«En el día de hoy, hemos decidido…», dijo el soberano, y el secretario amplió: «Nosotros, el divino Sapor, rey de reyes del Irán y del No-Irán, dios entre los hombres, hombre entre los dioses…»
Sapor dejó que se transcribiera antes de proseguir:
«… que autorizamos a nuestro fiel súbdito Mani a propagar con toda libertad, por las ciudades y pueblos del Imperio, su mensaje celeste que ha obtenido nuestro soberano beneplácito. Se da la orden a todos los reyes, sátrapas, gobernadores y funcionarios, de ofrecerle asistencia como si fuera nuestro emisario en todos los lugares».
Dos
Al abandonar el palacio, Mani no pudo hacer otra cosa que andar, andar recto hacia adelante, golpeando con su único talón sano la calzada polvorienta de Ctesifonte. La gente se volvía a su paso, señalándole con el dedo para mostrar a los chiquillos aquel diablo extranjero medio loco, aquel mequetrefe poco agraciado que había bajado de las nubes. ¿Qué otra idea de él podían tener ese día?
Pero al día siguiente, no más tarde del día siguiente, toda esa gente comprendería. Desde el alba, los heraldos irían a pregonar en las plazas públicas el edicto donde se mencionaba este nombre: «Mani, médico del país de Babel». Entonces, se divulgarían por toda la capital los relatos, convenientemente aderezados, de su audiencia en el palacio, la gente se complacería en describir su estrafalaria vestimenta y todos se jactarían de haber reconocido en su calle su paso inspirado y la capa de un color que parecía reflejar al cielo. Antes de diez días, los correos partirían hacia las más lejanas regiones sasánidas llevando las órdenes del rey de reyes, copiadas y selladas con cera y sal.
Mani tenía veintiséis años, y aquellas calles, aquella tierra de Mesopotamia, aquel Imperio y el universo entero no eran ya lo suficientemente vastos para sus pasos. ¿Podemos imaginarnos a Jesús, a quien él amaba tanto, partiendo hacia Roma después de haber predicado en las aldeas de Galilea, entrando en el palacio del cesar Tiberio y abandonando el monte Palatino provisto de un edicto que le autorizara a difundir su enseñanza en la ciudad y en las provincias, con orden terminante a todos los Herodes y a todos los Poncio Pilatos de facilitar su misión?
Esta comparación es la que Mani tenía en la mente aquel día. La apariencia de las cosas alentaba sus más insensatas esperanzas e, incapaz de calmar sus ideas o sus pasos, andaba y andaba, ebrio, transfigurado.
Sus amigos le esperaban ante las verjas del palacio, pero él salió sin verlos. Allí estaban Denagh, Pattig, Maleo y Cloe; le llamaron, pero él estaba sordo; se lanzaron tras él, pero siguió su trayectoria, como un trozo de roca escapado de una catapulta. Las mujeres, agotadas, tuvieron que detenerse, así como su padre. Sólo Maleo le siguió. Desde la época de los Túnicas Blancas, había conservado aquella obstinación para alcanzarle siempre.
Al llegar a su altura, y habiéndosele adelantado incluso algunos pasos para intentar leer en sus ojos extraviados si corría así por dicha o por rabia, Maleo, jadeante, le suplicó que anduviera más despacio, que se volviera hacia él, en fin, que respondiera. Pero Mani no le habló de Sapor ni del salón del Trono; le anunció simplemente su intención de partir.
– ¿Partir? Hemos recorrido el Imperio, de Ctesifonte a Deb, de Deb a Ctesifonte, por los caminos, por los ríos y por el Gran Mar. ¿Adonde ir ahora?
– A los cuatro climas, al lejano horizonte de las llanuras, y más lejos, más lejos, al umbral de cada criatura. ¿Me seguirás?
Antes incluso de que su amigo respondiera, prosiguió como si no pudiera detenerse, como si sus palabras se hubieran desbocado:
– De ahora en adelante, a los que vengan a mí no les diré ya que esperen, los invitaré a unirse a mi comitiva. Seremos cientos, miles, levantaremos más polvo que un ejército, trazaremos sobre la piel del mundo un surco que no se borrará jamás.
Y diciendo esto, apresuró el paso. Maleo no intentó ya alcanzarle. Se sentó pesadamente sobre una gran piedra, mientras su amigo se alejaba.
«¿Cómo podría seguirle otra vez?», se preguntó el tirio. No hablaba de aquella carrera absurda por las calles de la capital, pensaba en ese viaje más absurdo aún, en ese periplo por todos los rincones del mundo al que Mani acababa de invitarle.
«Invitar… ¿Será ésa la palabra adecuada?», volvió a interrogarse Maleo, y la fatiga convirtió la sonrisa que esbozaba en una mueca de dolor. Desde aquel primer encuentro en el refectorio del palmeral jamás había podido negarle nada a Mani. Solía discutir, refunfuñar, echar pestes, jurarse que… ¿Para qué? Siempre terminaba haciendo exactamente lo que quería su amigo. Y si, a veces, intentaba resistirse, era Cloe, su propia esposa, la que intercedía en favor del otro.
Sin embargo, ni él ni ella compartirían jamás las preocupaciones del Mensajero, Y quizá fuera eso lo singular de su amistad. Frecuentar a un fundador de una creencia sin que éste intentara imponer sus convicciones sólo podía imaginarse porque Mani era lo que era, el apóstol de una fe generosa, y porque su dios no iba en busca de adoradores.
Al tirio no le interesaban las ideas religiosas; simplemente, había conocido a un sabio, un sabio enamorado de la belleza, un ser al que todo hombre habría deseado tener como amigo. Él no podía desdeñar semejante privilegio. Mientras sus piernas pudieran llevarle, le seguiría.
Mientras Maleo estaba sumido así en sus pensamientos, Mani estaba ensimismado en los suyos. Había caminado hasta las orillas del Tigris, y allí, en un lugar menos frecuentado que otros, su euforia se había desvanecido para dejar paso a la angustia.
Cuando no tenía protección ni introducción real, soñaba con apresar el mundo sólo con sus manos. ¡Pero ahora le ofrecían el mundo, los caminos se allanaban, la conquista debía comenzar! ¿Conquistar sin armas? ¿Arrastrar su pierna lisiada de país en país, enfrentarse con los sátrapas, con las naciones, con las castas, con las sectas, con las hermandades? ¿Poner desorden entre los rebaños agrupados, trastornar los rituales osificados y las opacidades de todo hombre? ¿Enseñar, escribir, dibujar, debatir sin descanso y luego partir de nuevo hacia la etapa del día siguiente para reunir a otras multitudes? ¿Inventar para cada auditorio el tono que seduce, desampara, consuela y fustiga a la vez, hasta que la humanidad entera estuviera reformada?
Como solía sucederle, sus meditaciones comenzadas en monólogo tomaron pronto la forma de diálogo con su alter ego, su «Gemelo».
– ¿Cuánto tiempo se me ha concedido para todo lo que tengo que hacer?
«Eso no lo sabrás», le dijo el Otro.
– ¿Podría al menos saber si aún dispongo de siete años, si alcanzaré la edad de Cristo y de Alejandro?
«¿Qué importancia tiene eso si posees la eternidad y el instante? El tiempo es el anzuelo de las Tinieblas, no te dejes engañar, ¡que cada día no tengas otro cuidado que no sea tu misión!»
– ¿Podría al menos saber si veré el fin de mi obra?
«Confíame el porvenir; camina, tu destino galopa ya lejos delante de ti. ¡En Beth-Lapat la gente se impacienta!»
Desde que fue publicado el edicto imperial, no había ciudad donde Mani no fuera esperado, pero él no perdió el tiempo dudando y tomó la dirección de Beth-Lapat.
Sólo era un pueblo grande de Susiana, sin pasado ni prestigio, pero se decía que a Sapor, que se había detenido en él varias veces, le habían agradado su aire y sus aguas y que había encargado a sus arquitectos efectuar allí trabajos de ampliación; según ciertos rumores, el soberano acariciaba la idea de convertirlo un día en su residencia de verano. Sin duda, esperaba sacar provecho de su emplazamiento entre Mesopotamia y Pérsida y, por lo tanto, entre los dos extremos del Imperio sasánida, el Occidente semita y el Oriente de habla aria. ¿Fue ésta la razón que empujó a Mani a empezar su periplo en Beth-Lapat?
Aunque no había visitado jamás aquella aldea, sabía que en ella se había desarrollado una activa comunidad cristiana, a la que dirigirse en primer lugar. Pero pronto tuvo que rendirse ante la evidencia: ya no vivía en el tiempo de las peregrinaciones anónimas y no tenía, como en Deb, la oportunidad de encaminar sus pasos hacia el lugar de su elección.
Apenas se enteraron de la llegada del visitante y de su séquito, los notables del lugar acudieron corriendo con el reyezuelo local a la cabeza. Éste, sacando el pecho, reivindicó el privilegio de alojar bajo su techo al protegido del divino Sapor. De tal manera que cuando Mani replicó que había adquirido la costumbre de elegir un jardín como residencia, al pie del árbol más venerable, el hombre se enfadó, recitó pomposamente su genealogía, que le hacía remontarse hasta los más antiguos dinastas y, con la aprobación de los escribas que le rodeaban, se permitió insistir. Rechazar su invitación significaba que se desdeñaba su ascendencia o bien que se ponía en duda la piedad de su casa. A pesar del apuro de Denagh y del cansancio de Pattig, Mani no cedió. Sería al pie del árbol adonde iría la gente a escuchar sus enseñanzas; sería allí y en ningún otro lugar donde pasaría la noche.
A decir verdad, la actitud era poco conciliadora, y quizá, incluso, inútilmente ofensiva; sin embargo, era la única prudente, ya que, a lo largo de sus viajes, el hijo de Babel debería enfrentarse a esta clase de asaltos, dictados, con frecuencia, por los más puros instintos de hospitalidad, pero la mayoría de las veces, por consideraciones menos estimables, como el deseo de un notable de subrayar su preeminencia recibiendo en su casa a un protegido de Sapor, si es que no tenía la intención de espiar a Mani, a sus compañeros y a la gente de la región que se mostrara peligrosamente sensible a sus enseñanzas.
En efecto, desde el comienzo del periplo apareció esta ambigüedad. Si bien los dignatarios de las provincias no podían hacer otra cosa que aparentar la más rastrera sumisión cuando se trataba de obedecer las órdenes del rey de reyes, si como consecuencia debían dispensar el mejor recibimiento a las personas que habían sabido obtener su divina benevolencia, no ignoraban lo pasajeros que son los favores, los del soberano más que los otros, y aunque contemplaban al visitante con envidia, tenían constantemente en la mente su posible desgracia; llegado el momento, tenían que estar preparados para probar que jamás habían dejado de desconfiar.
Con respecto a Mani, el asunto era aún más evidente. Las noticias corrían deprisa por el Imperio. Bastaba que un cortesano cuchicheara algo al oído de un vitaxe y que éste dejara caer una palabra durante un banquete de hidalgüelos, para que, tres semanas más tarde, el asunto se discutiera en las plazas de los pueblos. De este modo se conocieron los debates del salón del Trono y se relataron las palabras de Kirdir, lo que provocó un gran recelo hacia el médico de Babel.