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El ordenanza del coronel Lejeune devoraba con glotonería carne de ave fría. Una vez entregada la carta a la señorita Krauss, se había encontrado con Henri, el cual le abrumó con sus preguntas. Era un buen muchacho, pero fanfarrón; le gustaba darse importancia y simulaba la fatiga de los combates vividos de lejos, al abrigo de la isla Lobau. Cuando Henri le preguntó si tenía hambre, la cara del ordenanza se iluminó, y le siguió a la cocina ensuciando con las botas embarradas las tablas del suelo. Así pues, estaba sentado a la mesa ante las provisiones entregadas a la chita callando por la intendencia. Bien instalado, con la guerrera desabrochada, hundía los dedos en los platos, puntuaba las frases agitando un muslo de pollo a medio comer y vertía en el vaso un vinillo vienés del que se servía sin cesar, embadurnando la botella de grasa.

– La jornada de ayer ha sido dura -decía mientras masticaba y bebía-, pero el coronel no ha sufrido ni un rasguño, os lo juro, y esta mañana, cuando le he dejado en el puente grande, el ejército del mariscal Davout llegaba a punto, con cañones y furgones de víveres.

– ¡Víveres de los que, a juzgar por vuestro apetito, había una carencia extrema!

– De eso sí, señor Beyle. Ya era hora. A fuerza de cazar furtivamente, ya no quedaba nada que abatir en la isla.

– ¿Y sobre el terreno?

– Todo se desarrolla de maravilla, según las inspiraciones de Su Majestad, o por lo menos eso es lo que me ha confiado el coronel Lejeune, señor, pero no mentía, eso se notaba por su aire de confianza. Los austríacos reciben un palizón, de eso no hay duda, y nuestros soldados se desenfrenan. La victoria está al alcance de la mano.

Anna había entrado en la estancia con la carta anodina que Louis-François le había escrito en alemán, y miraba fijamente a aquel teniente voraz que le parecía muy vulgar. El doctor Cari no, que estaba de visita para asegurarse de que Henri tomaba sus pociones y mejoraba, le servía de intérprete y repetía a media voz las informaciones del oficial. A medida que las iba recibiendo, Anna palidecía cada vez más, se ceñía el chal bordado como si hiciera frío y arrugaba la carta que tenía en la mano. Henri la miraba por el rabillo del ojo y le costaba entender que no le alegraran las buenas noticias, pero entonces se dijo que la joven era austríaca y que tal vez su padre luchaba en las filas del archiduque, que tenía unas inquietudes legítimas, que la victoria de unos significaría la derrota de los otros y que la situación debía de resultarle penosa fuera cual fuese el resultado. Esto contradecía las teorías que Henri bosquejaba, pues estaba persuadido de que el amor sobrepasa tanto a las familias como a las naciones y las deja de lado. Reflexionaba y apenas escuchaba al ordenanza que contaba las hazañas militares mientras atacaba una tarrina de liebre. ¿Y si Anna no estuviera enamorada de Louis-François? En ese caso, ¿tenía Henri su oportunidad?

– Entonces -siguió diciendo el ordenanza al tiempo que tomaba un buen bocado de la tarrina- el emperador ha ordenado la ofensiva y todo el ejército ha salido de golpe de la niebla…

«¡Claro, ella no le ama!», se persuadía Henri, sonriendo. Anna tenía el semblante entristecido, y se dejó caer en una silla mientras Carino seguía traduciendo el avance de los ejércitos na poleónicos y la huida de los regimientos de Hohenzollern que el teniente transformaba en una derrota general. Los ojos de Anna se humedecieron, la carta estrujada cayó al suelo y ella no se dignó recogerla. El doctor le puso una mano sobre el hombro, y ella se abandonó a los sollozos, con gran asombro del teniente, el cual siguió masticando como si rumiara. Llenó un vaso hasta el borde y se levantó para ofrecérselo a la joven.

– Estas cosas emocionan a la señorita, un poco de vino la reconfortará…

Henri detuvo el gesto, tomó el vaso y lo bebió: -Sobre todo tiene necesidad de reposo -comentó.

– Ah, la guerra… cuando uno no está acostumbrado, le trastorna. -El teniente cortó otra gruesa loncha de la tarrina y prosiguió con su cháchara-: No es como la querida del duque de Montebello, que parece del todo acostumbrada. Ha ido a la isla y, como me encontraba allí, incluso me ha pedido…

– Gracias, teniente, gracias -concluyó Henri, y quiso ayudar a Carino para acompañar a la joven de regreso a su habitación, pero ella le apartó con un gesto febril.

El doctor se excusó alzando los ojos al techo. Cuando hubieron salido, Henri se agachó para coger la carta de Lejeune. La alisó, pero no podía leerla.

– ¿Entendéis el alemán, teniente?

– Ah, no, señor Beyle, lo siento mucho. Chapurreo el español, de acuerdo, por haber acompañado al coronel contra esa dichosa rebelión, pero el alemán no, aún no he tenido tiempo.

Y abrumó a Henri con toda clase de consideraciones sobre la dificultad de esa lengua.

Vincent Paradis dormía entregado a sueños cándidos que apenas eran tales sueños sino más bien imágenes, siempre las mismas, que le llevaban al pueblo, le mostraban sus colinas, el patio descuidado de la granja donde su padre removía hojas con detritus para preparar el abono. Vivían de lo que daba el campo, y algunos años la cosecha era suficiente. El año pasado habían matado el cerdo, un acontecimiento tan infrecuente que era memorable. Con la participación de los vecinos, habían descuartizado al animal para abastecer el saladero. El alcalde ofreció la sal, y, como no sabía cumplimentar los registros, lo protegía de aquellos señores de la ciudad, sobre todo de uno de ellos que tenía la idea de secar las marismas. En el campo uno conocía la monotonía y la muerte natural, y entones llegaron los gendarmes, los soldados que iban a reclutar a los más robustos para la guerra. Al igual que su hermano mayor, Vincent había sacado un mal número, y su familia no tenía un céntimo para ofrecerle un sustituto. No se había decidido a imitar a su amigo Bruhat, quien era necesario en la curtiduría y había ideado la manera de quedarse en casa. Mostraba al reír una boca desdentada:

– ¡Sí, me los arranqué todos hasta las encías, ya ves, porque sin dientes no puedes desgarrar los cartuchos y ya no te quieren! Vincent había seguido a los sargentos con fastidio y docilidad.

– ¡Eh! ¡En pie, gandul!

Vincent Paradis notó que le daban golpes con un zueco en el hombro. Abrió los ojos, bostezó y vio al enfermero Morillon al frente del batallón de soldados de ambulancia al que se había incorporado la víspera por orden del doctor Percy.

Paradis se irguió apoyándose en lo que le había servido de almohada. Se dio cuenta de que era un muerto, pero eso no le produjo ninguna emoción, pues los había visto a montones, y se limitó a musitar: «Duerme en paz, camarada, y tal vez en seguida…». Sin armas que llevar a cuestas se sentía ligero y seguía a Morillon como algún tiempo atrás siguió a los sargentos que le reclutaron. El batallón de las ambulancias estaba formado por tipos zafios y esa canalla de las grandes ciudades que haría lo que fuese por una pieza de oro, pues el doctor Percy les pagaba de su bolsillo para emplearlos cómo quisiera. Avanzaban en fila, detrás de un carro de grandes ruedas, para depositar en él a los heridos en la batalla. Dos enfermeros les acompañaban a fin de seleccionar a los moribundos: los más graves serían llevados a la ambulancia que se alzaba en la entrada del bosquecillo, mientras que a los demás los evacuarían a la isla. El grupo pasó entre las hileras de lisiados que se habían reunido en las riberas, a los que el viento cubría de polvo y que se protegían del fuerte sol con hojas de carrizo. Algunos se arrastraban hasta el Danubio para vomitar, otros eran presa de espasmos. Los había a centenares, y gemían, gritaban, tenían estertores, farfullaban frases incomprensibles, deliraban, intentaban aferrarle a uno el pantalón con una mano débil, insultaban, querían terminar de una manera o de otra, y por eso se habían llevado de allí todas las armas útiles, las espadas, las bayonetas, los cuchillos con los que se habrían abierto de buen grado las venas para no sufrir más y desaparecer.

Los enfermeros de la ambulancia y su carro avanzaron a lo largo del río hasta Essling, donde, como no podía salir al ataque, la división del general Boudet había tratado de parapetarse. Por el lado de la planicie, el pueblo defendido con barricadas ofrecía una especie de muralla. Muebles, colchones, cajas de artillería rotas y cadáveres formaban un revoltijo que llegaba a la altura del primer piso de las casas de mampostería horadadas por las balas de cañón y cuyas aberturas habían sido tapadas durante la noche con rastrillos y cascotes. Los últimos heridos aguardaban bajo los árboles de la calle principal, en la hierba que algunos mojaban con su sangre. Un capitán se apoyaba en un árbol, el ojo izquierdo oculto por un pañuelo manchado de rojo, y hacía gestos de dolor, apretando la pipa con los dientes hasta partírselos. Paradis fue a levantar a un dragón que había recibido una lanzada en un lado de la frente y se le veía el hueso. Luego recogió a un tirador que aulló cuando lo depositaron en el carro sobre haces de heno. Tenía destrozado el omóplato y Morillon, dándoselas de experto, comentó:

– Habrá que cortar buenos pedazos,de carne para sacar esos trocitos de hueso…

– ¿También vos operáis, señor Morillon? -le preguntó Paradis, deslumbrado por tanta ciencia.

– ¡Ayudo al doctor Percy, como bien sabéis!

– ¿Y este desgraciado resistirá?

– ¡No soy adivino! ¡Vamos! ¡Tenemos que darnos prisa!

Se oían de nuevo los ruidos de la batalla, y parecían aproximarse. Así pues, los austríacos no retrocedían. Los heridos se amontonaban en el carro, el cual dio media vuelta hacia el bos quecillo y el Danubio. Paradis se limpió en la hierba las dos manos enrojecidas y pegajosas. Los gemidos resonaban en su cabeza, pero estaba orgulloso de su nueva misión: el doctor Percy y sus ayudantes lograrían evitar que algunos de aquellos cuerpos acabaran siendo pasto de los gusanos.

A poca distancia del puente pequeño, donde iban a dejar su lastimosa carga, el personal de la ambulancia se topó con un cortejo. Unos tiradores transportaban el cuerpo de un oficial que se convulsionaba.

– ¡Vaya! -exclamó Paradis-. ¡Por lo menos es un coronel, y con esa colección de dorados en el pecho!

– El conde Saint-Hilaire -dijo Morillon, quien conocía de vista a los generales del Imperio.

Paradis, olvidando a los heridos que había recogido, se situó junto a la puerta de la ambulancia. Los soldados depositaron el cuerpo del oficial sobre la mesa de Percy.