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Lannes puso la bota en el estribo y montó en el caballo que le habían presentado. Pouzet hizo lo mismo, pero suspirando lo bastante fuerte como para que su amigo le oyera.

Unos pensamientos horrorosos nublaban el rostro de Anna Krauss. Imaginaba soldados bloqueados en una granja incendiada o tendidos en el suelo con el vientre abierto; seguía oyendo el estruendo de los cañones, la crepitación de las llamas, gritos diabólicos. No llegaba ninguna noticia fidedigna de la batalla, y los vieneses obtenían sus informaciones de los cotilleos, con la única certeza de que allá abajo, en la planicie, los hombres se mataban sin método desde hacía horas. La mirada de Anna se perdía en la luz rosada de un sol declinante que iluminaba los cristales. Había desatado, distraída, las tiras de sus sandalias romanas, y estaba acurrucada en un ángulo del sofá, silenciosa, las rodillas apretadas con los brazos. Le caía un mechón de cabello sobre la frente y no se lo alzaba. Sentado cerca de ella en un taburete acolchado, Henri se esforzaba por hablarle en voz suave, tanto para tranquilizarla como para serenarse, y si ella no comprendía el sentido exacto del francés, sus tonalidades calmantes reconfortaban un poco a la joven, no demasiado, porque a la voz de Henri le faltaba ese acento de sinceridad que no es posible simular. Había tomado las pociones repugnantes del doctor Carino y la fiebre le había dado un respiro. Contemplaba a Anna postrada, envuelta en su chal, mientras ensartaba las frases con una convicción fingida, hasta que se calló. Anna había cerrado los ojos. Henri se dijo que las vienesas tenían una fidelidad mística: cuando su amado estaba ausente, ellas se recluían. Anna no tenía de italiano más que la cara, era demasiado natural tanto en sus humores como en sus gestos, carecía por completo de coquetería y tenía un entusiasmo atemperado por la ternura. Henri habría querido anotar esas observaciones, pero ¿qué le habría parecido a Anna si se despertaba?

La joven dormía con un sueño sombrío y turbado, movía los labios y murmuraba algo. Para conjurar la posible muerte de Lejeune, Henri siguió diciéndole en voz muy baja:

– A Louis-François no le ocurrirá nada, os lo prometo…

En el otro extremo de la sala aparecieron las dos hermanas menores de Anna, dando saltitos, muy delgadas, ruidosas, y Henri se volvió hacia ellas, indicándoles por señas que Anna estaba descansando.

– Quiet, please!

Las chiquillas se acercaron con unas precauciones desmesuradas, como si fuese un juego. Tenían el cabello más claro que el de Anna, las caritas más aguzadas y atuendos más formales. Henri se levantó en silencio para alejarlas del sofá, y ellas se pusieron a hablar con una mímica y una gesticulación incomprensible, las mejillas hinchadas por la risa contenida cada vez que se miraban, y entonces le tiraron de la levita y él tuvo que seguirlas. Le llevaron a la escalera que ascendía al sobradillo, procurando que no crujieran los escalones de madera, como gatas, y Henri se dejaba manejar. ¿Qué querían enseñarle? Una de ellas abrió lentamente una puerta y se encontraron en una habitación minúscula bajo los tejados, muy desordenada, que servía de desván. Las pequeñas se abalanzaron sobre una caja y, discutiendo, aplicaron un ojo a una ranura bastante ancha entre dos traviesas. Invitaron a Henri a que hiciera lo mismo y él miró a su vez el interior de la habitacióncontigua, sorprendiendo al señor Staps. En una franja de luz solar en la que revoloteaba el polvo, el joven estaba arrodillado ante una estatuilla dorada y sostenía un cuchillo de cortar carne, con la punta hacia el suelo, a la manera de un caballero la víspera de su armadura solemne. Vestía una camisa de tela gruesa, tenía los párpados cerrados y salmodiaba una especie de plegaria.

Henri se sumió en divagaciones. «Está loco -pensaba-, estoy seguro de que está loco, pero ¿qué clase de locura es la suya? ¿Quién se cree que es este pobre chico? ¿Qué representa esa es tatuilla? ¿Qué objeto tiene ese cuchillo? ¿Qué urde en su cerebro sobrecalentado? ¿A qué brujería quiere encomendarnos? ¿Es peligroso? Todos somos peligrosos, y en primer lugar el emperador. Todos estamos locos. También yo estoy loco, pero por Anna, y ella está loca por Louis-François, quien está loco como un soldado…»›

En aquel mismo instante, el coronel Lejeune se batía forzosamente al lado de Masséna. Había ido una vez más a Aspern para confirmarle la orden de resistir hasta el crepúsculo y advertirle de las intenciones que tenía el emperador de lanzar toda la caballería contra las baterías del archiduque, y no había podido salir del pueblo ahora asediado. Tan sólo les quedaba a los tiradores el cementerio y la iglesia. Por múltiples brechas abiertas en las ruinas, los austríacos habían conseguido establecerse por doquier de un modo firme. Masséna había ordenado que levantaran defensas con los objetos voluminosos que pudieran agenciarse, rastrillos, arados y muebles, a fin de llegar a los cañones inútiles a causa de la falta de pólvora. Los granaderos amontonaban cadáveres, formando con ellos una barricada que protegía la plaza hasta el recinto del cementerio que defendían los hombres sin cartuchos, con lo que tenían a mano, una cruz de bronce, un madero, cuchillos… Paradis había sacado su honda, Rondelet blandía su espetón como si fuese un estoque.

En medio del caos, Masséna demostraba lo que era capaz de hacer.

Al darse cuenta de que los artilleros de Hiller hacen rodar una pieza por una calleja, a fin de derribar la fachada de la iglesia, hace que carguen de paja y hojas una carreta de mano, luego recoge una rama cortada, entra en la sacristía abierta por un obús, en la que ronronean las brasas, prende fuego a la rama, sale y la arroja contra la carreta, la cual arde en el acto, y entonces divisa a Lejeune, desconcertado en medio de tanto desorden: «¡Conmigo!», le grita. Cada uno aferra un brazo de la carreta ardiente y la empujan con todas sus fuerzas hacia la callejuela. Cuando el vehículo en llamas ha adquirido suficiente velocidad, se arrojan al suelo y oyen los silbidos de las balas que les pasan rozando, pero la carreta choca de frente con la boca del cañón y se rompe en pedazos. Los barrihtos de pólvora, que están abiertos, estallan y todo vuela en pedazos, la caja de la carreta, los miembros arrancados. Unos granaderos cargan a la bayoneta para rescatar a Masséna y Lejeune, que se levantan a medias, pero es imposible penetrar en la callejuela cuyas casas han sido pasto de las llamas, que es un auténtico horno, y los hombres vuelven corriendo hacia los olmos destrozados de la iglesia. Los austríacos intentan impedirles el paso, pero otros granaderos armados con vigas que manejan como porras rompen unas cuantas crismas. Masséna se hace con una reja de arado y, de un empujón, trincha a dos buenos mozos y los arroja contra una escalinata. Lejeune ha parado el sable de un oficial con guerrera blanca, el cual le propina un rodillazo en el vientre que le obliga a doblarse, felizmente, pues la bala que volaba hacia su nuca se incrusta en la frente del austríaco, de la que brota la sangre.

Sentado en un banco de piedra unido a una casa de la que sólo quedaba un muro en pie, Masséna consultó su reloj y vio que se había parado. Lo sacudió, hizo girar en vano la corona, pues se había roto, y soltó un juramento.

– ¡Maldita sea! ¡Un recuerdo de Italia! ¡Perteneció a un monseñor del Vaticano! ¡Todo de oro y plata dorada! Un día u otro tenía que abandonarme… No sigáis a gatas, Lejeune, venid a sentaros un momento para recuperaros. Deberíais estar muerto pero, como no es así, respirad a fondo…

El coronel se sacudió el polvo y el mariscal siguió diciendo: -Si salimos de ésta, os encargaré mi retrato, pero en acción, ¿eh? Con la reja de arado como hace un momento, por ejemplo, ¡a punto de despachurrar a una jauría de austriacos! Al pie escribiríais Masséna en la batalla. ¿Veis el efecto que produciría eso? ¡Nadie osaría colgar ese cuadro! La realidad desagrada, Lejeune.

Una bala de cañón alcanzó una parte de la techumbre de la casa en la que reposaban los dos hombres, y Masséna se levantó de un salto.

– ¡Ahí tenéis la realidad! ¡Pero, por Dios, esos perros tratan de enterrarnos bajo los escombros!

Por el lado de la planicie llegó un jinete al galope, aminoró la velocidad de su caballo cerca de la iglesia, interrogó a un suboficial, advirtió a Masséna que encadenaba reniegos y se encaminó directamente hacia él. Era Périgord, siempre impecable.

– ¿Por dónde diablos ha pasado ése? -inquirió Masséna. -¡Señor duque! -Y Périgord tendió un pliego al mariscal-: Un despacho del emperador.

– Veamos todo el mal que me desea Su Majestad…

Masséna leyó el mensaje y alzó los ojos al sol que descendía por el oeste. Los dos edecanes de Berthier charlaban:

– ¿Estáis herido, Edmond? -preguntó Lejeune al otro. -¡No, señor!

– Pues cojeáis.

– Porque mi criado no ha tenido tiempo de domarme las botas, y como el cuero está mal flexibilizado, padezco a cada paso. ¡En cuanto a vos, mi querido amigo, vuestro pantalón necesita una buena pasada de cepillo!

Masséna les interrumpió.

– Supongo, señor de Périgord, que no habéis atravesado las líneas austríacas.

– La pequeña planicie que linda con el pueblo por este lado estaba expedita, señor duque. Sólo me he cruzado con un batallón de nuestros voluntarios de Viena.

– Entonces podríamos replegarnos para pasar la noche, antes de dejar que destrocen la división de Molitor…

– Hay setos, cercados de matorrales, barreras de madera, bosquecillos, un montón de sitios donde abrigarnos…

– Bien, Périgord, bien. Por lo menos tenéis buena vista. Masséna pidió un caballo.

Uno de sus caballerizos se apresuró a traerle uno, pero no podía montarlo bien porque habían ajustado demasiado corto el estribo derecho. Entonces llamó de nuevo al caballerizo, sentado a la mujeriega tras haber pasado la pierna por encima de la cruz del caballo. Una bala de cañón decapitó al atareado caballerizo y arrancó de cuajo el estribo, el caballo se hizo a un lado y Masséna cayó en brazos de Lejeune.

– ¡Señor duque! ¿Estáis bien?

– ¡Otro caballo que sirva! -aulló Masséna.

Transfigurado por el combate, Lannes, junto con Espagne, Lasalle y Bessiéres, cargaron en cabeza de sus millares de jinetes para embestir al centro austríaco, trocearlo, separarlo de sus alas, socorrer a los dos pueblos sometidos al fuego y apoderarse de los cañones. Fayolle no gozaba de esa vista de conjunto. Presa de furor, se comportaba como un autómata, no temía a nada pero tampoco quería nada, ni detenerse ni proseguir, era una marioneta movida por los clarines y los gritos de guerra, vociferante, y golpeaba, se protegía, hundía su acero, abría pechos y atravesaba cuellos. Los coraceros habían exterminado a una escuadra de artilleros, y enganchaban las piezas de artillería capturadas a los caballos de tiro. Espagne dirigía la operación; su caballo babeaba mucho y movía los ollares de arriba abajo. Fayolle le observaba de reojo, mientras enganchaba los arneses a la parte curva de un obús: el general estaba gris de polvo, erguido sobre la piel de carnero de la silla, pero su mirada perdida desmentía las órdenes breves y precisas dictadas por el hábito. El soldado sabía qué era lo que atormentaba al oficial, pero, sin poder evitarlo, dudaba de los presagios. ¡No faltaba más! ¿El héroe de Hohenlinden, que ya había abierto a las tropas francesas la ruta de Viena años atrás, a pesar de la tormenta de nieve, temía a los fantasmas? Como hemos dicho, Fayolle había estado presente al final de aquella curiosa trifulca en el castillo de Bayreuth, cuando el general Espagne había llevado la peor parte en el encuentro con un espectro, pero ¿de qué se trataba en realidad? ¿De una alucinación? ¿De la fatiga? ¿De una fiebre maligna? Él, Fayolle, no había visto al fantasma con sus propios ojos. ¡La Dama Blanca de los Habsburgo! Conocía esas apariciones maléficas con las que amenazaban a los críos de su pueblo. Merodeaban cerca de los calvarios y daban miedo. Él no había creído jamás en esas cosas.