– No necesito oírte. ¿No es a ti a quien se atribuye este verso: «Si castigas con el mal el mal que he hecho, dime ¿cuál es la diferencia entre tú y yo?» El hombre que profiere semejantes palabras ¿no es un ateo?

Omar se encoge de hombros.

– Si no creyera que Dios existe, no me dirigiría a Él.

– ¿En ese tono? -ríe el cadí sarcásticamente.

– Sólo a los sultanes y a los cadíes hay que hablarles con circunloquios. No al Creador. Dios es grande, no necesita para nada nuestros melindres y nuestras pobres zalemas. Me ha hecho pensante y por lo tanto pienso y le entrego sin disimulos el fruto de mi pensamiento.

En medio de los murmullos de aprobación de la asistencia, el cadí se retira mascullando amenazas. El soberano, después de reírse, se siente inquieto, teme las consecuencias en algunos barrios. Su semblante se ensombrece y sus visitantes se apresuran a despedirse.

Al volver a su casa en compañía de Vartan, Omar reniega contra la vida de la corte, sus trampas y sus futilidades, prometiéndose abandonar Merv lo antes posible; su discípulo no se altera demasiado, es la séptima vez que su maestro amenaza con partir; por lo general, al día siguiente, ya más resignado, reanuda sus investigaciones mientras vienen a consolarlo.

Esa noche, una vez en su habitación, Omar escribe en su libro una cuarteta llena de despecho que termina así:

Cambia tu turbante por vino

¡y sin pena, ponte un gorro de lana!

Luego mete el manuscrito en su escondite habitual, entre el lecho y la pared. Al despertarse, siente deseos de releer su cuarteta porque le parece que hay una palabra mal colocada. Su mano rebusca a ciegas y coge el libro, y es el abrirlo cuando descubre la carta de Hassan Sabbah, deslizada entre dos páginas mientras dormía.

Inmediatamente Omar reconoce la letra y esa firma convenida entre ellos desde hace ya cuarenta años: «El amigo que conociste en el caravasar de Qaxan.» Mientras lee no puede reprimir una carcajada. Vartan, que se acaba de despertar en la habitación contigua, viene a ver lo que divierte tanto a su maestro después del disgusto de la víspera.

Acabamos de recibir una generosa invitación: alojados, alimentados, protegidos hasta el fin de nuestra vida.

– ¿Por qué gran príncipe?

– El de Alamut.

Vartan da un respingo. Se siente culpable.

– ¿Cómo ha podido llegar esa carta hasta aquí? ¡Antes de acostarme comprobé todas las puertas!

– No trates de saberlo. Hasta los sultanes y los califas han renunciado a protegerse. Cuando Hassan decide enviarte una misiva o un puñal es seguro que los recibirás, ya estén tus puertas abiertas de par en par o cerradas con candado.

El discípulo se acerca la carta al bigote y la olfatea ruidosamente, luego la lee y la relee.

– Quizá tenga razón ese demonio -concluye-. Es en Alamut donde tu seguridad estaría mejor garantizada. Después de todo Hassan es tu más viejo amigo.

– ¡Por el momento, mi más viejo amigo es el vino nuevo de Merv!

Con un placer infantil, Omar comienza a desgarrar la hoja en una infinidad de trozos que lanza al aire; y mientras los observa flotar y revolotear en su caída, continúa hablando:

– ¿Qué tenemos en común ese hombre y yo? Yo soy un adorador de la vida y él un idólatra de la muerte. Yo escribo: «Si no sabes amar ¿para qué te sirve que el sol salga y se ponga?» Hassan exige de sus hombres que ignoren el amor, la música, la poesía, el vino, el sol. Desprecia lo más bello de la creación y se atreve a pronunciar el nombre del Creador. ¡Se atreve a prometer el paraíso! ¡Créeme, si su fortaleza fuera la puerta del paraíso, renunciaría al paraíso! ¡Jamás pondré los pies en esa cueva de falsos devotos!

Vartan se sienta, se rasca con fruición la nuca antes de decir con el más abatido de los tonos:

– Puesto que ésa es tu respuesta, ya es hora de que te revele un secreto demasiado viejo. ¿Nunca te has preguntado por qué cuando huimos de Ispahán los soldados nos dejaron largarnos tan cándidamente?

– Eso me ha intrigado siempre, pero como desde hace años sólo he comprobado fidelidad por tu parte, abnegación y filial afecto, nunca he querido remover el pasado.

– Ese día los oficiales de la Nizamiyya sabían que iba a salvarte y partir contigo. Eso formaba parte de una estrategia que yo había imaginado.

Antes de proseguir, sirve oportunamente a su maestro y a sí mismo un buen vaso de vino granate.

– No ignoras que en la lista de los proscritos establecida por el propio Nizam el-Molk había un hombre al que nunca hemos logrado atrapar, Hassan Sabbah. ¿No fue él el principal responsable del asesinato? Mi plan era simple: partir contigo con la esperanza de que buscaras refugio en Alamut. Yo te acompañaría hasta allí rogándote que no revelaras mi identidad y encontraría la ocasión de librar a los musulmanes y al mundo entero de ese demonio. Pero tú te obstinaste en no poner jamás los pies en la sombría fortaleza.

– Sin embargo, te has quedado a mi lado todo este tiempo.

– Al principio pensaba que me bastaría ser paciente, que cuando te hubieran expulsado de quince ciudades sucesivas te resignarías a tomar el camino de Alamut. Luego pasaron los años y te tomé cariño, mis compañeros se dispersaron por todos los rincones del Imperio y mi determinación se debilitó. Y así fue como Omar Jayyám salvó la vida por segunda vez a Hassan Sabbah.

– Deja de lamentarte, quizá fue a ti a quien salvé la vida.

– La verdad es que debe de estar bien protegido en su guarida.

Vartan no puede disimular un resto de amargura, que divierte a Jayyám.

– Dicho esto, añadiré que si me hubieras revelado tu plan, sin duda te habría conducido a Alamut.

El discípulo salta de su asiento.

– ¿Es verdad eso?

– No. ¡Siéntate! Sólo lo decía para mortificarte. A pesar de todo lo que Hassan haya podido cometer, si lo viera en este momento ahogándose en el río Mungab le tendería la mano para ayudarle.

– ¡Yo le hundiría violentamente la cabeza bajo el agua! Sin embargo, tu actitud me reconforta. Escogí permanecer a tu lado porque eres capaz de semejantes palabras y de semejantes actos. Y de eso no me arrepiento.

Jayyám estrecha con fuerza a su discípulo entre sus brazos.

– Me alegro de que mis dudas con respecto a ti se hayan disipado. Ya soy viejo y necesito saber que tengo junto a mí a un hombre de confianza. A causa de este manuscrito. Es lo más valioso que poseo. Para enfrentarse al mundo, Hassan Sabbah construyó Alamut; yo sólo he construido este minúsculo castillo de papel, pero pretendo que sobreviva a Alamut. Esta es mi apuesta y éste es mi orgullo. Y nada me asusta tanto como pensar que a mi muerte mi manuscrito pueda caer en unas manos frías o malintencionadas.

Con un gesto un poco ceremonioso, tiende el libro secreto a Vartan:

– Puedes abrirlo, puesto que serás su guardián.

El discípulo está emocionado.

– ¿Alguien más ha tenido este privilegio antes que yo?

– Dos personas. Yahán, después de una disputa en Samarcanda, y Hassan cuando vivíamos en la misma habitación, a nuestra llegada a Ispahán.

– ¿Hasta ese punto confiabas en él?

– A decir verdad, no. Pero tenía a menudo ganas de escribir y él terminó por reparar en el manuscrito. Por lo tanto preferí enseñárselo yo mismo, puesto que de todas formas él podía leerlo a mis espaldas. Y además le creía capaz de guardar un secreto.

– Sabe muy bien guardar un secreto, pero para utilizarlo mejor contra ti.

Desde ese momento, el manuscrito pasaría las noches en la habitación de Vartan. Al menor ruido, el antiguo oficial ya está de pie, empuñando la espada y aguzando el oído; inspecciona cada habitación de la casa y luego sale a hacer una ronda por el jardín. A su regreso, no siempre consigue conciliar el sueño de nuevo y entonces enciende una lámpara sobre su mesa, lee una cuarteta que memoriza y luego, incansablemente, la repite en su cabeza para captar su más profundo significado y para tratar de adivinar en qué circunstancia pudo escribirla su maestro.

A lo largo de unas cuantas noches inquietas, una idea toma forma en su mente, que Omar acoge complacido inmediatamente: redactar, en el margen dejado por las ruba'iyyat , la historia del manuscrito e indirectamente la del propio Jayyám, su infancia en Nisapur, su juventud en Samarcanda, su fama en Ispahán, sus encuentros con Abu Taher, Yahán, Hassan, Nizam y muchos otros más. Es, pues, bajo la supervisión de Jayyám, a veces incluso dictadas por él, como se escriben las primeras páginas de la crónica. Vartan se consagra a ello y comienza diez, quince veces cada frase en un borrador antes de transcribirla con una caligrafía angulosa, fina, laboriosa, que un día se interrumpe brutalmente en mitad de una frase.

Omar se despierta pronto esa mañana. Llama a Vartan, que no responde. Una noche más que ha pasado escribiendo, se dice Jayyárri paternal. Le deja descansar, se sirve la copa de la mañana, primero el fondo que se bebe de un trago y luego la copa llena que se lleva con él al jardín para dar un paseo. Se da una vuelta, se divierte soplando el rocío depositado en las flores y luego se va a coger moras blancas y jugosas que se pone sobre la lengua y revienta contra su paladar con cada trago de vino.

De suerte que cuando se decide a entrar de nuevo en la casa ha transcurrido más de una hora. Es el momento de que Vartan se levante. No lo llama, entra directamente en su habitación y se lo encuentra tendido en el suelo con la garganta negra de sangre y la boca y los ojos abiertos y petrificados como en una última y ahogada llamada.

Y sobre su mesa, entre la lámpara y la escribanía, el puñal del crimen clavado en una hoja abarquillada cuyos bordes Omar separa para leer: «Tu manuscrito te ha precedido en el camino de Alamut.»

XXIV

O mar Jayyám llora a su discípulo como había llorado a otros amigos, con la misma dignidad, la misma resignación, la misma púdica aflicción. «Habíamos bebido el mismo vino, pero ellos se embriagaron dos o tres rondas antes que yo.» Sin embargo, ¿por qué negarlo? Fue la pérdida de su manuscrito lo que más le afectó durante largo tiempo. Ciertamente, hubiera podido reconstituirlo; habría recordado hasta el menor acento. Aparentemente no quiso hacerlo; en todo caso no queda ni el menor rastro de esa transcripción. Parece como si Jayyám hubiera aprendido una sabia lección del robo de su manuscrito: nunca más trataría de influir en el futuro, ni en el suyo ni en el de sus poemas.