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-Lo siento -dijo, encogiéndose de hombros-. Yo no puedo hacer nada.

- Pero me han dicho que en tu casa hay cantidad de apartamentos vacíos -replicó Maria, enarcando las cejas-. ¿No hay uno libre en tu piso?

Antar se quedó pasmado.

-¿Cómo sabes dónde vivo? -inquirió.

Una de las normas no escritas de la cafetería era que nadie entrara en muchos detalles de la vida de los demás.

-Bueno, es que me han dicho… -contestó Maria con un gesto vago, dejando la frase sin terminar.

Antar se había acostumbrado a tener el cuarto piso para él solo: se resistía a la idea de volver a tener vecinos.

-No sería adecuado para ella -explicó él-. El edificio está en unas condiciones deplorables, y el apartamento lo mismo.

Pero cedió cuando Maria le rogó que enseñara la casa a Tara: pensó que de todas formas le asustaría el barrio.

Pero se equivocaba: a Tara le gustó el apartamento nada más verlo, y se mudó al cabo de un mes. Aún se sorprendía cuando iba a la cocina y veía el resplandor de las luces por el patio. Durante años había tenido las cortinas de la ventana de la cocina corridas porque lo único que había en el patio eran ratas muertas y palomas. Ahora solía rondar por allí más tiempo del necesario.

Antar volvió a echar una mirada a la línea de información horaria.

-¿Ya son las seis menos cuarto? -dijo en voz alta, sin darse cuenta.

Ava se lo confirmó a gritos inmediatamente, anunciando la hora como lo hubiera hecho un sereno de un pueblo egipcio, perfecto en todos los detalles, incluidos los bastonazos en el suelo.