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Hay que reconocer que los motivos que la hicieron volver a esas publicaciones los meses que siguieron no siempre fueron sentimentales ni enteramente científicos. Ciertos pasajes del gran Linneo, por ejemplo, tenían que provocar forzosamente sensaciones perturbadoras si bien no desagradables: «Cierto día, hacia el mediodía, al ver el estigma totalmente húmedo, retiré con unas finas tenazas una antera y la froté ligeramente sobre una de las partes extendidas de los estigmas. La espiga de flores permaneció ocho o diez días, y en la flor de la que había retirado previamente la antera se formó un fruto…». O la obra de Joseph Gottlieb Kólreuter, profesor de historia natural en la Universidad de Karls-ruhe: «Los nudosos estigmas de color rojo oscuro, que hasta entonces se habían mantenido bastante secos, empezaron desde sus largas, delgadas y puntiagudas papilas a secretar la humedad femenina y adquirieron un brillo, como si los hubieran cubierto de barniz o empapado de fino aceite».

Con el tiempo Sophie acumuló una considerable cantidad de conocimientos botánicos. En esta, como en las demás ciencias, su siglo había hecho avances importantes. La sexualidad de las plantas había sido reivindicada, al igual que el papel que desempeñaban los insectos en la polinización (atribuida anteriormente al viento). Los botánicos de toda Europa habían llevado a cabo numerosos experimentos de polinización artificial e hibridación de las plantas para llegar a tales conclusiones. Naturalmente, eso no impidió que sus hallazgos recibieran ataques. Los moralistas argüyeron que escribir sobre la promiscuidad de las flores era fomentar la depravación. Más dolorosas fueron las acusaciones de colegas científicos cuestionando la validez de los experimentos. Kólreuter bufaba de cólera contra los «escépticos contumaces» que tan prontamente sostenían, contra lo que veían con sus propios ojos, que el luminoso mediodía era la oscura medianoche. Pero el escepticismo es esencial a la investigación científica, en la que está en juego el conocimiento en sí. Los jardineros, atentos por encima de todo a los resultados prácticos, no estaban tan interesados en lo que los experimentos de los botánicos habían demostrado como en lo que tenían que ofrecer.

Sophie advirtió que el profesor Kólreuter, al visitar los jardines de otras personas de Westfalia en primavera con un fino pincel que utilizaba para trasladar polen de una planta a otra, efectuó varios cruces exitosos entre especies de clavelinas chinas. Al cruzar una flor doble con una sencilla, observó que los cruces resultantes presentaban por lo general múltiples pétalos; lo que significaba no solo que era posible trasladar características de unas especies a otras, sino también que ciertas características, como la duplicidad, eran más fuertes que otras. Ese germen de pensamiento genético reapareció en otros experimentos en los que el profesor estudiaba el efecto de cruzar flores de distintos colores. El rojo cruzado con el blanco producía un morado pálido, el blanco cruzado con el morado daba un tono blanquecino veteado de violeta, el amarillo y el rojo cruzados resultaban en un intenso amarillo anaranjado.

A través de todos sus experimentos, el profesor Kólreuter detectó un grado de irregularidad mucho mayor en las plantas híbridas que en las originadas de forma natural. Esa era una forma académica de decir que no había modo de saber qué iba a resultar. Por otra parte, el profesor Richard Bradley, de la Universidad de Cambridge, al narrar sus incursiones en la polinización manual de los tulipanes, concluyó con esta emocionante promesa: «Una persona curiosa podría, basándose en estos conocimientos, producir variedades de plantas de las que no se ha oído hablar aún».

¿Soy lo bastante curiosa?, se preguntó Sophie, analizando sus secretos. ¿Y si no estoy a la altura de semejante irregularidad?

Pero ¿qué tenía que perder?

Porque de lo contrario solo había esa interminable costura, y el pensamiento insoportable que acechaba los bordes de sus días: ¿será siempre así mi vida?

4

Avergonzado, confesó no tener las veinticuatro livres que costaba la cuota anual del club. Cobraba cincuenta sous por visita a domicilio, el precio de dos libras de carne de vaca o de cinco misas. Ricard le ofreció enseguida el dinero, rechazando con un ademán los reparos de Joseph. En su opinión, dijo, las cuotas de socio eran ridículamente altas, «concebidas para excluir a los franceses corrientes».

Los Amigos de la Constitución, como se llamaban a sí mismos los Patriotas, se reunían una vez a la semana en casa de su presidente, Étienne Luzac, un hombrecillo rechoncho de andares saltarines que, desde la desaparición del imperio Nicolet, dirigía la mayor parte del negocio textil de Castelnau. Dos lacayos -sin librea, para manifestar el rechazo de Luzac a los distintivos de la servidumbre personal- servían copas y refrescos a los doscientos hombres reunidos en la enorme sala de recepción: ricos comerciantes, abogados, banqueros, dos magistrados, un marqués que había renunciado a su título y ahora daba palmaditas en la espalda al recién llegado al tiempo que le encajaba una escarapela tricolor en el ojal. Por todas partes se veía el uniforme de la Guardia Nacional: tirante sobre la alta tripa de Luzac, amoldándose a los elegantes miembros del ex marqués.

Era asimismo de notar, dada la eminente compañía, la deferencia con que todo el mundo trataba a Ricard. Después de presentar a Joseph a un joven moreno de facciones angulosas, el carnicero se movió de un corro a otro; su mole le hacía fácilmente reconocible en la sala. Cuando le enseñaron un fajo de papeles, asintió en señal de aprobación. Unos hombres, cuya indumentaria y maneras indicaban que estaban por encima de él socialmente, parecían estar pidiéndole su opinión; Ricard se encogió de hombros, dijo algo que hizo reír a sus interlocutores y siguió andando.

El hombre moreno, un impresor llamado Mercier, no perdió tiempo en interrogar a Joseph. ¿Cuánto hacía que conocía a Ricard? ¿Dónde le había conocido? ¿Por qué quería unirse a los Patriotas? ¿Conocía a alguien más allí? ¿Cuánto hacía que vivía en Castelnau? ¿Qué opinión le merecía Luzac? Los ojos negros y entrecerrados del impresor recorrían la habitación constantemente. La única información personal que ofreció fue que hacía años que conocía a Ricard, mirando a Joseph fijamente como para grabárselo en la memoria. Poco después, llamó a un conocido que se hallaba en el otro extremo de la sala y se acercó a saludarlo. Joseph se quedó donde estaba, no muy lejos de la puerta, donde los lacayos eran fácilmente interceptados.

Se abrió la reunión. La formalidad de la misma fue otra sorpresa para Joseph, quien puso las manos en las rechonchas del ciudadano Luzac y juró lealtad a la Nación, la Ley y al Rey. Prometió hacer todo lo que estuviera en su poder para defender la Constitución aprobada por la Asamblea Nacional y aceptada por Su Majestad. Luzac habló de la importancia que tenía el que se reunieran todos los que buscaban la razón y la justicia, y rogó a Joseph que permaneciera alerta en todo momento en nombre de la libertad, la igualdad y los derechos del hombre. Hubo aclamaciones. La cara de Luzac brillaba de sudor, emoción y por el excelente vino que servían sus lacayos.

Las actas de la reunión anterior fueron leídas en alto por Ricard, que era uno de los dos secretarios del club. Otro miembro resumió la correspondencia recibida en el transcurso de la semana, la mayoría de clubes revolucionarios de otras ciudades. Un banquero que acababa de regresar de la capital informó de la reunión a que había asistido en un convento jacobino abandonado de la rué Saint-Honoré; su pedante informe sobre la rutinaria discusión en la oficina central de París fue recibido con silenciosa reverencia.

Se invitó a los asistentes a hacer preguntas.

Joseph se armó de coraje y preguntó si no podía reducirse la cuota de socio para acoger a aquellos que amaban la razón y la justicia y cuyos recursos eran limitados. Luzac se tiró de sus charreteras amarillas y replicó que esa cuestión ya había sido discutida y descartada en una reunión previa.

– Nuestros gastos son considerables, ciudadano, tan considerables como tendrá ocasión de apreciar. Mantener relaciones con nuestros hermanos de todo el país es necesario pero costoso. Y estamos suscritos a por lo menos dieciséis periódicos solo de París.

– ¿Por qué? -preguntó Joseph, y vio a Ricard disimular una sonrisa.

Fue el ex marqués quien respondió, mientras Luzac, ceñudo, tamborileaba con los dedos en sus muslos.

– Información, estimado hermano, información. El primer deber de un ciudadano es mantenerse informado. Los periódicos de París nos mantienen al corriente de los acontecimientos que tienen lugar en la capital, en especial de las deliberaciones de la Asamblea. En cuanto a la prensa reaccionaria, es esencial para ponernos en guardia frente a las estrategias contrarrevolucionarias. Una valiosísima ventana abierta a la mente del viejo Caussade, ¿no lo comprende?

Joseph lo comprendía, pero persistió. Si no era posible reducir la cuota anual, ¿por qué no la hacían mensual? Discusión, reparos. Finalmente quedó decidido por votación no unánime que las cuotas serían mensuales.

Joseph miró a Ricard en busca de reconocimiento, pero este ya estaba de pie con su propia propuesta: se necesitaban voluntarios para leer en alto y explicar los periódicos y panfletos seleccionados a los trabajadores analfabetos de la ciudad, «llevando la Revolución al pueblo». Esta vez la aprobación fue general. Ricard sonrió y se sentó.

Un hombre que estaba de pie no muy lejos de Joseph tomó la palabra. Propuso que se permitiera a las mujeres hacerse miembros. Las ciudadanas habían desempeñado un papel significativo en la Revolución; no necesitaba recordar a sus hermanos a las mujeres del mercado que habían marchado sobre Versalles el pasado octubre. Las mujeres estaban a cargo de los niños, desempeñaban un papel decisivo en la inculcación de los ideales patrióticos en los ciudadanos del futuro. Además, ya habían llegado noticias de París de clubes que admitían mujeres, como la Sociedad Fraterna de Patriotas de Ambos Sexos; desde un punto de vista práctico, ¿no corrían los Amigos de la Constitución el riesgo de ceder terreno a organizaciones rivales si seguían cerrando las puertas de entrada a las mujeres?

Joseph asentía -los argumentos le parecían de sentido común, irrefutables- al tiempo que advertía que estaba agradablemente achispado.

La voz de Ricard hendió la algarabía.