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Joseph tenía siete años cuando la tragedia se abatió sobre los Nicolet. Robert Nicolet, único heredero de la inmensa fortuna familiar, se ahogó en un accidente de barco junto con sus dos hijos menores. Una noche de luna, poco tiempo después, su esposa se puso su traje de novia y se tiró del puente. La encontraron al día siguiente en el recodo del río, entre las rocas y las raíces de un sauce llorón, con un casquete de hojas amarillas pegado al cabello.

El anciano señor Nicolet empezó a vagar por su mansión con una bata de seda azul, abriendo puertas al azar, recorriendo tambaleante pasillos de cuya existencia nunca había sabido. A veces hablaba en voz alta, palabras o frases inconexas que no requerían respuesta. En esta condición se encontró con Joseph, que jugaba con una caja de cigarros vacía en el frío suelo de la trascocina. Su madre, que había estado chismorreando con una doncella, balbuceó excusas y se apresuró a coger a su hijo en brazos y quitarlo de en medio. Pero el anciano caballero se detuvo y bajó la vista hacia la asustada cara del niño; no dijo nada, pero alargó una mano cubierta de manchas de la edad y, con delicadeza, con la yema de los dedos, acarició la mejilla del niño.

Joseph no volvió a verlo y pronto olvidó el encuentro. Pero cuando el viejo empresario murió dieciocho meses después, se supo que su testamento disponía que el hijo de Jeanne Morel fuera enviado a la escuela. Con el tiempo, si el muchacho demostraba aptitudes, estudiaría «para médico, para que aprendiera así a aliviar el sufrimiento con que tan generosamente está dotado el mundo».

Desde que había regresado a Castelnau, Joseph había descubierto que a menudo sus pasos lo conducían al río. No hubiera sabido decir qué le había movido a regresar después de terminar sus estudios. Sus padres habían muerto y sus dos hermanas se habían casado y marchado; habría sido más fácil, y sin duda más prudente, permanecer en Montpellier y explotar los contactos hechos en la universidad. La decisión de regresar, tomada impulsivamente con la vaga intención de honrar a su benefactor, se cernía ahora sobre su hombro como un pájaro de mal agüero. La idea de que tal vez había cometido un error irrevocable era nueva y temible.

Al principio no había reconocido la sombría infelicidad que lo acompañaba a todas partes. ¿Cómo iba a sentirse solo cuando nunca lo había estado? En Montpellier siempre había alguien llamando a su puerta. Añoraba aquellas simpáticas noches de invierno compitiendo para ver quién bebía más en las tabernas, con la facilidad con que se traba amistad cuando la juventud y un esfuerzo común nivelan el accidentado paisaje de las diferencias. Echaba de menos la garrigue, las colinas que olían a hierba detrás de la ciudad, adonde tan a menudo había ido a pasear para aliviar la resaca; en una ocasión había encontrado una aldea en ruinas, abandonada a frágiles flores silvestres y pájaros cuyos diminutos cuerpos describían bucles, dando incansables puntadas al aire. Al entrar en habitaciones donde dominaba la enfermedad, al comer solo, al tratar de imponer un orden en la sucesión de sus días amorfos, anhelaba aquella vida que le sentaba como una camisa suavizada por el uso.

De pie en el puente, se preguntó si había regresado por lo que alcanzaba a ver desde ese lugar estratégico: el parapeto bajo sus pies, esa mansión que se caía a pedazos corriente arriba, el taller donde había trabajado su padre, los barcos de las lavanderas donde su madre había restregado la pesada mantelería de los Nicolet.

La gente necesitaba el pasado, pensó, y por un instante todo le pareció tan claro como el paisaje que se iluminaba de golpe a lo largo del río. Necesita saber de dónde viene.

Eso le trajo a la memoria lo que había dicho a Sophie acerca de la historia, y la vergüenza le embargó. Él solo era un médico, debería dejar las declaraciones a otros y limitarse a hablar de las cosas que sabía. «Para aliviar el sufrimiento con que tan generosamente está dotado el mundo.»

9

Frío y soleado tras una semana de lluvia.

Mathilde paseaba por un sendero donde gruesos escaramujos de flores naranjas se ensartaban como cuentas a través del seto. Brutus, corriendo delante de ella, miraba a menudo hacia atrás para observar su avance, o se detenía para hundir el morro en unos hongos marrones y planos. De pronto echó a correr y desapareció en un campo.

Por todas partes había pequeños caracoles de translúcidos caparazones amarillos. En un charco que cruzaba el camino vio reflejadas las hojas sobre su cabeza; lo cruzó empapándose las botas y los calcetines de algodón gris.

En París, la muchedumbre la seguía sin vacilar mientras ella la conducía sin miedo por las calles de una ciudad llena de casas altas, aún más altas y más suntuosas que las casas de Toulouse. Marchaban a la luz de las antorchas, cantando. Al llegar ante las intrincadas puertas de hierro, un hombre la sentó sobre sus hombros y ella se dirigió a la confusión de caras llenas de adoración: «¡Ciudadanos! Es nuestro deber patriótico liberar a estas almas desafortunadas sometidas a la tortura, víctimas de tiranías indescriptibles». Se llevó el puño al corazón. «Vive la liberté! Vive la France!» La multitud la aclamó y avanzó con decisión, valerosa bajo el traqueteo del fuego de los mosquetes. Los muros temblaron ante su violento ataque, los barrotes se fundieron ante el calor de su pasión. Los desdichados prisioneros, vestidos con harapos y grilletes todavía en los tobillos, se arrodillaron ante ella y le besaron la mano. A lo lejos vio… ¿podía ser la cabeza de Hubert clavada en una pica? Tarareando una melodía, saltó sobre surcos que le llegaban a la rodilla.

Brutus se materializó un poco más adelante con las patas en un estado lamentable.

Tomaron una curva donde crecía un manzano silvestre; allí, al otro lado del prado, se levantaba el palomar. Construido de piedras grises planas y medio cubierto de vigas de roble, seguía perteneciendo a la familia, aunque la tierra que lo rodeaba hacía tiempo que se había vendido. El colombine, es decir, las capas de excrementos que cubrían el suelo del palomar, enriquecía a los Saint-Pierre doblemente, fertilizando su menguante propiedad y llenándoles los bolsillos al venderlo a los campesinos, quienes tenían prohibido el privilegio aristocrático de criar palomas.

Mathilde estaba de cara al sol, de modo que cuando Brutus empezó a ladrar no vio nada. Pero al echar a correr hacia el sonido, distinguió la oscuridad en forma de arco donde colgaba la puerta de madera.

Casi pisó la primera paloma que yacía en el umbral. Había muchas más dentro, montoncitos de plumas inmóviles. Se quedó paralizada junto a la puerta, con los dedos de los pies doblados dentro de las botas. Algunos pájaros tenían el cuello retorcido, pero la mayoría habían sido degollados. Unas plumas pequeñísimas se levantaron con una corriente de aire, arremolinándose en un rayo de sol.

Brutus había sido engullido por las sombras. Lo oía corretear. Por lo demás, solo se oía a otros pájaros llamando desde los bosques.

Saint-Pierre sirvió a Sophie una copita de floc, el licor de la región hecho con una hierba.

– No nos hicieron nada en la primavera, cuando su cólera era aún mayor al no tener una salida legal. Es una forma de expresar su victoria: nos informan de que la balanza se ha inclinado por fin a su favor.

– ¿No crees que deberíamos preocuparnos?

– De ningún modo. No se llevaron los pájaros para comérselos, sino que nos los dejaron allí para que los encontráramos. Un gesto profundamente simbólico, ¿no te parece? Toma, querida -ofreciéndole el plato-, prueba estas excelentes nueces.

Por un instante, la cólera invadió a Sophie: No has preguntado ni una sola vez por Matty. Deja de comer y escucha.

– Por lo que me has dicho, también dejaron el colombine intacto -decía él-. Eso indica que son de la ciudad. Seguramente una pandilla de jóvenes de Castelnau en busca de diversión. -Examinando imparcial las pruebas, desapasionado, razonable.

A veces estoy a favor de la sinrazón, pensó Sophie.

Pero dijo, razonablemente:

– Jacques ha estado haciendo averiguaciones en el pueblo. Esa tarde de hace tres días, cuando dejó de llover, varias personas vieron a un grupo de mujeres forasteras armadas con estacas salir de los bosques y cruzar los campos en dirección al palomar. Cantaban y parecían, en palabras de Jacques, ebrias.

– Ahí lo tienes, entonces. En Castelnau no se habla más que de las mujeres del mercado que se amotinaron y obligaron a los reyes a abandonar Versalles y los acompañaron hasta París. Hemos de demostrar que estamos a la altura de los desafíos hechos por meros parisinos: este es el drama de la vida de provincias.

– Pierre Coste dijo a Jacques que las mujeres lo habían llamado ciudadano e invitado a que se uniera a ellas. Por supuesto, está ansioso por dejar claro que él no tuvo nada que ver con las palomas, de modo que según él eran veinte o treinta mujeres altas y con voz chillona que saltaba a la vista que no andaban en nada bueno. Otros sostienen que no eran más de doce, aunque todos coinciden en que eran bulliciosas y estaban furiosas.

– ¿Mujeres altas con voz potente? -Saint-Pierre partió nueces meditabundo-. Hace diez años hubo en Beaujolais un caso del que se habló mucho. Un grupo de hombres se engalanaron con sombreros y faldas blancas y largas que parecían atavío de mujer, y atacaron a los agrimensores que medían los campos de un nuevo terrateniente. Cuando se llevaron a cabo interrogatorios, tanto los hombres como las mujeres afirmaron no saber nada de lo ocurrido, insistiendo en que los agresores debían de haber sido duendecillos que bajaban de las montañas para hacer sus diabluras entre los humanos.

– Pero ¿por qué vestidos de mujeres?

Él se encogió de hombros.

– En muchas partes del país, todo el peso de la ley recae sobre los hombres.

Ella habló despacio, considerando sus palabras.

– Es el simbolismo lo que no me gusta. También nos convierte en símbolos.

Pero Saint-Pierre había apurado su segunda copa de Zocy su interés se había desplazado a otra parte.

– ¿No se está retrasando Berthe con la comida? ¿Acaso hemos de alimentarnos de nueces?