Su palabra se interrumpió, como para buscar la inspiración. Luego, fluyó de nuevo.

– En todos los seres como en todas las cosas se rozan y se entremezclan Luz y Tinieblas. Cuando os coméis un dátil, la pulpa nutre vuestro cuerpo, pero el sabor dulce, el perfume y el color alimentan vuestro espíritu. La Luz que está en vosotros se nutre de belleza y de conocimiento, tenéis que alimentarla sin cesar, no os contentéis con atiborrar vuestro cuerpo. Vuestros sentidos están concebidos para captar la belleza, para tocarla, respirarla, saborearla, escucharla, contemplarla. Sí, hermanos, vuestros cinco sentidos son destiladores de Luz. Ofrecedles perfumes, músicas, colores. Evitadles la pestilencia, los gritos roncos y la suciedad.

Cuando su auditorio esperaba la continuación, Mani se levantó apoyándose en el palo que llevaba constantemente en la mano y todos se apartaron con respeto para dejarle partir, aún pendientes de su rostro demacrado de adolescente huraño. Luego, como si unos tenues hilos los ataran a él, uno tras otro le siguieron pisándole los talones, subyugados y mudos.

Sin duda, Maleo se había tranquilizado con respecto a las compañías de su amigo, pero no por ello se habían disipado sus temores. Ayer temía que un guardián celoso le confundiera con los golfos del barrio; hoy, le aterraba verle preso por razones más serias. No se podía reunir todos los días en las calles de Ctesifonte a decenas de ciudadanos, quizá pronto a cientos de ellos, sin despertar sospechas de estar urdiendo alguna conspiración. Ciertamente, lo que acababa de oír de la boca de su amigo no contenía ninguna palabra sediciosa. Pero Maleo desconfiaba. Conocía suficientemente a Mani para adivinar que su enseñanza no había hecho más que comenzar, para presentir que no se limitaría indefinidamente a consideraciones idealistas sobre los comienzos del mundo. Un día, que podría estar cercano, su amigo pronunciaría la frase de más que provocaría lo irreparable. A medida que el tirio daba vueltas en la cabeza al asunto, el peligro le parecía más evidente, más inminente. Él mismo se veía ya preso por complicidad en cualquier calabozo, su comercio arruinado, todas sus ambiciones aniquiladas y a su mujer, reducida a la mendicidad…

– Tengo que hablarte, Mani -le dijo bruscamente.

El tono no era hostil, sólo quería que fuera grave y franca El hijo de Babel comenzó por sonreír.

– No frunzas el ceño, entonces. Ese aire sombrío no concuerda con tu cara mofletuda. Pero habla, dime lo que tienes en el corazón…

– Tú y yo vivimos toda nuestra juventud en aquel palmeral, apartados del mundo, de sus alegrías y de sus obligaciones, y tú, mucho más que yo, viviste en tus libros, nadie conoce mejor que tú la medicina y la teología; admiro tu ciencia, tu talento, tu entusiasmo, los hombres como tú dejan huellas en la tierra que han pisado y en el corazón de sus allegados. Pero hay muchas cosas que se te escapan y que el más zafio de los hombres captaría mejor que tú. ¿Estás dispuesto a admitirlo?

Mani asintió y su amigo se animó a proseguir.

– Primero, pareces haber olvidado que el señor de Ctesifonte y de todo este imperio es Artajerjes el Sasánida, rey de reyes. Tengo empeño en recordarte su nombre y el de su dinastía, y que ha instituido su poder borrando de la faz del mundo el imperio de los partos y matando a Artabán, su último soberano. Te lo repito, por si no lo hubieras comprendido: los sasánidas han establecido su reino sobre las ruinas de los partos, los han perseguido por toda esta tierra de Mesopotamia, en Media y hasta las puertas de Arabia y de la India. Y tú, Mani, tenlo constantemente en cuenta, eres parto. A los ojos de los nuevos señores eres, en primer lugar, un príncipe parto. No solamente tu padre es de la noble familia de los Haskaniya, sino que tu madre, según dicen, pertenece a la de los Kamsaragán, aún más noble y más antigua, que se aliaron con el reino de los partos.

– He ignorado durante mucho tiempo esta ascendencia y cuando me enteré no le di importancia. Sabes bien que a mis ojos no existen razas ni castas.

– Lo sé, Mani, y te respeto por ello, pero el mundo no ve las cosas así. Esta noche, una mano malintencionada puede presentar un informe al rey de reyes sobre un príncipe parto llamado Mani que organiza reuniones en las calles de su capital. Y eso será el fin de tus locuras.

– ¿Por qué habrían de inculparme? No me ocupo de los asuntos del Estado, sólo hablo del Cielo, no incito a la sedición.

– ¿No acabas de decirme que no creías en razas ni en castas? Bastaría con que pronunciaras en público esas palabras para ser culpable de lesa majestad, ya que nuestro rey de reyes está orgulloso de su casta y de su raza. Y aunque sólo hablaras del Cielo, ¿crees que eso bastaría para declararte inocente? Quizá no tengas consciencia de ello, pero los tiempos han cambiado. En la época de tus parientes partos se toleraban todas las creencias. Entre mis vecinos hay cristianos que practicaban su culto sin esconderse. El patriarca de los judíos en el exilio tenía acceso libre al palacio, y ni siquiera se sabía cuál era la religión del príncipe. Pero Artajerjes es diferente. Está rodeado de un grupo de magos que intentan imponer el culto del fuego en toda la extensión del imperio. En un palmeral olvidado a la orilla de un canal del Tigris se puede practicar aún la religión elegida. Pero aquí, en la capital, hay que callarse, esconderse, y si se quiere invocar a Jesús, o a Baal, o a Nabu, o a Moisés, se hace al amparo de las propias paredes.

– Tus palabras no me asustan, Maleo. Si vienen a detenerme tendré la oportunidad de exponer mi mensaje ante el señor del imperio.

– En esto reconozco tu ingenuidad. Recuerdas haber leído en tus libros alguna fábula antigua sobre un acusado que comparecía ante el rey y ya te imaginas tú frente al monarca, dialogando con él, subyugándole y convirtiéndole. ¡Despierta, Mani! ¡Abandona ya esos sueños de adolescente! No te conducirán ante el rey de reyes, desgraciado, te meterán en algún calabozo cenagoso y sólo podrás discutir con las ratas y los parásitos.

– En eso te equivocas. Yo sé que algún día hablaré a los reyes…

Maleo observaba a su amigo, intentando discernir las razones de semejante seguridad, cuando apareció Cloe, con la mirada vacilante del que no sabe si la noticia que trae va a suscitar alegría o fastidio.

– Pattig está aquí -dijo.

Mani se levantó y dio un paso hacia la puerta; por el contrario, su anfitrión lo hizo de mala gana, preocupado aún, inquieto, pero cuando Pattig entró en la habitación, vestido todavía a la manera de los Túnicas Blancas, le tendió los brazos efusivamente. El viejo «hermano» no le concedió más que un abrazo apresurado; sólo tenía ojos para su hijo, al que, sin embargo, no se acercaba, contemplándole a distancia como a una aparición ardiente e incierta, un poco peligrosa.

– ¡Estaba convencido de que jamás volvería a verte! Cuando te fuiste, lloré, quise ayunar hasta la muerte. Y Sittai también lloró como si hubiera perdido a su verdadero hijo. Luego llegaron unos hermanos que te habían visto cruzar el puente de Seleucia y supuse que habías venido a casa de Maleo, ya que no conoces a nadie más en estas ciudades. Por lo tanto, te seguí. Todos los hermanos deseaban acompañarme en cortejo. Tu partida les ha apenado y conmovido. Si al menos pudiera llevarte de regreso a nuestro palmeral, toda la Comunidad exultaría. Nadie, ¿me oyes?, nadie pensaría en reprocharte nada, podrías hablar en voz alta, exponer tus ideas…

El rostro de Mani se iba endureciendo a cada palabra de su padre.

– Si has venido para decirme esto, más te habría valido quedarte con los Túnicas Blancas. Entérate de una vez por todas, no volveré jamás a tu palmeral, ya no pertenezco a esa religión.

– ¿Y yo, Mani? ¿Has pensado un instante en mí? Abandoné el mundo y sus placeres, abandoné a mi mujer para vivir en esa comunidad, creyendo encontrar allí pureza y fraternidad, y ahora resulta que mi propio hijo me dice que el sacrificio de toda mi vida ha sido inútil. Si te escucho, reniego de todo a lo que me había consagrado, y si permanezco unido a la Comunidad, pierdo al único ser que está emparentado conmigo. Sólo te tengo a ti en este mundo.

– Entonces quédate conmigo. Escucha mis palabras. Si responden a tus esperanzas, me seguirás en mi camino, como en el pasado seguiste a Sittai. Si no, volverás al palmeral.

Mani había hablado a su padre como a un extraño. O a un rival. Sentía las efusiones de Pattig como agresiones y toda alusión a su lazo de parentesco le parecía fuera de lugar. Maleo y Cloe observaban la escena con pudor, testigos azarados de un arreglo de cuentas entre dos destinos. El padre había sometido a su hijo y a todos los suyos a los caprichos de un piadoso extravío, y ahora sobrevenía el irreal desquite: de pronto, Pattig cayó de rodillas, como bajo el efecto de una exhortación divina,

– Me quedaré contigo, Mani, escucharé tus palabras esforzándome para que penetren en mi corazón. Impónme las manos, seré tu primer discípulo.

Mani no respondió. Con los ojos cerrados, vagaba en medio de sus recuerdos a la búsqueda de alguna señal, de algún presagio que hubiera podido anunciarle esta extraña escena que estaba viviendo. Jamás habría podido imaginar que las cosas sucederían así. Luego, abriendo lentamente los párpados, puso la palma de la mano derecha sobre la cabeza de su padre arrodillado. De este modo, reproducía sin saberlo, y de alguna manera borraba, el gesto con el que, antaño, Sittai había adquirido tanta influencia sobre Pattig en el jardín del templo de Nabu.

Los siguientes días, Maleo refunfuñaba, echaba pestes, se embrollaba e iba de un lado a otro por sus talleres, impotente para realizar cualquier trabajo útil. Ciertamente, Mani le había intrigado siempre, pero jamás le había parecido tan desconcertante, tan incomprensible. A veces, tenía gestos de maestro rodeado de sus discípulos y, al instante siguiente, gestos de niño; a veces, Maleo le admiraba, casi le veneraba y, al instante siguiente, sólo sentía deseos de protegerle como a un hermano menor.

Sobre todo, el tirio no cesaba de dar vueltas en la cabeza a los acontecimientos de la víspera: una curiosa Iglesia había visto la luz en su propia casa, nacida del vasallaje antinatural de un padre ante su hijo. ¿Qué papel le hacían representar a él, Maleo de Tiro, dedicado a comerciante, sectario arrepentido que había huido de Iglesias y de Comunidades?

En sus relaciones con su amigo, había un malentendido cuya amplitud y consecuencias no había valorado hasta entonces. Uno y otro habían abandonado con alivio el palmeral de los Túnicas Blancas, pero sus motivaciones eran muy diferentes. Él había sabido siempre con certeza lo que quería de la vida: la fortuna, la mujer amada, la vivienda confortable a la espera de construirse un palacio… ¿Y Mani? ¿Con qué soñaba al abandonar la secta? ¿Con una nueva religión? Seguramente había en él ese deseo de predicar, y ahora hacía frecuentes alusiones a una voz celeste… Pero entonces, cómo explicar que, la misma noche de la llegada de Pattig, Maleo hubiera oído de su boca esta frase desconcertante: «¡A veces me pregunto si no será el señor de las Tinieblas el que inspira las religiones, con el único fin de desfigurar la imagen de Dios!».