– ¿Su guardaespaldas y su sombra, dices? ¿Entonces eras tú quien tenía que protegerlo del asesino?

– Me había ordenado que permaneciera lejos de él. Nadie ignora que quiso esa muerte. Aunque yo hubiera podido matar a un asesino, habría surgido otro. ¿Quién soy yo para interponerme entre mi señor y su destino?

– ¿Y qué quieres de mí?

– Anoche nuestras tropas se infiltraron en Ispahán. La guarnición se nos unió. El sultán Barkyaruk ha sido liberado y desde ahora esta ciudad le pertenece.

Jayyám se levanta de un salto.

– ¡Yahán!

Un grito y una interrogación angustiada. Vartan no dice nada. Su semblante inquieto contrasta con su aspecto marcial. Omar cree leer en sus ojos una monstruosa confesión. El oficial murmura:

– ¡Me hubiera gustado tanto salvarla! ¡Me hubiera sentido tan orgulloso de presentarme en casa del ilustre Jayyám trayéndole a su esposa indemne! Pero llegué demasiado tarde. Los soldados habían degollado a toda la gente del palacio.

Omar avanza hacia el oficial y lo agarra con todas sus fuerzas, sin conseguir, sin embargo, hacerle vacilar.

– ¡Y has venido para anunciarme esto!

El otro sigue con la mano sobre la guarnición de su espada. No ha desenvainado. Habla con voz neutra.

– He venido por otra cosa muy diferente. Los oficiales de la Nizamiyya han decidido que debes morir. Cuando se hiere al león, dicen, es prudente terminar con él. Me han asignado la misión de matarte.

Súbitamente Jayyám se siente más sereno. Permanecer digno en el momento último. ¡Cuántos sabios dedicaron su vida entera a alcanzar esa cima de la condición humana! No aboga por su vida. Por el contrario, siente a cada instante el reflujo de su miedo. Y sobre todo piensa en Yahán y no duda de que ella también haya sabido ser digna.

– ¡Jamás habría perdonado a aquellos que han matado a mi mujer! ¡Toda mi vida habría sido su enemigo, toda mi vida habría soñado con verlos un día empalados! ¡Hacéis bien en deshaceros de mí!

– Yo no opino así, señor. Éramos cinco oficiales para decidirlo, todos mis compañeros quisieron tu muerte, yo fui el único que me opuse.

– Hiciste mal. Tus compañeros me parecen más prudentes.

– Te he visto con frecuencia con Nizam el-Molk. Os sentabais a hablar como padre e hijo y él nunca dejó de quererte, a pesar de las artimañas de tu mujer. Si hubiera estado entre nosotros no te habría condenado y a ella también la habría perdonado, por ti.

Jayyám examina detenidamente a su visitante, como si en ese momento acabara de descubrir su presencia.

– Puesto que eras contrario a mi muerte, ¿por qué te eligieron para venir a ejecutarme?

– Fui yo quien lo propuso. Los otros te habrían matado. Yo tengo la intención de dejarte vivir. ¿Crees, si no, que me hubiera quedado a dialogar así contigo?

– ¿Y qué explicación les darás a tus compañeros?

– No daré ninguna explicación. Me marcharé. Mis pasos seguirán a los tuyos.

– Lo anuncias con tanta calma que parece una decisión muy madurada.

– Es la verdad misma. No estoy actuando por una cabezonada. Fui el más fiel servidor de Nizam el-Molk y creía en él. Si Dios lo hubiera permitido, habría muerto por protegerlo. Pero desde hacía mucho tiempo había decidido que si mi señor desaparecía no serviría ni a sus hijos ni a sus sucesores y que abandonaría para siempre la carrera de la espada. Las circunstancias de su muerte me han obligado a prestar mis servicios una última vez. Estoy involucrado en el asesinato de Malikxah y no me arrepiento de ello; había traicionado a su tutor, a su padre, al hombre que lo había elevado a la cúspide; por lo tanto, merecía morir. He tenido que matar, pero no por ello me he convertido en un asesino. Jamás habría derramado la sangre de una mujer. Y cuando mis compañeros proscribieron a Jayyám, comprendí que había llegado para mí el momento de partir, de cambiar de vida, de transformarme en ermitaño o en poeta errante. Si quieres, maestro, recoge algunas cosas y abandonemos esta ciudad lo antes posible.

– ¿Y para ir adónde?

– Tomaremos la ruta que quieras, te seguiré a todas partes como un discípulo y mi espada te protegerá. Volveremos cuando la agitación se haya calmado.

Mientras el oficial prepara las monturas, Omar recoge apresuradamente su manuscrito, su escribanía, su cantimplora y una bolsa llena de oro. Atraviesan de parte a parte el oasis de Ispahán hasta el arrabal de Marbin, al oeste, sin que los soldados, que son numerosos, amaguen con molestarles. Una palabra de Vartan y las puertas se abren y los centinelas se apartan respetuosamente. Esta complacencia no deja de intrigar a Omar, que sin embargo evita interrogar a su compañero. Por el momento no tiene otra elección que confiar en él.

Hace menos de una hora que se han marchado cuando una multitud enloquecida llega a saquear la casa de Jayyám y a prenderle fuego. Al final de la tarde desvalijan el observatorio. En el mismo momento, el cuerpo en paz de Yahán era enterrado al pie de la muralla que bordea el jardín del palacio.

Ninguna losa indica a la posteridad el lugar de su sepultura.

Parábola extraída del Manuscrito de Samarcanda .

«Tres amigos iban de paseo por las altiplanicies de Persia. Aparece una pantera; toda la ferocidad del mundo vivía con ella.

»La pantera observa largo rato a los tres hombres y luego corre hacia ellos.

»El primero era el de más edad, el más rico, el más poderoso. Gritó: “Soy el dueño de estos lugares, jamás permitiré a un animal que haga estragos en las tierras que me pertenecen.” Estaba acompañado de dos perros de caza, los soltó contra la pantera y pudieron morderla,pero eso sólo consiguió enfurecerla más; los mató, saltó contra su amo y le desgarró las entrañas.

»Ese fue el destino de Nizam el-Molk.

»El segundo se dijo: “Soy un hombre sabio, todos me honran y me respetan. ¿Por qué voy a dejar que mi destino se decida entre unos perros y una pantera?” Dio media vuelta y huyó sin esperar el resultado del combate. Desde entonces anda errante de cueva en cueva, de cabaña en cabaña, convencido de que la fiera le va pisando los talones constantemente.

»Ese fue el destino de Omar Jayyám.

»El tercero era un hombre de fe. Avanzó hacia la pantera con las manos extendidas, la mirada dominadora, la boca elocuente, “Sé bienvenida a estas tierras, le dijo, mis compañeros eran más ricos que yo y los has desvalijado, eran más orgullosos y los has humillado.” La fiera escuchaba seducida, dominada. Consiguió mucho ascendiente sobre ella y la domó. Desde entonces ninguna pantera se atreve a acercarse a él y los hombres se mantienen a distancia.»

El Manuscrito concluye: «Cuando vienen tiempos de confusión, nadie puede parar su curso, nadie puede evitarlos, algunos consiguen servirse de ellos. Mejor que nadie, Hassan Sabbah ha sabido domar la ferocidad del mundo. Ha sembrado el miedo a su alrededor para prepararse en su reducto de Alamut un minúsculo espacio de sosiego.»

En cuanto se apoderó de la fortaleza de Alamut, Hassan Sabbah comenzó los trabajos para asegurar un total hermetismo con respecto al mundo exterior. Necesitaba, sobre todo, hacer imposible toda penetración enemiga. Por lo tanto, gracias a acertadas construcciones, mejoró las cualidades, ya excepcionales, del lugar, cerrando con trozos de muralla el menor pasaje entre dos colinas.

Pero esas fortificaciones no le bastan a Hassan. Aunque el asalto fuera imposible, los sitiadores podrían apoderarse de su reducto si consiguieran rendirlo por el hambre y la sed. Así es como terminan la mayoría de los asedios. Y sobre ese punto Alamut es particularmente vulnerable, al tener pocos recursos de agua potable. Pero el Gran Maestro encuentra la solución al problema. En vez de abastecerse del agua de los ríos cercanos, cava en la montaña una impresionante red de aljibes y canales con el fin de recoger el agua de la lluvia y del deshielo. Cuando se visitan hoy las ruinas del castillo, se puede aún admirar, en la gran habitación donde vivía Hassan, un «estanque milagroso» que se llena a medida que se vacía y que, prodigio de ingeniosidad, no se desborda jamás.

Para las provisiones, el Gran Maestro acondiciona unos pozos donde entroja aceite, vinagre y miel; igualmente acumula cebada, grasa de cordero y frutos secos en cantidades considerables, suficiente para aguantar un cerco total durante casi un año, lo que en esa época excedía con mucho las capacidades de resistencia de los sitiadores, particularmente en una zona donde el invierno es crudo.

Hassan dispone, pues, de un escudo sin fallo; posee, por decirlo así, el arma defensiva absoluta. Con sus fieles asesinos tiene, igualmente, el arma ofensiva absoluta. En efecto ¿cómo precaverse contra un hombre decidido a morir? Toda protección se funda en la disuasión; ya se sabe que los personajes importantes se rodean de una guardia de aspecto aterrador que hace temer una muerte inevitable a cualquier eventual agresor. Pero ¿y si el agresor no teme morir? ¿Y si está persuadido de que el martirio es un atajo para llegar al paraíso? ¿Y si tiene constantemente en la mente las palabras del Predicador: «No estáis hechos para este mundo sino para el otro. ¿Tendría miedo un pez si se le amenazara con tirarlo al mar?» ¿Y si, además, el asesino consigue infiltrarse en el círculo de su víctima? Entonces no se puede hacer nada para detenerlo. «Yo soy menos poderoso que el sultán, pero puedo perjudicarte mucho más que lo que él pueda hacerlo», había escrito Hassan un día a un gobernador de provincia.

Así, después de forjarse los instrumentos de guerra más perfectos que puedan imaginarse, Hassan Sabbah se instaló en su fortaleza y ya no la abandonó jamás; sus biógrafos dicen incluso que en los treinta últimos años de su vida sólo salió dos veces de su casa, y las dos veces ¡para subir al tejado! Allí estaba, de la mañana a la noche, sentado con las piernas cruzadas, sobre una estera que su mismo cuerpo había raído, pero que nunca quiso cambiar o reparar. Enseñaba, escribía y lanzaba a sus asesinos al acoso de sus enemigos. Y cinco veces al día rezaba, sobre la misma estera, con sus visitantes del momento.