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Al fin, rebosante de una sensación de paz y bienestar, se levantó y se estiró. Ahora se alegraba doblemente de haberse quedado en la garita de señales en vez de ir a casa del jefe de estación: estaba en uno de esos sitios donde la soledad era una recompensa en sí misma.

Echó a andar, haciendo equilibrio sobre un raíl. Ya se acercaba el crepúsculo, y las nubes lisas y vaporosas se veteaban de festones de color rojo y púrpura. Cuando llegó a las agujas que unían en una sola vía la línea principal y la secundaria, Phulboni decidió volver. Se detuvo a echar una última mirada al espectacular panorama de los campos inundados que destellaban bajo el crepúsculo. Inadvertidamente, sus ojos pasaron por el mango rojo de la palanca de maniobras. Observó, sorprendido, que el mecanismo parecía en buen estado de mantenimiento. No había rastro de óxido en la palanca, ni hierba entre los cables que la conectaban a los carriles de cambio, aunque iban a ras de tierra. Por el contrario, los profundos surcos hechos en el suelo sugerían un mantenimiento periódico y un uso continuado.

Phulboni sentía un instintivo interés por todo lo mecánico. Le gustaba el tacto del metal frío, disfrutaba ante la vista de un objeto de hierro o acero bien fabricado. Cruzó la vía para observar de cerca la brillante palanca metálica: el hecho de ver un dispositivo bien cuidado en aquel entorno tan inverosímil le producía un oscuro sentimiento de satisfacción.

Al agacharse con el brazo extendido, oyó un grito. Incorporándose, vio al jefe de estación, que subía a gatas por el terraplén. Agitaba frenéticamente los brazos, haciéndole señas de que se apartase de la palanca de maniobras. Llevaba un hatillo en una mano y una jarra de arcilla en la otra. Phulboni se percató de pronto de que tenía una hambre voraz. Le saludó con la mano y volvió apresuradamente por la vía.

El jefe de estación lo esperaba a unos cien metros más atrás. Tenía la frente contraída en un ceño de cólera.

-Oiga -dijo al escritor-. Será usted un gran sahib y todo eso, pero si sabe lo que le conviene no toque nada de lo que hay por aquí. -Y, como se le acabara de ocurrir, añadió-: Eso es propiedad del gobierno; pertenece al ferrocarril.

Phulboni había pensado felicitar al jefe de estación por el buen mantenimiento de los mecanismos de cambio. Le escuchaba ahora amedrentado, incapaz de pensar en una respuesta adecuada.

El jefe de estación le puso en las manos el hatillo y la jarra de barro y, en tono brusco, le dijo:

-Cuando termine, póngalo en un rincón. Lo recogeré por la mañana.

Arrastrando los pies, se dirigió rápidamente al terraplén y empezó a bajarlo a gatas, hacia el campo anegado.

Recobrándose, Phulboni gritó:

-¿Por qué no se queda un momento? ¿A comer algo conmigo antes de marcharse?

-Volveré por la mañana -contestó el jefe de estación, mirando por encima del hombro.

Había algo en su apresurada marcha que inquietó a Phulboni. Acercándose al borde del terraplén, gritó:

-¿Hay algo que no me haya dicho, masterji?

- Mañana -contestó el jefe de estación-. Mañana…, todo…, se hace de noche…

Un apresurado chapoteo ahogó el sonido de su voz.

Phulboni se sintió entonces extrañamente perdido, de pie junto a las desiertas vías a la luz mortecina del atardecer. Volvió despacio a la garita de señales y abrió la puerta. Dentro estaba oscuro, pero un destello metálico le hizo mirar al suelo. Era la curva hoja de su navaja de afeitar: junto a ella estaba el cacharro del jabón de afeitar, la brocha y el trozo de alumbre que había dejado en el nicho antes de salir de paseo.

Phulboni dejó la comida y el agua sobre el escritorio y fue a ver si la ventana se había abierto y había entrado corriente o una ráfaga de viento. Pero la ventana estaba bien cerrada. A falta de mejor explicación, decidió que los objetos habían volado al abrir él la puerta. Los recogió y volvió a colocarlos en el hueco de la pared, junto al farol de señales.

Decidió comer fuera, mientras aún había luz. Llevando la comida y el agua, cruzó la puerta, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y abrió el hatillo de tela. Encontró una pila de paratha, una generosa ración de salsa de mango y un montón de doradas patatas bañadas en una densa capa de masala. La comida olía mejor que nada que pudiera recordar y la acometió con deleite.

Iba a la mitad de su tercer paratha cuando oyó que algo se caía en la habitación. Sobresaltado, volvió la cabeza y miró atrás. Por la puerta abierta, vio que la navaja y sus cosas de afeitar estaban en el suelo. Nadie había entrado y el viento se había calmado. Sintió un momentáneo desasosiego, pero el hambre le reclamó y siguió comiendo.

Al terminar, se lavó las manos, bebió un copioso trago de agua y apoyó la espalda en la pared, limpiándose satisfecho los dientes con una paja. Ahora, sentado entre la suave brisa, escuchando el coro de ranas y grillos que ascendía de los campos inundados, había recobrado la sensación de bienestar. Todo estaba tan en calma, tan tranquilo, que hacía falta algo especial: decidió que la ocasión requería uno de sus raros cheroots.

Phulboni no era gran fumador, pero un par de veces a la semana le gustaba encender un cheroot o un puro después de una buena comida. Recordaba haber metido algunos en el equipaje, pero no estaba seguro de dónde los había puesto exactamente.

La garita de señales ya estaba completamente a oscuras, pero tenía a mano una caja de cerillas. Encendió una y al instante sus ojos repararon en el farol, que destellaba en el hueco de la pared. Se le ocurrió una idea. Cogió el farol y lo sacudió. El chapoteo del petróleo le indicó que el depósito estaba lleno. Abrió la ventanilla de cristal y manipuló la rosca que accionaba la mecha. Dándole un par de vueltas, sacó la mecha unos centímetros y la encendió. Cuando cerró la ventanilla, una luz luz rojiza y brillante llenó la habitación.

Satisfecho de sí mismo, se acercó a la bolsa y empezó a hurgar en los compartimientos, buscando la lata de cheroots. Acababa de encontrarla cuando oyó un ruido metálico a su espalda y la luz se apagó. Chasqueó la lengua, molesto por no haber cerrado la puerta antes de encender el farol. Se dirigió al escritorio y prendió otra cerilla. Pero entonces se fijó bien y vio que se había equivocado: la llama no se había apagado por una ráfaga de viento, sino que la rosca había girado y la mecha se había escondido en su alvéolo. Manipuló la rosca, frunciendo el ceño, preguntándose si se habría soltado. Era difícil estar seguro, pero al final logró que la mecha volviese a aparecer y la encendió de nuevo. Esta vez se encargó de poner el farol en un rincón, bien al abrigo del viento.

Luego encendió su cheroot, sentándose en el umbral con las piernas cruzadas, escuchando la miríada de insectos del monzón. Había fumado la mitad cuando oyó que la rosca del farol volvía a girar. Echó una mirada por encima el hombro y vio que la luz se había vuelto a apagar; un escalofrío le recorrió la espalda. Se acordó del rifle y volvió a serenarse. Que él supiese, nada en el mundo se resistía a un calibre 303. Continuó dando chupadas a su cheroot.

Se lo fumó hasta la colilla y luego se puso en pie. Le costó cierto esfuerzo volver a la garita, pero no tenía otra opción. Sabía que no podría llegar a casa del jefe de estación solo y en la oscuridad.

Phulboni se preparó para la noche con mucha calma y determinación. Se puso el pijama a oscuras, racionando las cerillas. Luego quitó del pantalón el sólido cinturón de cuero y atrancó la puerta con él. Sacó el rifle del estuche y lo colocó en el suelo junto a la cama, al alcance de la mano. Después se tumbó en la cama, de cara a la puerta. Tenía la impresión de que permanecería mucho rato despierto, pero había sido un día muy largo y estaba muy cansado: al cabo de unos minutos estaba profundamente dormido.

Le despertaron unas gotas de lluvia en la cara. Se incorporó, sobresaltado, y alargó instintivamente la mano para coger el rifle. La puerta se había abierto, sacudida por el aire, y la lluvia entraba a chorro en la habitación.

Se levantó con esfuerzo, maldiciéndose para sus adentros por no haber cerrado bien la puerta. El cinturón estaba en el suelo junto a la entrada, aún atado. Lo recogió, cerró de un portazo y volvió a atar el cinturón al quicio de la puerta tan fuertemente como pudo. Retrocediendo, encendió una cerilla para ver si el cinturón resistiría.

Entonces fue cuando se dio cuenta de que el farol ya no estaba en el rincón donde lo había colocado. Miró por el escritorio y en el hueco de la pared: el farol no estaba en ninguna parte. Había desaparecido.

Phulboni estaba atontado de sueño y lo primero que se le ocurrió fue que el jefe de estación había entrado para llevarse el farol mientras él dormía; quizá habría una emergencia en alguna parte de la línea. Volvió a abrir la puerta y miró entre la lluvia torrencial. Allí estaba, en efecto: un círculo de luz rojiza, oscilando por la vía de un lado a otro, a unos cincuenta metros de distancia.

-¡Masterji, masterji! - gritó Phulboni a pleno pulmón, haciendo bocina con las manos. Pero la luz siguió su camino, y no era de extrañar: el viento aullaba, arrastrando la lluvia a su paso.

Phulboni no lo pensó ni un momento. Se calzó los zapatos, se envolvió en una gruesa toalla y salió corriendo. Por un instante acarició la idea de llevarse el rifle. Pero luego, pensando que la lluvia y el barro podían estropearlo, lo dejó. Encogiendo los hombros, llegó a la vía, guiñando los ojos frente al embate del viento. Sólo cuando estaba a medio camino del apartadero se le ocurrió pensar en cómo había podido entrar el jefe de estación en la garita de señales si la puerta estaba atrancada por dentro.