casta, no es macho ni hembra; todos debemos alimentarla de belleza y conocimientos y así conseguirá resplandecer; un hombre es grande sólo por la Luz que hay en él.»

Los oyentes de categoría que estaban allí intercambiaron miradas ofendidas. Ellos, que estaban orgullosos de su raza; ellos, a los que Artajerjes había encargado que hicieran respetar la jerarquía de las castas, a fin de que cada cual mirara con veneración a aquellos que la Providencia había hecho nacer por encima de él y con compasión a aquellos que había colocado más abajo; ellos, a quienes se les había inculcado que ésa era la base del orden sasánida y de todo orden terrestre o celeste, veían cómo aquel médico de Babel clamaba ante ellos y, lo que era peor, ante la multitud de los súbditos, ante la gente común, zapateros, tenderos, mozos de cuerda o tejedores de alfombras, que había que ignorar las castas e incluso despreciar la pertenencia a una raza. En otros tiempos, ese hombre habría sido arrestado desde sus primeras palabras, encarcelado, molido a palos y, quizá, decapitado. ¡Pero el que hablaba así era el emisario protegido del rey de los reyes! Renunciando a comprender, algunos notables prefirieron desaparecer silenciosamente, pero no sucedió así con los jóvenes magos, algunos de los cuales se retiraron ruidosamente y mostrando su furor.

A lo largo de sus viajes, Mani terminó por adquirir una indeleble reputación de agitador. Cada vez que tomaba la palabra, aparecían provocadores que buscaban el incidente, ingeniándose para hacerle decir las frases más sediciosas. Él mismo no evitaba la provocación, ya que formaba parte de los instrumentos que manejaba, y aunque supo a veces mantenerla soterrada, atenuar las críticas y no arriesgarse a pronunciar las palabras que habrían sembrado la división, en cuanto se le interrogaba con un poco de insistencia, respondía, cualesquiera que fuesen las intenciones del interlocutor. Si se trataba del espíritu de raza, de las barreras de las castas, del ritual de los magos o de las divinidades celosas, hablaba sin rodeos y sin contemplaciones; y si la reunión degeneraba, él se contentaba con encogerse de hombros.

– ¡Son los crujidos de la vieja piel del mundo! -decía-. Comenzaré a inquietarme cuando mis palabras sean tan suaves a los oídos de los hombres como las plumas de una almohada.

Generalmente, tales explicaciones estaban dirigidas a Denagh. Ahora, ella era la persona más cercana a Mani. Al caer el día, cuando el hijo de Babel se tendía al pie de su árbol o cuando las inclemencias le obligaban a hacerlo bajo el techo de algún fiel, Denagh nunca estaba lejos. En la comitiva, todos podían observar que su compañera le rodeaba de una ferviente atención, todos adivinaban el lugar particular que ella ocupaba, aunque nadie sabía con certeza en qué se habían convertido el uno para el otro, ni con qué palabras, con qué miradas o con qué amistad se envolvían cuando se encontraban solos.

Por otra parte, ¿quién habría tenido la audacia de preguntarlo? Un día, Pattig intentó abordar el tema con rodeos y precauciones.

– Bendito seas, hijo mío, bendito sea el día en que la Providencia me hizo seguir tus huellas. Mi corazón se llena de alegría cada vez que oigo a las gentes celebrar tus méritos, tu vida de asceta, todas esas privaciones que impones a tu cuerpo de hombre joven.

– ¿Qué mérito habría -le interrumpió Mani-, en privarse de un placer que no se hubiera probado?

Pattig prefirió alejarse, contentándose con farfullar una fórmula de bendición para disimular. Mani ni siquiera lo había mirado mientras le respondía, pero después de dejarle dar unos pasos, le llamó de la manera más respetuosa:

– ¡Mar Pattig!

Su padre acudió solícito, pero sólo para oír estas palabras:

– Mar Pattig, ¿cuándo dejarás de ser un Túnica Blanca?

El tono desengañado y la respetuosa designación hacían la pregunta más desgarradora a los ojos del padre, que quiso defenderse:

– Abandoné la Comunidad y a todos mis hermanos para seguirte, me he arrodillado ante ti, yo, que soy tu padre, he escuchado con humildad todos tus sermones…

– Me has escuchado cada día, mar Pattig, pero sigues hablando como un Túnica Blanca, y tus palabras me ofenden.

– ¡Sólo te he dicho palabras que alababan tus méritos!

– El que se impone privaciones para recibir elogios no merece ningún elogio, ya que es más vanidoso que el peor de los corrompidos. El sabio sólo ayuna para estar más cerca de sí mismo, él solo es juez, él solo es testigo. Si te privas, no lo hagas para conformarte con las exigencias de una comunidad, ni por miedo al castigo, ni siquiera con la esperanza de amontonar méritos que puedas hacer valer en otro mundo. A mis ojos, esas cuentas son sórdidas.

Pattig se obligó a sonreír.

– Hijo mío, si me estás diciendo que hay que hacer el bien por el bien, sin ni siquiera esperar recompensa, tu mérito es aún mayor.

Mani le miró al fin, pero con una mirada de desolación.

– ¿Me has oído alguna vez hablar del bien o del mal? ¡Esas palabras pervertidas no pertenecen a mi lenguaje! Mi «Gemelo» celeste me previno. Yo diré una cosa y los hombres, incluso los más cercanos, comprenderán otra. He dicho que en todo ser se mezclan Luz y Tinieblas, y que se necesita toda la sutileza del sabio para separarlas…

Luego respiró profundamente, como si intentara recuperar la serenidad.

– En realidad, has venido a preguntarme lo que Denagh es para mí.

Pattig, desprevenido, levantó las dos manos en un gesto de defensa. Su hijo prosiguió:

– Sus ropas dibujan los contornos de mi reino vagabundo.

Y esta vez fue Mani el que se levantó y se alejó, con un paso más saltarín que nunca, dejando a su padre dando vueltas en la cabeza indefinidamente a esa confesión de dos caras.

Nadie más osó interrogar al hijo de Babel sobre su compañera. Ni siquiera Cloe, a quien, sin embargo, le corroía la curiosidad. La mujer permanecía en Ctesifonte para ocuparse de su familia y de los asuntos de Maleo mientras este último andaba por los caminos, pero era en su casa donde Mani residía cuando pasaba por la capital del Imperio, y ella no podía evitar observarle, pensativa. ¿Por qué le había afirmado él, antaño, que ninguna mujer ocuparía jamás un lugar a su lado? ¿Habría aparecido ella en su vida demasiado pronto? ¿Le habría mentido él, simplemente por amistad hacia Maleo? Y tantas otras preguntas que la hija del griego no podía formular a nadie, apenas a sí misma, y que creía desterrar de su mente mostrándose más solícita con Denagh, pero que volvían a obsesionarla cada vez que veía a la otra mujer sentada junto a Mani y con los ojos clavados en sus labios.

Denagh. La trenza que caía sobre su pecho velaba el moreno rosáceo de su cuello inclinado. De la muchacha se desprendía una juventud sin arrogancia, una belleza sin afeites y sin espejos, pero una belleza definitiva, como el último argumento de un debate. Anudada a la cintura, llevaba una gruesa banda de lana, enrollada a modo de cinturón. Una tarde, el cielo comenzó a oscurecerse y se levantó un viento fresco. Denagh se estremeció y, desatándose el cinturón, se cubrió los hombros con él. Pintado con trazos finos sobre la tela, había un rostro, el suyo, rodeado de flores. Todos reconocieron en él el pincel de Mani, y la tela se convirtió para los fieles en una reliquia venerada. Los que se acercaban para rozarla, respiraban el perfume que se desprendía de ella, una mezcla de áloe, ámbar, nenúfar y almizcle tibetano que el propio Mani había compuesto.

¿No dijo él un día que en los Jardines de Luz todo sería perfume y color, que nada seguiría siendo substancia?

En la comitiva de Mani reinaba una atmósfera de fiesta apacible, aunque en ella se abordaban permanentemente temas austeros. Todos se sentían obligados a cultivar un arte, a menudo la música y el canto, puesto que éstos ocupaban un lugar de honor en el país sasánida, pero también la poesía y, evidentemente, la pintura y la caligrafía a imitación del maestro; el maestro, que les autorizaba a agruparse a su alrededor cuando tensaba la tela o apomazaba el pergamino, cuando preparaba barnices y colores e, incluso, cuando trazaba los contornos y se ponía a pintar. Nunca se dejaba distraer por la presencia de los discípulos, no parecía que sus miradas pesaran sobre su mano; y con frecuencia, mientras pintaba, se ponía a hablar y sus palabras se dejaban subrayar por sus pinceladas. Esos momentos eran los más intensos y los discípulos hubieran deseado que se prolongaran hasta el Infinito; permanecían en el mismo sitio durante horas, conteniendo la respiración por miedo a que se rompiera el encanto.

A pesar de que todos sus compañeros le rodeaban de una muda veneración, la presencia de Mani no era jamás opresiva. Si bien el hijo de Babel pedía a sus discípulos más cercanos, sus Elegidos, aquellos a quienes un día llamarían los Perfectos, que se consagraran al arte, a la enseñanza, a la meditación, y que se deshicieran de toda posesión, repetía sin cesar que se podía ir a él sin abandonar el trabajo ni las propiedades, sin apartarse de las propias costumbres y modo de vida, a condición de no perjudicar a las criaturas y de no dejar morir a los sabios.

– Así pues -se escandalizaba un día un disidente-, ¿en tu religión hay dos morales?

Mani ni siquiera pensó en negarlo.

– Hay un camino arduo que toman aquellos que aspiran a la perfección y un camino llano para el resto de los seres humanos.

– Pero si los dos caminos conducen a la salvación, ¿qué ventajas tendré si elijo el camino difícil?