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Dieron las ocho de la mañana. Los dos muchachos se internaron en las calles de la ciudad vieja, cogidos del brazo, y canturreaban como si estuvieran achispados.

– En tiempo de guerra -había dicho Ernst-, las patrullas no interpelan a los borrachos jaraneros.

Pasaron ante la iglesia de los dominicos, se cruzaron con una patrulla de la policía que se burló de ellos y, finalmente, Ernst llevó a su nuevo adepto a un pasadizo cubierto. Helos ahí, en un pa tio pavimentado. Ernst se dirige a una de las puertas y llama varias veces de acuerdo con un código, les abren, entran en un pasillo y luego en una habitación alargada e iluminada por dos palmatorias de luz débil. En el extremo de una mesa, un hombre delgado y entrado en años, vestido de negro, está leyendo la Biblia.

– Hay que albergar a este hermano, pastor-le dice Ernst. -Que deje su equipaje. Martha le conducirá al aposento del tercer piso.

– No tiene equipaje. Habría que procurarle lo necesario.

– ¿Lo necesario? -replica el viejo pastor-. Escuchad lo que nos dice el profeta Jeremías… (Toma la Biblía y lee en voz trémula:) «Éste es un día del Señor, el Eterno de los ejércitos. Es un día de venganza. La espada devora, se sacia, se embriaga con la sangre de sus enemigos. Las naciones se enteran de tu vergüenza, hija de Egipto, y tus gritos llenan la tierra, pues los guerreros se tambalean uno sobre otro, caen todos juntos».

– Qué hermoso es -dice Ernst.

– Y cuán cierto -añade Friedrich Staps.

Napoleón estaba muy pálido, la piel casi transparente, con el semblante liso y desprovisto de expresión de una estatua inacabada. Contempló el cielo, y entonces posó en el suelo la mirada de sus ojos vacíos. En pie a la entrada del puente grande que acababa de romperse y cabeceaba como un barco, observaba el molino consumido del que sería preciso extraer los restos humanos antes de empalmar las dos partes del largo piso que había reventado allá, a un centenar de metros, en una abertura donde la corriente se precipitaba con la fuerza de un torrente. Silencioso, más abrumado que contrariado, el emperador tenía las manos a la espalda y apretaba una fusta. Aquella mañana la situación había sido favorable, la ofensiva eficaz: Lannes había derrotado el centro austríaco y llevado lejos sus incursiones; Masséna y Boudet esperaban para salir del pueblo con sus divisiones. En aquellas inmensas planicies, el emperador ya no podía aplicar su estrategia habitual. Había probado la sorpresa y la rapidez al surgir de la isla Lobau, incluso había estado al borde de la victoria, pero la guerra estaba cambiando y, como durante los reinados, una batalla se libraba artillería contra artillería, regimiento contra regimiento, con masas que se lanzaban sobre otras masas, cada vez más hombres, más cadáveres, más metralla y fuego. El emperador estaba iracundo al ver, en la otra ribera, aquel suplemento de hombres que necesitaba, el ejército de Davout inmovilizado, con sus cañones inútiles, sus carros de pólvora y víveres, sus columnas ociosas.

Unos pasos atrás, irritados, inquietos, Berthiery un grupo de oficiales no osaban decir palabra ni hacer un gesto. Esperaban la orden fulgurante, la idea que invertiría la suerte. Lejeune se encontraba entre ellos, despeinado, sin el chacó, el uniforme deshecho. El emperador, fascinado por aquel puente demasiado frágil y demasiado largo que se mofaba de él, gritó sin volverse:

– ¡Bertrand!

El conde Bertrand, un general discreto y abnegado, se le acercó, con el sombrero bajo el brazo, y se puso firmes. El emperador había decidido el lugar donde se tendería el puente, sólo él había determinado el plazo necesario para su construcción, pero quería señalar continuamente responsables, y Bertrand estaba al frente del cuerpo de ingenieros.

– Sabotatore!

– He cumplido vuestras órdenes al pie de la letra, Sire.

– ¡Traidor! ¡Ved ahí vuestro puente!

– En una noche, Sire, no podíamos hacer una obra mejor en este río dificil.

– ¡Traidor, traidor! (Y a los demás:) Ha agita da traditore! ¡Y vosotros también! ¡Todos! ¡Me traicionáis!

Nadie le respondió, pues era inútil. Había que esperar a que la cólera del emperador se aplacase.

– ¡Bertrand!

– Sire?

– ¿Cuánto tiempo para reparar vuestro sabotaje?

– Por lo menos dos días, Sire…

– ¡Dos días!

Bertrand recibió en pleno rostro un vigoroso golpe de fusta. El emperador respiraba con dificultad. Se encaminó hacia su caballo y, con un impaciente gesto de la mano, pidió a Berthier que le siguiera.

– ¿Habéis oído las insolencias de ese puñetero Bertrand?

– Sí, Sire-respondió Berthier.

– ¡Cuarenta y ocho horas! ¿Dónde está el archiduque?

– En su campamento de Bisamberg, Sire.

– Hummm… No tardará en enterarse de nuestra desgracia.

– Dentro de una o dos horas, ciertamente. Y aprovechará la situación para enviar contra nosotros el conjunto de sus reservas.

– ¡Salvo si perseveramos en el ataque, Berthier! ¡Lannes está en una posición excelente, ha desorganizado a la infantería de Hohenzollern!

– Pero van a faltarnos municiones.

– Davout puede abastecernos por medio de barcas.

– En pequeñas cantidades, Síre, y corriendo el riesgo de zozobrar.

– Entonces ordenemos el repliegue.

– Si retrocedemos, Síre, los ejércitos del archiduque volverán a formarse.

– ¡Y si no nos replegamos, el archiduque intervendrá contra nuestros flancos mal protegidos y habrá una matanza! Es preciso replegarse.

– ¿Dónde, Síre? ¿En la isla?

– ¡Naturalmente! ¡No será en el Danubio, idiota!

– Es imposible que pasen a tiempo cincuenta mil hombres con los cañones y el material antes de que los austriacos nos sorprendan de costado en el borde del río.

– Primero repleguémonos sin apresuramiento hacia nuestras posiciones de la noche. Masséna y Boudet se parapetan en sus pueblos y Lannes resiste en el glacis.

– Así pues, será preciso resistir durante diez horas…

– ¡Sí!

A las nueve de la mañana, una vez más el coronel Lejeune galopaba sin alegría por los campos. Iba a entregar al mariscal Lannes la orden de repliegue. Se cruzó con una columna de prisioneros austríacos que avanzaba en sentido contrario, todo un batallón de fusileros sin sombreros y sin armas, cabizbajos, varios de ellos con chirlos, un vendaje provisional alrededor del cráneo o un brazo en cabestrillo. Algunos rezagados les seguían cojeando, las polainas ensangrentadas. Pasaban por los trigales y el joven Louison los conducía como si fueran una bandada de ocas, improvisando una zarabanda fatigosa con su gran tambor. Lejeune tenía el corazón oprimido, pero sonrió. Aquello le recordaba la aventura de Guéhéneuc después de la victoria de Eckmühl. El coronel de ese nombre iba a llevar un mensaje cuando tropezó con un regimiento de la caballería enemiga, extraviado en la noche, el cual se rindió de inmediato. El emperador se mostró regocijado: «¿Sois vos, Guéhéneuc, vos completamente solo, quien ha cercado a la caballería austríaca?». Pero aquella mañana, detrás de los prisioneros venían los hombres de Lannes, hirsutos y fanfarrones, ataviados con despojos como bandoleros. Llevaban haces de fusiles confiscados y arrastraban cinco cañones intactos, con arcones enganchados a caballerías, las cartucheras llenas de cartuchos y una bandera agujereada.

Lejeune prosiguió su camino hacia la línea del frente, que estaba muy avanzada, pues se divisaban a lo lejos cazadores montados en el villorrio de Breintenlee, donde apoyaban el fuego. El mariscal Lannes estaba sentado en una caja de artillería sin ruedas. Dirigía su batalla distribuyendo órdenes de circunstancias a sus ayudantes de campo, los cuales las llevaban corriendo a SaintHilaire, Claparéde o Tharreau.

Cuando Lejeune desmontó, Lannes frunció las cejas y exclamó:

– ¡Ah! ¡Aquí tenemos al coronel catástrofe!

– Me temo que Vuestra Excelencia tiene razón.

– Decid.

– Vuestra Excelencia…

– ¡Decid! Estoy acostumbrado a escuchar horrores.

– Debéis suspender el ataque.

– ¿Cómo? ¡Repetidme esa idiotez!

– La ofensiva se ha interrumpido.

– ¡Otra vez! Hace apenas una hora, vuestro compinche Périgord me ha pedido lo mismo, para reparar ese puente del diablo al que una balsa en llamas ha hecho polvo. ¿Acaso vuestro puente es de paja?

– Vuestra Excelencia…

– ¿Sabéis lo que ha ocurrido, Lejeune? Esos de ahí delante han vuelto a formar al primer respiro, y hemos tenido que reanudar la penetración. ¡Han caído algunos de los nuestros, pero de nuevo hemos desbaratado a los austríacos! Bien, ¿tenemos que mirar sentados cómo se recuperan los títeres de Hohenzollern?

– El emperador ha ordenado el repliegue en Essling.

– ¿Cómo?

– Esta vez es más grave.

Lejeune contó a Lannes los últimos acontecimientos. El mariscal, desconcertado, se exasperó.

– ¡La victoria era nuestra! ¡Lo era, creedme! Una hora más, el apoyo de Davout y el archiduque estaba listo… -Entonces dictó sus órdenes a los ayudantes de campo-: Que Bessiéres vuelva a lle var la caballería entre los dos pueblos, que Saint-Hilaire y los demás se retiren en orden pero con lentitud, para no mostrar nuestro cambio de opinión repentino, como si tuviéramos una nueva estrategia, como si esperásemos refuerzos inminentes o dejásemos que nuestra artillería se despliegue en la planicie. Hay que intrigar a los austríacos y no alertarlos.

Se levantó para mirar a sus oficiales que partían a comunicar la orden funesta, y entonces reparó en que Lejeune no se había movido.

– Gracias, coronel. Podéis regresar al estado mayor. Si salís de ésta y algún día contáis nuestra historia un poco loca, os permito decir que habéis visto al mariscal Lannes desarmado, no en el com bate, desde luego, sino por una orden. Basta una palabra para herir a un soldado. ¿Qué piensa de esto Masséna?

– No sé nada, Vuestra Excelencia.

– Debe de estar tan enfurecido como yo, pero es menos iracundo y gritón. No revela nada. A menos que le importe un bledo… -Lannes aspiró aire tan hondo que se le hinchó el pecho-: Quiero que este repliegue sea un modelo en su género. Corred a decírselo a Su Majestad.

Lejeune se alejó dejando al mariscal Lannes en los trigales. Pensaba que aquella batalla no era ordinaria, que la gente se exaltaba y desencantaba demasiado a menudo y que eso influía en los nervios. La acción se diluía. Ya hacía mucho calor y Lejeune deseaba tenderse y hacer una larga siesta. ¡Cuánto le habría gustado Viena, si la hubiera visitado como un simple viajero! Oía resonar en sus oídos el alemán cantarín de Anna Krauss. Cuando terminara la guerra, irían juntos a la Ópera. Su caballo brincaba entre cadáveres indiferenciados.