»En medio del gran sentimiento de repugnancia que me invade ya no sé qué decisión tomar. Quisiera por una vez escapar a los baños de sangre que hasta ahora siempre han zanjado todos mis conflictos domésticos. En mi desolación busco una autoridad tutelar a la que poder someter mis problemas familiares, pero sobre todo las diferencias que me oponen a mis hijos. Puesto que todo parece tramarse en Roma, ¿por qué no recurrir a Augusto, cuya brillante reputación no cesa de ir en aumento?

»Fleto una galera y embarco en compañía de Alejandro y de Aristóbulo con destino a Roma. Allí debíamos reunimos con Antípater, que se encontraba estudiando en esta ciudad. Pero el Emperador no estaba allí, y sólo supieron darnos informaciones muy vagas acerca del lugar donde se encontraba. Comienza con mis tres hijos una obstinada búsqueda de isla en isla y de puerto en puerto. Finalmente, vamos a recalar en Aquilea, al norte del Adriático. Mentiría si dijera que Augusto se alegró al ver que turbábamos su reposo en esta residencia de ensueño con el desembarco de toda una familia, de la cual ya oía hablar con demasiada frecuencia. La explicación se desarrolló en el curso de una tempestuosa jornada, en medio de una apasionada contusión. Más de una vez rompimos a hablar los cuatro al mismo tiempo, y con tanta vehemencia que casi parecía que íbamos a llegar a las manos. Augusto sabía a las mil maravillas enmascarar su indiferencia y su hastío con una inmovilidad escultural que podía confundirse con la atención. No obstante, la increíble refriega doméstica a la que asistió, a pesar suyo visiblemente acabó por sorprenderle, incluso por interesarle, como un combate de serpientes o una batalla de cochinillas. Al cabo de varias horas, cuando nuestras voces empezaban a enronquecer, salió de su silencio, nos mandó callar, y nos anunció que después de haber sopesado cuidadosamente nuestros argumentos, iba a dictar sentencia:

»-Yo, Augusto, emperador, os ordeno que os reconciliéis y que a partir de ahora viváis en buena armonía -decidió.

»Tal fue la resolución imperial que tuvo que bastarnos. ¡No era gran cosa al lado de la expedición que habíamos emprendido! Pero hay que admitir que era una idea muy extraña ir a buscar un arbitro que zanjara nuestros conflictos familiares. Sin embargo, yo no podía irme con tan menguadas ventajas. Hice como si me dispusiera a retrasar mi partida. Augusto, malhumorado, buscaba desesperadamente la manera de desembarazarse de nosotros. Medí atentamente su creciente exasperación. En el momento oportuno cambié bruscamente de tema y aludí a las minas de cobre que poseía en la isla de Chipre. ¿No se había hablado tiempo atrás de confiarme su explotación? Aquello era pura invención mía, pero Augusto aprovechó ávidamente la ocasión que le ofrecí de vernos desaparecer. Sí, de acuerdo, podía explotar aquellas minas, pero la audiencia había terminado. Nos despedimos de él. Al menos yo no me iba con las manos vacías…

»Cuando se gobierna hay que saber sacar provecho de todo. Con la ramita que me había dado Augusto en Jerusalén encendí una gran hoguera. Ante todo el pueblo alborozado anuncié que el problema de mi sucesión ya estaba resuelto. Mis tres hijos que presenté a la muchedumbre -Alejandro, Aristóbulo y Antípater- se repartirían el poder, y el primogénito, Antípater, ocuparía en esa especie de triunvirato una posición preeminente. Añadí que por mi parte, con la ayuda de Dios, aún me sentía con fuerzas para conservar durante mucho tiempo más toda la realidad del poder, aunque concediendo a mis hijos el privilegio de la pompa real y de una corte personal.

»Las fuerzas tal vez… pero las ganas… Nunca el deseo de evasión había sido más fuerte en mí. Después de haber arrojado así un manto de púrpura sobre aquel bullebulle familiar, partí para sumergirme de nuevo y lavarme en los esplendores de mi amada Grecia. Los Juegos Olímpicos, en plena decadencia, amenazaban con desaparecer pura y simplemente. Yo los reorganicé, creando fundaciones y becas que garantizaban su porvenir. Y para aquel año asumí el papel de presidente del jurado. Me embriagué con el espectáculo de aquella juventud triunfal bajo el sol. Tener dieciséis años, el vientre liso y los muslos largos, y no tener más preocupación que lanzar el disco o emprender la carrera de fondo… Para mí no había la menor duda: sí el paraíso existe es griego, y tiene la forma oval de un estadio olímpico.

» Luego este paréntesis radiante se cerró, y volvió a poseerme mi oficio de rey, con su grandeza y su inmundicia. Fue en esa época cuando tuvo lugar, con un despliegue de pompa inolvidable, la consagración del nuevo Templo. Luego fui a Cesárea para terminar los trabajos en curso y presidir la inauguración del nuevo puerto. Antes allí sólo había un fondeadero de mala muerte, aunque era indispensable por estar situado a medio camino entre Dora y Joppe. Todo navío que bordease la costa fenicia tenía que anclar frente a aquella costa cuando soplaba el viento del sudoeste. Establecí en aquel lugar un puerto artificial haciendo sumergir en veinte brazas de fondo bloques de piedra de cincuenta pies de largo y diez de ancho. Cuando este amontonamiento alcanzó la superficie del agua, hice levantar sobre esta base un dique de doscientos pies de anchura, con varias torres, la más hermosa de las cuales recibió el nombre de Drusio, por el yerno de César. El puerto se abría al norte, porque aquí el bóreas es el viento del buen tiempo. A ambos lados de la entrada se erguían colosos como dioses tutelares, y en la colina que domina la ciudad un templo dedicado a César albergaba una estatua del Emperador inspirada en el Zeus de Olimpia. ¡Qué hermosa era mi Cesárea, toda de piedras blancas, con sus escaleras, sus plazas, sus fuentes! Aún estaba terminando los almacenes portuarios cuando me llegaron de Jerusalén los gritos de indignación de Alejandro y de Aristóbulo, porque mi última favorita se vestía con las ropas de su madre Mariamna, y luego las injurias de mi hermana Salomé, que se peleaba con Glafira, la mujer de Alejandro. Además Salomé me inquietaba aliándose con nuestro hermano Peroras, un inestable, un enfermo, a quien yo había dado la lejana TransJordania, pero que no perdía ocasión de desafiarme, por ejemplo, queriendo casarse con una esclava elegida por él en vez de la princesa de la sangre que yo le destinaba.

«Todos los años, en el período más seco del verano, el aprovisionamiento de agua se hacía difícil en Jerusalén. Hice doblar las conducciones que a lo largo del camino de Hebrón y de Belén llevaban a Jerusalén el agua de los estanques de Salomón. Dentro de la misma ciudad, un conjunto de albercas y de cisternas proporcionó un aprovechamiento mejor de las aguas pluviales. Mientras, una prosperidad sin precedentes encontraba su expresión en nuestra moneda de plata, cuya proporción de plomo pasó de veintisiete a trece por ciento, sin duda la mejor aleación monetaria de toda la cuenca mediterránea.

»No, no eran motivos de satisfacción lo que me faltaban, pero apenas contrapesaban las causas de irritación que me producían diariamente los informes de mi policía acerca de la inquietud que había en la corte. Circuló el rumor de que yo había tomado por amante a Glafira, la joven esposa de mi hijo Alejandro. Luego, ese mismo Alejandro aseguró que su tía Salomé -que ya tenía más de sesenta años- por la noche se metía en su cama, y le obligaba a mantener relaciones incestuosas. Más tarde hubo el asunto de los eunucos. Eran tres, se ocupaban respectivamente de mi bebida, de mis comida y de mi aseo, y por la noche compartían mi antecámara. La presencia junto a mí de esos orientales siempre había sido motivo de escándalo para los fariseos, que daban a entender que los servicios que me prestaban iban mucho más allá de lo referente a mi mesa y a mi aseo. Entonces me contaron que Alejandro los había sobornado convenciéndoles de que mi reinado iba a durar ya muy poco, y que a pesar de mis disposiciones testamentarias, sólo él me sucedería en el trono. La gravedad del asunto se debía a la intimidad que esos servidores tenían conmigo, y a la confianza que yo tenía que concederles. Quien tratase de corromperles sólo podía tener los más negros propósitos. Mí policía se puso en acción, y ésta es una de las fatalidades de los tiranos, que a menudo se ven impotentes para templar el celo de los hombres a los que han confiado su propia seguridad. Durante semanas enteras Alejandro quedó incomunicado, y el palacio resonó con los gemidos de las personas que le eran más allegadas, y a las que torturaban mis verdugos. Sin embargo, una vez más conseguí restablecer una paz precaria dentro de mi casa. Me ayudó a ello Arquelao, rey de la Capadocia, quien se apresuró a acudir, inquieto por la suerte que podían correr su hija y su yerno. Con mucha habilidad, empezó colmándoles de maldiciones, pidiendo para ellos un castigo ejemplar. Yo le dejé decir, satisfecho de ver que asumía el papel indispensable de justiciero, reservándome aquél, tan raro en mí, de abogado de la defensa y de la clemencia. Las confesiones de Alejandro nos ayudaron: el joven hizo responsable de todo el asunto a su tía Salomé, y sobre todo a su tío Peroras. Ese último decidió declararse culpable, lo cual hizo inmediatamente, con toda la extravagancia de su naturaleza: vestido de negros andrajos, con la cabeza cubierta de ceniza, fue a arrojarse a nuestros pies hecho un mar de lágrimas, y se acusó de todos los pecados del mundo. De golpe, Alejandro resultaba casi completamente disculpado. Sólo me quedaba disuadir a Arquelao, que quería llevarse a su hija a la Capadocia, diciendo que se había hecho indigna de seguir siendo mi nuera, aunque en realidad lo que pretendía era sacarla de un avispero temible. Le escolté hasta Antioquía, y allí dejé que siguiera su camino cargado de regalos: una bolsa de setenta talentos, un trono de oro con incrustaciones de piedras preciosas, una concubina llamada Panníquis y los tres eunucos que estaban en el origen de todo aquello, y a los que ya no podía, a pesar de todo, conservar a mi servicio íntimo.

«Cuando se trata de justificar el proceder de los príncipes, suele recurrirse a una especie de lógica superior -que tiene poco que ver o que está en flagrante contradicción con la del común de los mortales- y que se llama la razón de Estado. Adelante con la razón de Estado, pero sin duda aún no soy del todo un hombre de Estado, porque no puedo asociar estas dos palabras sin echarme a reír sarcásticamente por entre mi rala barba. ¡Razón de Estado! Es bien cierto, claro está, que se llama Euménides- es decir, Benévolas- a las Erinnias o Furias, hijas de la tierra que tienen por cabellos serpientes entrelazadas, que persiguen el crimen blandiendo un puñal con una mano y una antorcha encendida en la otra. Ésta es una figura de estilo que se llama antífrasis. Sin duda también por antífrasis se habla de razón de Estado, cuando se trata también evidentemente de locura de Estado. El sangriento frenesí que sacude a mí desventurada familia desde hace medio siglo ilustra bastante bien esa especie de sinrazón que procede de las alturas.