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Golpean a la puerta, grito "¡entre!" sin pensar. Es Meyssonnier. Cosa rara, es él quien se pone rojo y parpadea. Y yo estoy muy desolado de ser la piedra del escándalo.

La puerta golpea detrás de Cati y Meyssonnier no se permite nada, ni el "y bueno" que hubiera dicho Peyssou en un caso semejante, ni la sonrisa que hubiera hecho Colin.

– Siéntate -le digo-. Te pido un minuto.

Toma el lugar, aún tibio, de Cati. Resueltamente sentado en la silla, guarda silencio y no se mueve para nada. Es muy descansado estar entre hombres. Termino mi cartel mucho mejor y mucho más rápido de lo que lo había empezado.

– Toma -le digo, tendiéndole la proclama- ¿qué te parece?

Lee en voz alta:

Dominio de Malevil y de La Roque

Los criminales cuyos nombres están a continuación son condenados a muerte:

Vilmain, fuera de la ley, jefe de la banda. Juan Feyrac, verdugo de Courcejac.

En cuanto a los demás, si deponen las armas a la primera conminación, nos contentaremos con desterrarlos de nuestro territorio con víveres para ocho días.

Emanuel Comte Abate de Malevil.

Después de haberlo leído en voz alta, Meyssonnier lo relee en voz baja. Miro su larga cara, sus largas arrugas a lo largo de sus mejillas. La palabra "conciencia" está escrita en cada uno de sus rasgos. Ha sido un buen militante comunista, pero hubiera podido ser también un buen sacerdote, un buen médico. Y con su pasión por servir y su atención a los detalles, un muy buen administrador. ¡Qué lástima que no haya sido alcalde de Malejac! Estoy seguro que aún ahora, le sucede a veces lamentarlo.

– ¿Qué piensas de esto?

– Guerra psicológica -dice sobriamente.

Esto es sólo una comprobación. La apreciación vendrá más tarde. Reflexiona nuevamente. Dejémoslo masticarlo. Sé que es lento, pero sé que el resultado de sus rumiadas vale la pena.

Prosigue:

– Pero en mi opinión, esto no servirá más que si Vilmain y Feyrac mueren. En ese caso, evidentemente, en vista de que no tendrán quien los mande, los otros pueden preferir la vida salva al combate.

A Cati le declaré: si las cosas se les estropean. Meyssonnier es mucho más conciso: si Vilmain y Feyrac son muertos. Es él quien tiene razón. El matiz es importante. Tendré que recordarlo cuando dé las consignas de tiro, en el momento del combate.

Me levanto. -Bueno. ¿Me puedes buscar una chapa de madera, pegarle esto y hacerle dos agujeros?

– Es muy practicable -dice Meyssonnier, levantándose a su vez.

Rodea mi escritorio, con el cartel en la mano y se para a mi lado.

– Quería decirte una cosa. ¿Siempre quieres que no se utilicen más que las troneras de los merlones?

– Sí. ¿Por qué?

– No hay más que cinco. Con las dos troneras del castillete, son siete. Y ahora somos diez.

Lo miro.

– ¿Qué conclusión sacas de eso?

– Que hacen falta tres muchachos afuera y no dos. Te lo señalo porque la casamata es muy chica para tres.

¡Meyssonnier, después de Cati! Todo Malevil reflexiona, busca, inventa. Todo Malevil está tendido hacia una meta única, con todas sus fuerzas. Tengo la impresión, en ese minuto, de formar parte de un todo que comando pero al cual yo mismo estoy subordinado, del que yo soy además, únicamente, un engranaje porque piensa y actúa por cuenta propia, como un solo ser. Es una impresión embriagadora que nunca tuve en mi existencia de antes, en donde todo lo que yo hacía se reducía mezquinamente nada más que a mí.

– Pareces contento -dice Meyssonnier.

– Lo estoy. Me parece que marcha bien Malevil.

Esta frase, mientras la pronuncio, me suena irrisoria en comparación con lo que siento.

– A pesar de todo -dice Meyssonnier- ¿no sientes de vez en cuando un vacío en el estómago?

Me largo a reír.

– ¡Y claro!

Se ríe él también y agrega:

– ¿Sabes a lo que me hace acordar? ¡La víspera del certificado de estudios!

Me sigo riendo y lo acompaño hasta la escalera caracol, con la mano sobre su hombro. Se va y vuelvo sobre mis pasos para agarrar mi Springfield y cerrar la puerta.

En el patio del primer recinto, Colin, Jacquet y Hervé me esperan, los dos últimos pala en mano; Colin, con las manos vacías y un poco alejado. La proximidad de estos dos gigantes le debe resultar un poco opresiva a su pequeña talla.

– Guarden sus útiles -les digo-. Tengo trabajo para ustedes. Esperamos a Meyssonnier.

Cati sale de la Maternidad al oír mi voz, con la rasqueta en una mano y la broza de grama en la otra. Sé lo que hace: aprovecha que Amaranta tiene una litera propia para limpiarla. Porque Amaranta tiene pasión por revolcarse, así su box esté embarrado o no. Falvina está sentada sobre un grueso tocón cómodamente instalada a la entrada de la gruta y se levanta con aire culpable al verme.

– Pero quédate sentada, Falvina, te toca el turno de descansar.

– No, no -dice con una ostentación que me molesta-. Te imaginas si tengo tiempo para sentarme.

Se queda parada entonces, pero sin hacer por otra parte más trabajo parada que sentada. Se calla, y ya es algo. La bronca de esta mañana le hace todavía efecto.

Ese comportamiento irrita también a Cati, tanto más que para sacar la litera, debió, como ella dice, "chuparse" lo más pesado del trabajo. Como la siento lista para picotear a su Mémé, intervengo:

– ¿Acabaste con Amaranta?

– ¡Y no demasiado pronto! ¡Y lo que he tragado de polvo de bosta! ¿Valía la pena ducharse? ¿Y es fácil, te parece, rasquetear con un fusil en bandolera? -se ríe al pronunciar esta palabra- ¡Y esta idiota que no piensa más que en matar gallinas! ¡A propósito, te aviso! ¡Ya está, una más! ¡Que le encajé una bofetada en la nariz, a tu Amaranta, que se va a acordar!

Pido ver a la víctima. Por suerte es una gallina vieja. Se la paso a Falvina.

– Toma Falvina, la vas a desplumar y vaciar y se la llevarás a la Menou.

La Falvina asiente, feliz de ese trabajito de sentada, muy de su competencia.

Bueno, se espera a Meyssonnier. La vida en Malevil continúa. Jacquet con los brazos colgantes, sorprendido de verse desocupado, me mira con sus buenos ojos de perro, plañideros, querendones y húmedos de afecto. Hervé, elegantemente apoyado sobre un pie, frota su atractiva barba en punta y mira a Cati que no lo mira pero que se hace la interesante, en parte para él, en parte para mí, moviendo sin ninguna utilidad diversas partes de su cuerpo. Colin, apoyado en la pared, observa la escena desde lejos, con su sonrisa en góndola. Y Falvina se ha vuelto a sentar, con la gallina sobre sus rodillas. Aún no ha empezado a desplumarla, pero ya llegará. Se está preparando.

– Finalmente -dice Cati siguiendo con sus contoneos-, tu Amaranta no tiene más que defectos. Tira, se revuelca en el barro, mata a las gallinas.

– Tal vez sea secundario para ti, Cati, pero Amaranta es también un muy buen caballo.

– ¡Oh, por supuesto, la adoras! -dice con desparpajo-. ¡A ella también! -Se ríe- No importa, deberías de todos modos poner un pedazo de enrejado en la parte baja de su box. No vale la pena tener ocho hombres en la casa si no hay ni siquiera uno para hacer eso! -Se ríe y mira a Hervé con el rabo del ojo.

Dejo el grupo, me dirijo a paso largo hacia el almacén del torreón, tomo un rollo de alambre y una pinza, anoto lo que saqué en la pizarra destinada a Thomas. Mientras hago esos gestos maquinales vuelvo a pensar en Cati y en su sugestión sobre el uso de nuestra caballería, y en Meyssonnier y su preciosa observación acerca de las troneras de los merlones. De golpe, me doy cuenta de una cosa: todo lo que estamos haciendo en Malevil, y con apremio, es aprender el arte de la guerra. La evidencia es enceguecedora: se acabó el estado tutelar. El orden son nuestros fusiles. Y no solamente nuestros fusiles: nuestras estratagemas. Nosotros que en Pascua teníamos solamente la apacible preocupación de ganar las elecciones de Malejac, estamos tratando de inculcarnos, una a una, las implacables leyes de las tribus guerreras primitivas.

Cuando salgo del almacén, me encuentro con Meyssonnier llevando mi cartel. Se lo agarro. Está perfecto. Y hasta artístico. Meyssonnier ha dejado un margen de madera contrachapada todo alrededor de la hoja de dibujo. Volviendo con él al primer recinto, releo mi proclama. De golpe, siento también un pequeño vacío en el estómago. No tiene importancia, va a pasar.

Apenas llegamos a la altura del grupo, Cati me pregunta qué hay sobre mi tabla y se la tiendo estirando bien el brazo para que todos puedan leer. Colin, a su vez, se aproxima.

– ¡Cómo! ¿Usted es abate? -dice Hervé, estupefacto, y su súbito cambio de tratamiento provoca sonrisas.

– He sido elegido abate de Malevil, pero puedes seguir hablándome de tú.

– Está bien -dice Hervé, retomando su aplomo-, tiene razón de haberlo puesto en el papelucho, hay muchachos en la banda sobre los que eso va a producir su efecto. Y también tienes razón en llamar a Vilmain “fuera de la ley”. Poco le falta a ese canalla para presentar sus exacciones como legales, dado el grado que tenía en el ejército

Estas dos observaciones me producen placer. Confirman lo que yo pensaba: que en los tiempos anárquicos en que vivimos, no existen únicamente relaciones de fuerza. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, un grado, un título, una función, continúan importando, con el caos general, los hombres se aferran a lo que subsiste del orden desaparecido. La más mínima apariencia de legalidad los fascina. Le he pues asestado a Vilmain un golpe sensible al arrancarle, sobre el papel al menos, sus galones de oficial.

– Cati, eres tú quien va a hacernos salir a los cinco por la gatera. Y te quedarás próxima al castillete de entrada todo el tiempo que estemos fuera. Tú, Falvina, le vas a avisar a Peyssou que salimos. Está en la bodega con Mauricio.

– ¿En seguida? -dice la Falvina sin levantarse, con la gallina aún intacta sobre sus rodillas.

– En seguida -le digo con un tono seco- Y muévete.

Cati se ríe y girando con arrogancia su busto joven sobre su cintura delgada, mira partir a la Mémé, bamboleándose como una gelatina.

Cuando estamos todos afuera, en el camino, tomo vivamente la delantera con Meyssonnier, y le doy en voz baja mis instrucciones. Le toca a él cavar un agujero individual sobre la colina que linda con la de las Siete Hayas, con unas buenas vistas sobre la empalizada.

Asiente. Lo dejo con Hervé y Jacquet y me meto con Colin en el atajo forestal. Camino delante de Colin y le recomiendo poner sus pasos sobre mis huellas, esto porque si me topo con mis ramas con sus ligaduras, haría un rodeo por la espesura para evitar romperlas.