2. Del Tigris al Indo
Mi esperanza ha llegado hasta el oriente del mundo,
y a todos los lugares de la tierra habitada.
Mani
Uno
Fue en el mes de abril del año 240 cuando abandonó para siempre el palmeral de los Túnicas Blancas. Había vuelto una página de su historia: hasta entonces había vivido sedentario y oculto; en lo sucesivo, viviría por los caminos.
Su primera etapa fue Ctesifonte. Cuando Mani nació, la gran ciudad del valle del Tigris era la residencia de los reyes partos, y aunque después su imperio había desaparecido, barrido por el de los persas sasánidas, los nuevos señores del país se habían establecido en la misma capital, que de ese modo había conservado su prestigio y su prosperidad.
Hoy, el nombre de Ctesifonte está borrado del mapa. Sin embargo, fue una de las grandes metrópolis del mundo antiguo, cuna del maniqueísmo y también un importante lugar de la cristiandad oriental. No lejos del emplazamiento donde, cinco siglos más tarde, los árabes fundarían la ciudad de Bagdad, se pueden admirar aún los vestigios del palacio donde Mani consiguió su más espectacular conquista.
Pero al día siguiente de su partida del palmeral aún no había llegado ese momento. Aunque el hijo de Babel tenía un alma de conquistador, su apariencia era distinta, la de un monje errante vestido con unas extrañas ropas de colores.
Iba a pie, con la cabeza protegida por un pañuelo, y debería haber llegado a la ciudad en cuatro o cinco días; pero el viaje se había prolongado a causa de una crecida del río Tigris que había roto los diques e inundado los caminos. Hasta el décimo día, a la puesta del sol, no llegó a la ciudad, y pronto se vio arrastrado por el cotidiano barullo. En efecto, los habitantes más ricos de Ctesifonte tenían por costumbre poseer multitud de animales, monturas y grandes rebaños, que los pastores esclavos llevaban a pacer todas las mañanas fuera de las murallas, hacia los pastos de Nassir o de Mahozé, y traían de regreso por la tarde, obstruyendo las puertas de la ciudad con una nube de lana, de cayados y de olores.
Como muchos otros viajeros, el hijo de Babel tuvo que entrar tras sus huellas, tosiendo, soportando empujones y aturdido por un alboroto más urbano, ya que las calles, adormiladas a mediodía, se animaban al acercarse el crepúsculo cuando el sol se ponía. Empleados, porteadores, pregoneros, soldados, camelleros, que a la hora de la siesta habían desaparecido, recomenzaban su ajetreado bullicio al cual se unían los paseantes, cada hora más numerosos a lo largo de las orillas, donde les esperaban las barcas de los vendedores ambulantes para ofrecerles esteras, gorros y chucherías de gran precio. Las monedas caían a puñados ruidosamente de una bolsa a otra. Ctesifonte era así. No se deambulaba por la ciudad para respirar aire fresco, sino para presumir, para exhibir a los niños rollizos y a los sirvientes, a las esposas sobre todo, preferentemente regordetas y de tez lechosa, cargadas de collares sobre la piel de los escotes y de pulseras ensartadas de dos en dos y de cuatro en cuatro hasta el codo. En esa ciudad, la gente llevaba encima todo lo que poseía, todo lo que era o pretendía ser. Y si, a veces, alguien tiraba una de esas pulseras a un mendigo desplomado contra la pared de un templo, lo hacía para que la multitud se quedara boquiabierta.
Cuando el cielo se iba oscureciendo y se terminaba el paseo, todo el mundo se retiraba a su casa con sus animales y su familia, para comer y beber, ya que las tabernas sólo eran para los viajeros y para algunos granujas. En efecto, todo ciudadano que se respetara se emborrachaba en su casa y acostado; siempre debía beber acostado y rodeado de los seres queridos o gratos. También en esto había que saber alardear, probar que se tenían los medios para embriagarse, ofrecer el vino en odres panzudos a los amigos, a los vecinos, a los clientes, y emborracharse hasta perder el sentido. ¿No era así como se comportaba el rey de reyes? ¿No tenía, además de sus catadores y de sus coperas, un escribano encargado de la embriaguez que llevaba un registro de todo lo que el soberano decretaba en estado de soberana borrachera, a fin de recordárselo cuando se despertaba y así lo pudiera reparar? Si la víspera había tenido el vino pródigo y había abolido cuatro años de impuestos, era necesario que los restaurara; si había tenido el vino colérico y había despojado de su cargo al jefe de los magos, culpable de haberse negado a bailar, era necesario que le rehabilitara.
Ctesifonte. La embriaguez ordenada, la grandeza meticulosa. Ctesifonte, heredera de Babilonia y rival de Roma; entre sus murallas dormiría Mani aquella noche.
Pero primero, para dar un rostro a la ciudad, había que encontrar al amigo. Mani interrogó a un transeúnte que parecía tener menos prisa que los demás. ¿Conocía, por casualidad, a un tirio llamado Maleo? ¿Maleo?, repitió el hombre entornando exageradamente los ojos. Por lo menos hay diez o doce que llevan ese nombre. Y dices que su mujer es griega…
Y fue así como Mani llegó al barrio del templo de Nabu, no lejos de la plaza de los Relieves, ante una casa de dos pisos, recién encalada y reluciente, detrás de una fila de palmeras. El portero condujo al visitante ante su señor, que apareció al final de la avenida, abriendo exageradamente los brazos.
– No es el palacio que había prometido, pero ya me he construido esta choza -dijo modestamente Maleo con su voz de trueno, satisfecho y próspero, orondo y resplandeciente.
Cloe, incrédula, vino corriendo. Había cambiado poco. Si no fuera por la criatura rolliza que llevaba con soltura en la cadera, sujetándola con un brazo, sería la misma chiquilla alegre y traviesa por la cual Mani había conservado el mismo cariño. Sus cabellos claros estaban, como siempre, despeinados. En la fugaz mirada que intercambiaron se podía descubrir una alegría verdadera; también, sin duda, un resto de pena, pero ninguna ambigüedad.
– ¿Y esa ropa? -dijo ella.
– Sí, he abandonado a los Túnicas Blancas.
– ¿Para siempre?
– E incluso más allá.
Dio un paso hacia ella y con una mano emocionada rozó las mejillas de la criatura, una niña de apenas dos años que se dejó acariciar por el visitante desconocido y que, incluso, le regaló una sonrisa antes de agarrarse tímidamente a la blusa de su madre.
– Aquí eres bienvenido -dijo Maleo-, esta casa es la tuya, bien lo sabes.
– Si alguna casa en el mundo pudiera ser la mía, sería ésta; pero sólo estoy de paso.
– ¿Adonde vas?
– Eso aún lo ignoro. Mientras tanto, ¿me ofreces alojamiento para esta noche?
– Para esta noche, para mañana por la noche y para todas las noches de mi vida.
– Para mañana, te lo pediré de nuevo mañana.
Maleo hubiera querido protestar, pero reconoció en su amigo ese tono lejano, súbitamente desinteresado y como sonámbulo. No servía de nada insistir, más valía cambiar de tema.
– Mañana te llevaré a ver mis almacenes y mis talleres, luego, el palacio y el nuevo hipódromo…
Pero su amigo le interrumpió, cogiéndole la mano con gesto de excusa,
– No, Maleo, lo que más necesito es callejear por esta ciudad sin rumbo fijo. Ya es hora de que contemple cómo vive el mundo.
Al día siguiente, al regresar a su casa para comer y dormir, Maleo llevaba su mula, como todos los días, por un atajo a través de un jardín baldío, especie de huerto abandonado, cuando vio a Mani sentado en una piedra, en medio de un pequeño grupo. Al acercarse, advirtió que su amigo tenía sobre las rodillas un libro abierto en el que parecía dibujar algo, a la vez que conversaba con las personas que le rodeaban. El tirio se disponía a echar pie a tierra cuando, al reconocer a las cinco o seis cabezas que se apiñaban alrededor del pintor, cambió de parecer y reanudó su camino mirando a otra parte.
Ya en su casa, se sentó a la mesa sin decir palabra.
– ¿No quieres esperar a Mani? -le preguntó Cloe con tono de reproche.
– Ya comerá cuando venga. Tengo hambre.
Cuando se le ponía cara de mal humor, Maleo parecía más rollizo aún que de ordinario y su barba redonda se le encrespaba.
– Otra vez problemas con los caravaneros -concluyó ella…
Pero su marido callaba y devoraba su comida bocado tras bocado, mirándose los dedos fijamente. Cloe no insistió más y continuó trajinando a su alrededor.
Después de las frutas, Maleo no se fue a dormir la siesta, sino que se sentó en un cojín desgranando con rabia su rosario de ámbar. Una hora más tarde llegó Mani. Maleo no levantó los ojos.
– Al pasar por el jardincillo, te vi… Estabas en plena conversación con ciertos individuos… ¿Los conoces?
– No. Estaba dibujando una guirnalda con tinta roja, se acercaron y yo les hablé.
– ¿Sin conocerlos?
– Fuera de tu casa, no conozco a nadie en esta ciudad.
– Voy a decirte quiénes son esos individuos: ociosos golfos, chiflados, borrachos, todos aquellos que no tienen otra cosa que hacer por la mañana que vagabundear por los descampados… ¡No dices nada! ¡Te es indiferente que tus oyentes sean los peores granujas del barrio!
Mani callaba. Pero había tanto candor en el mutismo de ese niño de veinticuatro años, ese niño grande, barbudo y vestido de colorines, que Maleo no insistió más. Dejó caer los brazos y con los ojos entornados se fue a echar la siesta inútilmente retrasada.
Durante los días siguientes, el tirio evitó pasar por el jardín. Prefería obligarse a dar un gran rodeo antes que encontrarse de nuevo con las malas compañías de Mani. ¿Fue por curiosidad, por cansancio o por simple inadvertencia por lo que, una semana más tarde, tomó de nuevo su antiguo camino? Había por lo menos quince personas rodeando al pintor, entre ellas dos o tres de los mirones del primer día, pero también individuos de toda condición, y uno de ellos era un vecino, tirio como Maleo, rico y respetado. Sentado, como tenía por costumbre, sobre la pierna izquierda doblada, el hijo de Babel tenía su libro abierto ante él, pero había dejado de pintar y se había colocado el pincel detrás de la oreja. Echando pie a tierra, su amigo se acercó para escucharle, medio escondido detrás de un ciprés joven. Mani no dio la impresión de haber notado su presencia y prosiguió su discurso:
– … en los comienzos del universo existían dos mundos, separados uno del otro: el mundo de la Luz y el de las Tinieblas. En los Jardines de Luz se encontraban todas las cosas deseables, en las tinieblas residía el deseo, un intenso deseo, imperioso, rugiente. Y de pronto, en la frontera de los dos mundos, se produjo un choque, el más violento, el más aterrador que el universo haya conocido. Las partículas de Luz se mezclaron entonces con las Tinieblas de mil formas diferentes y fue así como aparecieron todas las criaturas, los cuerpos celestes y las aguas, y la naturaleza y el hombre…