Por el momento lo que más le inquietaba era Yasmina . La elefantita albina, que había berreado de miedo al comienzo de la tormenta, al ser arrojada hacia adelante y hacia atrás, a la derecha y a la izquierda, finalmente renunció a mantenerse en pie. Estaba tendida sobre el costado en medio de una salmuera nauseabunda, con los párpados caídos sobre sus dulces ojos azules, y un débil gemido se escapaba de sus labios. Taor bajó varias veces para estar junto a ella, pero tuvo que renunciar a sus visitas después de que un sobresalto del navío le hiciera rodar por entre las deyecciones que emporcaban el suelo, y estuvo a punto de que le aplastase la masa de su amiga. Sin embargo, esta primera prueba no le hizo lamentar haber emprendido el viaje, porque, al alejarse de Mangalore en el espacio y en el tiempo, empezaba a medir la insignificancia de la vida a la que su madre le había confinado entre sus azufaifos y sus alfóncigos. Pero sentía remordimientos respecto a Yasmina , tan visiblemente inerme ante las pruebas de un largo viaje.

Por el contrario, Siri Akbar parecía transfigurado por la tempestad. El, que hasta entonces se había encerrado en una reserva gruñona, ahora parecía volver a la vida. Daba órdenes y distribuía tareas con una sangre fría que no era incompatible con una especie de exaltación jubilosa. Taor comprobaba que su compañero y primer esclavo, que en el palacio se desvivía para medrar por medio de tortuosas intrigas, aparecía engrandecido y como purificado por el asalto de los elementos de la naturaleza, porque nada más cierto que siempre somos más o menos el reflejo de nuestras empresas y de nuestros tropiezos. Al descubrir su rostro por un breve instante a la luz de un relámpago, Taor quedó sorprendido por su extraña hermosura hecha de valor, de lucidez y de ardor juvenil.

La tempestad cesó tan rápidamente como había estallado, pero se necesitaron nada menos que dos días de navegación circular para volver a encontrar tres navíos. Se trataba del Bohdi, del Jina y del Asura. El cuarto, el Vahana, no apareció, y hubo que decidirse a continuar la ruta del oeste considerándolo perdido, al menos provisionalmente.

Debían de estar a menos de una semana de la isla de Dioscórides que anuncia el golfo de Adén, cuando los hombres del Bohdi, por medio de las plumas, hicieron las señales convenidas para pedir socorro. Taor y Siri se trasladaron rápidamente a aquel barco. ¿Le habían picado unos insectos, se había intoxicado con alimentos en malas condiciones, o sencillamente no podía soportar el balanceo y las cabezadas de su prisión? El viejo elefante parecía sufrir una locura agresiva. Se agitaba frenéticamente, atacaba con furia a cualquiera que se arriesgase a bajar a la cala, y cuando estaba solo embestía contra los costados de la embarcación. La situación se iba haciendo peligrosa, porque el peso, la fuerza y los temibles colmillos del animal podían hacer temer que causase graves daños en el navío. Atarlo o darle muerte parecían empresas en las que no cabía pensar, y como ya no comía nada tampoco podían narcotizarlo o envenenarlo. De todas formas, eso proporcionaba una remota esperanza, ya que sin duda acabaría por agotar sus fuerzas. ¿Pero resistiría el navío hasta entonces? Aun corriendo el riesgo de que Yasmina se asustase por el ruido que hacía el viejo macho, decidieron que el Bohdi siguiera navegando cerca de la nave almirante.

Al día siguiente, el elefante, que se había herido con un herraje de la cala, empezó a perder sangre en abundancia. Dos días después murió.

– Hay que darse mucha prisa en despedazar esta carroña y arrojar los pedazos por la borda, pues nos acercamos a tierra y corremos el riesgo de tener visitantes indeseables -dijo Siri.

– ¿Qué visitantes? -preguntó Taor.

Siri escrutaba las profundidades del ciclo azul. Levantó la mano hacia una minúscula cruz negra suspendida, inmóvil, a una altura infinita.

– ¡Aquí están! -dijo-. Mucho me temo que todos nuestros esfuerzos sean en vano.

En efecto, dos horas después un primer quebrantahuesos se posaba sobre el mastelero de gavia, y giraba en todas direcciones su cabeza blanca con perilla negra. Pronto se le unieron una docena de semejantes suyos. Después de haber observado largamente los lugares, los hombres atareados y el cadáver despanzurrado del elefante, se dejaron caer velozmente hasta el fondo de la cala. Los marineros que temían a esas aves sagradas pidieron que se les permitiera refugiarse en e! Yasmina… El Bohdi fue abandonado a su suerte. Cuando el Yasmina lo perdió de vista, millares de quebrantahuesos se agolpaban en los palos, en las vergas, en las cubiertas, y un torbellino de vuelos llenaba la cala.

El Yasmina, el Jina y el Asura entraron en el estrecho de Bab-el-Mandeb -La Puerta del Llanto- que comunica el mar Rojo con el océano índico, cuarenta y cinco días después de haber salido de Mangalore. La navegación había sido considerablemente rápida, pero de los cinco barcos dos se habían perdido. Ahora había que prever treinta días para remontar el mar Rojo hasta el puerto de Elat. Decidieron descansar en la isla de Dioscórides, que vela lo mismo que un centinela a la entrada del estrecho, para hacer una escala que tanto necesitaban los hombres, los animales y los navíos.

Era la primera tierra extranjera que pisaba Taor. Sentía como una embriaguez ligera y feliz trepando por las desnudas pendientes, sembradas de retama y de cardos, del monte Hadjar, seguido por los tres elefantes, que brincaban alegremente tras de él para desentumecer las piernas. Todo parecía nuevo a los viajeros, aquel calor seco y tónico, aquella vegetación espinosa y perfumada -mirtos, lentiscos, acantos, hisopos-, y hasta los rebaños de cabras de largo pelo, que huían en desorden al ver a los elefantes. Pero mucho mayor aún era el pavor de los pobres beduinos de la isla al ver desembarcar a aquellos señores acompañados de monstruos desconocidos. Pasaron ante tiendas herméticamente cerradas, en las que hasta los perros se habían refugiado, en una aldea aparentemente desierta, aunque estaba claro que cientos de ojos les observaban por las rendijas de la tela, las puertas y los postigos. Se acercaban ya a la cumbre de la montaña, barrida por una brisa tan fresca que tiritaban a pesar del esfuerzo de la ascensión, cuando les detuvo un hermoso niño vestido de negro que se había apostado intrépidamente en medio del camino.

– Mi padre, el rabí Rizza, os espera -se limitó a decir.

Y dando media vuelta se constituyó en guía de la columna. En un circo rocoso esmaltado de asfódelos las tiendas bajas de los nómadas formaban un solo caparazón violeta y abollado que el viento, al precipitarse en su interior, levantaba de vez en cuando como un pecho al respirar.

El rabí Rizza, vestido de velos azules y calzado con sandalias de correas, acogió a los viajeros cerca de una hoguera de eucalipto. Tras los saludos, se acuclillaron en torno al fuego. Taor sabía que estaba ante un jefe, un señor, es decir, ante un igual. Pero al mismo tiempo no acertaba a comprender tanta pobreza. Porque para él, miseria y esclavitud, riqueza y aristocracia, formaban una sola idea, y se esforzaba trabajosamente por distinguirlas. Rizza se guardó mucho de hacer preguntas acerca del origen y del destino de sus huéspedes. Las frases que intercambiaron se limitaron a buenos deseos y a palabras de cortesía. La sorpresa de Taor fue mayúscula cuando vio que un niño llevaba a Rizza un cuenco de grosera harina de trigo, con un caneco de agua y un tarrito de sal. El jefe amasó con sus propias manos una pasta, y sobre una piedra plana dio a aquella especie de hogaza la forma de una torta redonda y bastante gruesa. Hizo un pequeño hoyo en la arena, y con una pala arrojó allí cenizas y brasas de la hoguera, poniendo encima la torta. Luego la recubrió con un montón de ramaje al que prendió fuego. Cuando se apagó la primera llamarada, dio la vuelta a la torta y volvió a cubrirla con ramas. Por fin la retiró del hoyo y la limpió con retama para quitarle la ceniza que la manchaba. A continuación la partió en tres pedazos y ofreció una parte a Taor y otra a Siri.

Acostumbrado a los fastos de una refinada cocina, en la que trabajaba una multitud de cocineros y marmitones, el príncipe de Mangalore, sentado en el suelo, comió un pan ardiente y gris, con granos de arena que crujían entre los dientes.

Un té verde con menta saturado de azúcar, que vertieron desde muy arriba en tazas minúsculas, le devolvió a costumbres más familiares. Pero después de un prolongado silencio Rízza empezó a hablar. La vaga sonrisa que acompañaba sus palabras y las cosas sencillas e inmediatas a las que aludía -el viaje, la comida, la bebida- podían hacer creer que reanudaba el hilo de las trivialidades que les habían ocupado hasta entonces. Pero Taor no tardó en comprender que se trataba de algo muy distinto. El rabí contaba una historia, una fábula, un apólogo que Taor entendía a medias, como si distinguiese mal, en su glauco espesor, una enseñanza que se aplicaba de un modo muy preciso a su caso, aunque el narrador lo ignorase casi todo de él.

– Nuestros antepasados, los primeros beduinos -comenzó-, no eran nómadas como lo somos hoy en día. ¿Cómo iban a serlo? ¿Cómo iban a abandonar el suntuoso y suculento vergel en el que Dios les había puesto? No tenían más que alargar la mano para coger los frutos más sabrosos que hacían doblegar las ramas de árboles de una variedad infinita. Porque en ese vergel sin fin no había dos árboles idénticos que diesen frutos semejantes.

»Tal vez me dirás: aún hay en ciertas ciudades u oasis jardines de delicias como éste del que te hablo. ¿Por qué en vez de conquistarlos e instalarnos allí preferimos correr sin cesar por el desierto detrás de nuestros rebaños? Sí, ¿por qué? Es la inmensa pregunta cuya respuesta contiene toda la sabiduría. Y esta respuesta es la siguiente: los frutos de estos jardines de ahora no se parecen en nada a aquellos de los que se alimentaban nuestros antepasados. Estos frutos de ahora son oscuros y pesados. Los de los primeros beduinos eran luminosos y sin peso. ¿Qué significa eso? Nos es muy difícil imaginar lo que pudo ser la vida de nuestros antepasados, porque hemos decaído y degenerado. Piensa que hemos llegado a admitir como obvio ese horrible proverbio: "Barriga hambrienta no tiene orejas". Pues bien, en los tiempos de que hablo, barriga hambrienta de comida y orejas hambrientas de saber eran una misma cosa, porque los mismos frutos satisfacían a la vez esas dos clases de hambre. En efecto, esos frutos no sólo eran diferentes por la forma, el color y el sabor. Se distinguían también por la ciencia que otorgaban. Algunos aportaban el conocimiento de las plantas y los animales, otros el de las matemáticas, había el fruto de la geografía, el de las artes musicales, el de la arquitectura, la danza, la astronomía, y muchos más. Y con tales conocimientos daban a quienes los comían las virtudes correspondientes, el valor a los navegantes, la habilidad a los barberos-cirujanos, la honradez a los historiadores, la fe a los teólogos, la solicitud a los médicos, la paciencia a los pedagogos. En aquellos tiempos el hombre participaba de la simplicidad divina. El cuerpo y el alma estaban fundidos en un único bloque. La boca servía de templo viviente -tapizado de púrpura, con su doble semicírculo de escabeles de esmalte, sus fuentes de saliva y sus chimeneas nasales- a la palabra que alimenta y al alimento que enseña, a la verdad que se come y se bebe, y a los frutos que se funden en ideas, preceptos y evidencias…