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– ¿Creéis que estáis de veraneo, Fayolle? -le preguntó el capitán Saint-Didier, agitando la espada enrojecida y goteante.

El soldado apresuró la maniobra para llevarse sin tardanza los catorce cañones que habían tomado al enemigo.

El general Espagne alzó una mano enguantada y la comitiva se puso en marcha. Fayolle y Brunel azotaban a los caballos de tiro para que acompañasen el galope, pero a su derecha aparecie ron los gorros de unos granaderos, envueltos en la humareda que se había estancado en estratos, y a continuación uniformes blancos y polainas grises que llegaban a las rodillas…

– ¡Cuidado! -gritó Saint-Didier.

La mayoría de los coraceros lanzan sus caballos a todo galope para atacar a los soldados de infantería, cuando el general Espagne recibe una bala de metralla en pleno pecho que atraviesa la coraza. El herido se desliza del caballo, cae, con el pie metido en el estribo, y el animal se desboca y lo arrastra como un saco, haciéndole rebotar en el suelo socavado por las explosiones. Fayolle espolea a su caballo en la misma dirección, se inclina sobre el cuello de la montura y corta la correa del estribo con el filo de su espada. Los otros llegan tras él y levantan el cuerpo destrozado del general. Le quitan el peto y el espaldar y le envuelven en la capa blanca y larga de un oficial austríaco, que en seguida se tiñe de rojo vivo. Entonces depositan el cuerpo sobre una cureña, la cabeza y los brazos colgantes, como un fantasma.

Había más muertos sobre las tumbas del cementerio de Aspern que en los panteones. Los tiradores, allí sumidos, luchaban a pedradas contra las tropas del barón Hiller. Paradis tuvo la satisfacción de alcanzar a varios con su honda, pero retrocedió con el resto de su batallón diezmado, y todos esperaban dispersarse por los campos donde los arbustos y las hierbas altas podrían camuflarlos. Los austríacos subidos a los muros fanfarroneaban agitando sus banderas con la negra águila bicéfala estampada o una virgen con túnica azul celeste que parecía desplazada en aquellos lugares infernales. Los tambores redoblaban con arrogancia. Los franceses eran abatidos como presas de caza. Un cañón situado en uno de los montones de escombros del recinto tomó puntería. Paradis y Rondelet huyeron sin poder replicar. Se agacharon para recuperar el aliento detrás del cadáver de un suboficial llenito, caído sobre una cruz de la que había quedado colgado, como un espantapájaros. Rodelet se levantó a cierta distancia del cadáver para constatar el avance del enemigo.

– ¡Mira por dónde, es el brigada!

Cogió al muerto por los sobacos para mostrárselo a Paradis. El brigada Roussillon tenía los ojos abiertos y fijos, y una sonrisa inmóvil en los labios azulados. Rondelet se pinchó un dedo al desprender la Legión de Honor de los harapos que habían sido un uniforme.

– Como recuerdo -dijo.

Ésa fue su última frase, que no pudo terminar porque una bala de cañón rasante le arrancó el hombro. Aturdido, pues estaba cerca de su amigo, Vincent Paradis cayó sobre una losa cubierta de ortigas y musgo. Le zumbaban los oídos y los sonidos le llegaban amortiguados. Se llevó una mano a la cara y tuvo un acceso de hipo. Su mano no había encontrado más que una papilla de carne. También la tenía en el cabello y en la boca, y la escupió en trozos blandos, sosos y tibios. ¿Estaba desfigurado? ¡Un espejo! ¿Nadie tenía un espejo? ¿No había ni siquiera un charco? ¿No? ¿Nada? ¿Estaba casi muerto? ¿Aún se hallaba sobre la tierra? ¿Acaso dormía? ¿Se despertaría? ¿Y en ese caso, dónde? Notó que unas fuertes manos le cogían y le alzaban como si fuese un paquete, y se encontró junto a una barrera de madera que dividía un campo. Unos tiradores tendidos boca arriba farfullaban palabras incomprensibles, estaban ensangrentados, vendados con pañuelos y trapos, uno con un brazo en cabestrillo, el otro aferrado a una rama como una muleta, el pie envuelto en un trozo de guerrera. Unos jóvenes con largos delantales inspeccionaban a los heridos y decidían la gravedad de su estado, pues no transportarían a los más graves. Sostenían a los traumatizados para ayudarles a amontonarse en la plataforma de una carreta de heno de la que tiraban dos percherones con los ojos vendados. Paradis dejó que se ocuparan de él y no respondió a los aprendices de enfermero que le interrogaban y se admiraban de que con la cara hecha picadillo no se hubiera desmayado todavía. La ambulancia improvisada tardó mucho tiempo en llegar al puente pequeño de la isla Lobau. Era preciso zigzaguear continuamente en los prados cercados y ondulados, romper una empalizada para evitar un rodeo. Los ayudantes de cirujano seguían a pie, examinando su cargamento, y de vez en cuando señalaban a un herido: Ese de ahí, ya no merece la pena…

Entonces alzaban al moribundo de la plataforma y lo depositaban sobre la hierba, mientras seguían avanzando al paso lento de los percherones. Paradis permanecía en pie, alelado, sujetán dose a los montantes del carro de heno como si fuesen los barrotes de una celda. Reconoció a lo lejos el vivaque de la Guardia, y luego llegaron cerca del puente pequeño. Eran las siete, anochecía, el resplandor de los incendios iluminaba una multitud de por lo menos cuatrocientos heridos a los que habían tendido sobre haces de paja o incluso en el suelo. Dejaron a Paradis cerca de un húsar que se arrastraba como una serpiente, con una pierna hecha trizas, y arañaba el suelo mientras maldecía al emperador y el archiduque. En una choza, el doctor Percy y sus ayudantes, empapados en sudor, no cesaban de amputar piernas y brazos con sierras de carpintero. No se oían más que aullidos y maldiciones.