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Las encuentro a todas. El adversario no ha descubierto pues el atajo que me lleva a La Roque. Lo suponía, por todas las razones que ya dije. Estoy contento de haberlo verificado. Resta la segunda parte de mi misión. La última vez que fui a caballo a La Roque por la ruta, me llamó la atención un pasaje encajonado entre dos colinas, enfrentándose con dos troncos de árboles calcinados, de cada lado del camino. Tengo la intención de tender el alambre que he traído entre esos dos troncos y colgar la proclama destinada a Vilmain. Desgraciadamente, a pie, hasta por el atajo, es bastante lejos. Siento a mi espalda a Colin que pena y resopla, y recuerdo de pronto con remordimiento que ha dormido poco la última noche, habiéndola pasado en la casamata. Me doy vuelta.

– ¿Estás roto?

– Un poco.

– Media hora más ¿aguantas? Apenas haya terminado de colgar mi cartel, hacemos una pausa.

– No te preocupes -dice Colin frunciendo las cejas y avanzando la mandíbula.

A pesar de haber pasado los cuarenta, lo encuentro muy infantil cuando pone esa cara. Me cuido muy bien de decírselo. Le da mucho valor a su virilidad, quizá no en el estilo brillante de Peyssou pero, en el fondo, igual.

Hace mucho calor. Transpiro en abundancia. Me abro el cuello y me arremango la camisa. Me doy vuelta de vez en cuando y retengo una rama para que no golpee a Colin al retomar su lugar. Le veo el rostro pálido, los ojos un poco hundidos, los labios apretados. Siento alivio por él cuando llegamos.

Desde el sendero forestal a la ruta, la marcha al principio es en pendiente suave, pero termina con unos veinte metros abruptos y rocosos. Para bajar, se puede en última instancia dejarse deslizar. Es para volver a subir donde está la dificultad La configuración del terreno es la misma del otro lado de la ruta, lo que da, por lo demás, algo de opresivo a la ruta misma en ese lugar. Parece estrangulada entre dos declives.

Bajo, propulsado más rápido de lo que quisiera. Aterrizo bastante brutalmente en la ruta. Paso el alambre por los dos agujeros del cartel y lo fijo en un tronco antes de tenderlo a través del camino y de fijarlo al tronco de enfrente. No demoro mucho. Colin, a quien no veo, está acostado en el extremo de la maleza sobre el reborde a pique, con el fusil delante de él, cubriéndome en la dirección de La Roque. Buena protección, si tenemos que enfrentarnos con un individuo aislado. ¿Pero si es una banda? En ese caso yo sería muy vulnerable, al no tener detrás de mí más que un terreno completamente pelado, sin foso ni arbustos, hasta la próxima curva y con la perspectiva, si quiero llegar a la maleza, de trepar de uno o de otro lado veinte metros de talud muy en pendiente y a plena vista del adversario.

Me doy cuenta que con el arma en bandolera, es decir no inmediatamente utilizable, y con la ayuda de mis dos manos, con gran dificultad llego a subir la cuesta y al precio de repetidos esfuerzos, de resbaladas, de medias caídas y, todo eso, con una extrema lentitud.

Llegado a la cima, Colin está tan bien camuflado en la maleza que no lo veo por ningún lado. Él me ve, estoy seguro, pero no me atrevo a llamarlo, de miedo de hacer ruido. Oigo una lechuza que chilla. Me detengo, estupefacto. Porque desde el día del acontecimiento, todo es silencio: ni zumbido de un insecto, ni grito de un pájaro. El chillido recomienza, muy cerca. Me dirijo hacia él y tropiezo con las piernas de Colin.

– ¡Eh, cuidado, estoy aquí! -dice en voz baja.

– ¿Oíste la lechuza?

– Soy yo -dice Colin riéndose sin ruido-. Era para llamarte.

Y de un golpe seco, triunfalmente, vuelve a poner el seguro a su arma.

– ¿Eres tú? ¡Pero, oye, estaba muy bien! Me hiciste equivocar.

– ¿No te acuerdas de las imitaciones en la época del Círculo? Yo era el mejor.

Está orgulloso de ello, hasta hoy. Se destacaba, Colin, en todo lo que no exigiese fuerza: el arco, la honda, el billar, la prestidigitación. Y por supuesto, hacer malabarismos con tres pelotas, fabricar una flauta con una caña, construir una guillotina de papel para moscas, abrir una cerradura con un alambre y simular una caída espectacular subiendo a la tarima del maestro.

Le sonrío.

– Diez minutos de pausa. Puedes echarte un sueñito.

– ¿Sabes lo que pensaba cuando te cubrí, Emanuel? Que este pedazo de ruta es la curva soñada para una emboscada. Con cuatro tipos, dos de cada lado de la ruta, te limpiarías toda una banda.

– ¡Bueno, duerme, duerme! Harás estrategia después.

Y para que se duerma más rápido me alejo, pero esta vez para no perderlo de nuevo tomo puntos de referencia en la maleza.

Miro a Colin cuando me voy yendo. Apenas acostado, se apaga, aplastando con su espalda dos o tres helechitos, con su fusil en el hueco del brazo, como una mujer muy amada.

Miro mi reloj. Camino de un lado a otro. Mis botas cortas no hacen ningún ruido. Esta ladera mira al norte y con las lluvias que hemos tenido, el musgo lo ha invadido todo. Me asombra otra vez la exuberancia tropical de la maleza. Pero es muy poco diversificada. Tengo la impresión de que los helechos, por su aplastante vitalidad, están conquistándolo todo. El silencio, la ausencia de vida son oprimentes. La más leve tela de araña, el hilo más fino de una rama a la otra me daría un placer. Pero a menos que no emigren hacia nosotros de regiones atacadas, tengo miedo de que no volveremos a ver más insectos. ¿Y los pájaros? Suponiendo que en otro lado hayan sobrevivido ¿cómo podrían vivir aquí sin insectos? El bosque antes de un cuarto de siglo se reconstituirá, pero la naturaleza seguirá mutilada.

El estar envuelto por ese silencio asfixiante, en la humedad pegajosa de la maleza, sin un soplo de viento que haga mover las hojas me hace sentir solo, y paso un mal rato. No es la aprensión del combate. Las tripas revueltas, el vacío en el estómago, el corazón a los golpes, eso ya lo conozco, gracias. No, lo que siento es peor. Es otra clase de angustia. Colin duerme, y sin él, sin mis compañeros, lejos de Malevil, tengo la impresión de que no soy absolutamente nada. Floto como un traje vacío.

Encuentro ese vacío tan insoportable que despierto a Colin. Qué egoísmo. Lo despierto unos buenos cinco minutos antes de la hora que me había fijado. Abre los ojos, se despereza, me habla y su primera palabra es para insultarme. No importa, desde el momento que me habla, me reencuentro. Con mis lazos de afecto, mis responsabilidades, el papel que mis compañeros me han confiado y el carácter que me conocen. Entro en mi pellejo, muy aliviado de tener uno.

– ¿No podías dejarme de joder? -dice Colin en voz baja-. ¡Tenía uno de esos sueños!

Se muere por contármelo, pero le hago señas de que se calle. En este sitio estamos demasiado cerca de la ruta. Nos metemos en la maleza y cuando por fin estamos en el sendero se ha olvidado de su sueño, pero no de su preocupación subyacente. Es curioso que el peligro no consiga reprimir del todo nuestros pensamientos cotidianos. Me mira, con la ceja en circunflejo y una media sonrisa.

– ¿Cati no te anda un poco atrás?

– Sí.

– ¿Y no anda atrás de Peyssou?

– ¿Lo notaste?

– ¿Y atrás de Hervé?

– Puede ser.

Un silencio.

– Y bueno, dime. ¿Y Thomas?

– Thomas se dice que en Malevil hay dos mujeres para seis.

– ¿Y entonces?

– Se pregunta si ha sido prudente casarse con Cati.

Un silencio, y Colin prosigue:

– Según tu opinión ¿por qué crees que hay tan pocas mujeres?

– Por las bandas errantes, cae de su propio peso. O bien los jefes de banda no las quieren, o bien, físicamente, han sido eliminadas. Cuando casi no hay qué comer, los más fuertes son los que comen.

– ¿Pero para la gente como nosotros?

– ¿Quieres decir los sedentarios?

– Sí.

– Ese es otro fenómeno, me parece. Antes del día del acontecimiento, las mujeres desertaban del campo hacia la ciudad en la proporción de un ochenta por ciento.

– ¿Y crees que todas las ciudades han sido destruidas?

– No lo sé. Pero hasta ahora, las bandas con las que nos hemos encontrado no estaban compuestas de gente de ciudad.

Un silencio.

– Está mal -dice Colin con aire sombrío-. Sería mejor para todos que cada uno tuviera su mujer.

Reflexión que, pensándolo bien, no me parece muy gentil para Miette. Pobre Miette. Uno más ya se ha cansado un poco de su funcionalidad.

Cambio de tema.

– Colin, quisiera que esta tarde duermas a todo trapo.

Como lo había previsto, se resiste.

– ¿Y por qué yo? -dice cuadrándose de hombros.

Efectivamente ¿por qué él? No es porque sea pequeño que lo digo.

Agrego muy serio:

– Quiero confiarte un papel muy importante en el despliegue de la defensa.

– Ah -dice serenándose.

– Quisiera que ocuparas el agujero individual que Meyssonnier está cavando.

– ¿Y quién va a ocupar la casamata?

– Hervé y Mauricio.

– ¿Y yo el agujero?

– Sí, y eso quiere decir que no dormirás en toda la noche. Ellos podrán dormir cada uno por turno, pero tú no.

– No es una noche en blanco lo que me da miedo -dice Colin con aire negligente. Y agrega-: ¿qué tendré como arma?

– Un fusil 36.

– ¡Ah! -dice muy satisfecho.

Levanta la cabeza para mirarme.

– ¿Y los otros?

– ¿Hervé y Mauricio?

– Sí.

– Los suyos.

Un silencio.

– ¿Por qué los tres fusiles 36?

– Para que los muchachos de Vilmain, cuando ustedes empiecen a tirarle en el traste, no puedan notar la diferencia, al oído, con sus propios fusiles.

Se detiene y me mira con una sonrisa en góndola.

– Al oído, pero no al tacto. -Agrega-: tienes ideas que no se le ocurrirían a nadie.

– Tú también.

– ¿Yo?

– Te lo diré más tarde. No he acabado. Esta noche te confiaré mis gemelos.

– ¡Ah! -dice Colin.

Y agrego:

– Creo que Vilmain atacará al amanecer. Cuento contigo para que lo detectes el primero y para que me señales su presencia.

– ¿Con la linterna eléctrica?

– De ningún modo. Te revelarías.

– ¿Cómo entonces?

Lo miro.

– El grito de la lechuza.

Me mira a su vez, me hace una sonrisa radiante y tiene un aspecto tan ingenuamente orgulloso que su reacción me da un poco de pena, por más que la hubiera anticipado. Si fuera posible daría con gusto la mitad de los centímetros que tengo de más para que él dejara de buscar compensaciones a su altura en las cosas más mínimas.

– Hablaste de una idea mía -dice Colin al rato.