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Hay una silla libre en la primera fila, al lado de Miette, pero justo en el momento en que la voy a tomar veo que a mi derecha tendré a Momo como vecino y el acostumbrado reflejo actúa, aun en la loca inquietud en que me encuentro. Cambio de rumbo en mi camino para colocarme en la segunda fila, al lado de Meyssonnier. Peyssou, que ha entrado detrás de mí, toma la silla que acabo de evitar.

Jamás misa alguna, creo, no habrá sido menos escuchada, a pesar de la bella voz de Fulbert y el responsorio de Jacquet, que le oficia de acólito. Porque todos tenemos los ojos fijos, no en el oficiante, sino en las ventanas detrás de él, con una mezcla de esperanza y de ansiedad. Y de golpe, el sudor chorrea por mi espalda, ¿y los animales? Nosotros por lo menos siempre tendremos vino. ¿Pero los animales? ¿Qué beberán si la toma de agua está contaminada? ¿En cuanto a la tierra, si es penetrada de cenizas radiactivas arrastradas a su superficie y en profundidad por la lluvia, quién puede decir cuándo se detendrá el progreso del veneno en la cosecha? Estoy asombrado de que Thomas no me haya comentado nunca sus temores. ¡En qué engañosa seguridad su silencio nos ha hecho vivir después del día J! Yo me decía que la única catástrofe natural que podría amenazarnos ahora, sería una interminable sequía que agotaría los ríos y pulverizaría la gleba. Pero nunca me había imaginado que la lluvia que habíamos esperado todos los días, día tras día, podría acarrearnos la muerte.

Miro a Meyssonnier porque acaba de dar vuelta la cabeza de mi lado, y lo que leo en sus ojos no es tanto angustia como una inmensa estupefacción. ¡Ah, lo comprendo muy bien! Para nosotros, campesinos, aunque a veces hemos llegado a protestar contra el mal tiempo, en ocasión por ejemplo de un mes de junio podrido que estropea los pastos, sabemos muy bien que la lluvia es una amiga, que nos hace vivir y que sin ella no tendríamos ni cosechas, ni frutos, ni prados, ni fuentes. Y ahora, tenemos que concebir lo inconcebible: que la lluvia puede matar a aquellos que alimenta.

Los ojos de Meyssonnier vuelven a la ventana, los míos también. No hubiera parecido posible, pero está aún más oscuro. La colina, del otro lado de los Rhunes, pelada, negra, con tres tocones de árbol que se elevan en la cumbre, parece un Gólgota cubierto por la oscuridad. Una luz macilenta, a ras de suelo, ilumina por detrás sus contornos, separados del cielo negro por una línea blanquecina. La misma colina es de un gris antracita, pero por encima el amontonamiento de las nubes es de color tinta, con unas estelas menos oscuras aquí y allá. El espectáculo cambia por momentos, cargado de amenazas. Estoy como hipnotizado por él. Cosa extraña, no rezo, no escucho a Fulbert, y sin embargo se establece en mi espíritu una especie de vínculo entre lo que miro y el canto de sus palabras. En ese instante, me olvido de que es Fulbert, su impostura y sus astucias, lo único que cuenta es su voz. A su misa, aunque no la escuche, ese falso sacerdote la dice muy bien, con seriedad, con emoción. No la escucho, pero sé lo que ella cuenta, la angustia de hace dos mil años, la misma que estamos ahora viviendo nosotros, con los ojos fijos en las ventanas.

De tal modo las nubes están negras y bajas, que estoy seguro ahora que la lluvia va a estallar. Los minutos que la preceden son interminables. ¡Se toma su tiempo! Y me convierte en tal tortura esperar que casi deseo que la lluvia ya esté allí, que termine con nosotros y que el contador de Thomas nos anuncie nuestra condena a muerte. Le echo un vistazo a Meyssonnier sentado a mi lado, veo su manzana de Adán subir en su delgado cuello. Está tragando saliva. Como su silla está un poco más atrás con respecto a la mía, distingo a Thomas de perfil, que separa con trabajo sus labios pegados uno contra el otro, y los humedece con la lengua. Estoy seguro que no soy el único que siente el sudor mojar mis costados y la palma de mis manos. Todos estamos en eso. Si tuviera el olfato fino sentiría ese olor de traspiración y de miedo que emana de esos once cuerpos inmóviles.

Sigo teniendo en el oído la misa de Fulbert, el sonido, no las palabras, porque ni siquiera trato de pescarlas. Pero discierno ahora en la bella voz grave de nuestro huésped una fisura, un temblor. Y bueno, tenemos pues algo en común, Fulbert y yo. Tengo ganas de decírselo. Que todas esas tensiones y esos odios ya no sirven para nada, que la lluvia que llega va a reconciliarnos, sabemos muy bien cómo.

Sin embargo, cuando estalla, esa que nosotros esperamos, es como una descarga eléctrica, nos sobresaltamos y el silencio que le sigue se hace más profundo. La voz de Fulbert pierde algo de su suavidad, es ronca y cascada, pero sin embargo persiste. A Fulbert no le falta ni coraje, ni tampoco, me parece a mí, fe. Más tarde, me va a rozar la idea de que su impostura nace, quizá, de una vocación frustrada. Pero por el momento, mi cabeza está vacía, escucho. La lluvia golpea con tal furor contra los vidrios, con un crepitar tan furioso y tan fuerte que por momentos cubre la voz de Fulbert y con todo, por más tenue que ahora me parezca., no la pierdo del todo, me agarro a ella, es un hilo que aferró en la oscuridad. Porque está oscuro, más oscuro que nunca, aunque las dos ventanas estén blancas de lluvia. La gran sala no está iluminada más que por los dos velones cuyas llamas tiemblan también con el viento que pasa por debajo de las puertas y las ventanas. La sombra de Fulbert parece inmensa sobre la pared. Un poco de luz brilla en las hojas de las espadas y de las alabardas que la guarnecen, todo es lúgubre y tengo la impresión de que estamos escondidos, los once, en una catacumba, huyendo de la muerte de encima y de alrededor de nosotros.

Hay una calma momentánea en la lluvia, luego un primer relámpago ilumina las dos ventanas, la tormenta rueda al este detrás de la colina que tenemos en frente. Conozco muy bien las tempestades de nuestro rincón, son terroríficas. Desde mi infancia las temo. Aprendí, al crecer, no a vencer sino a disimular el miedo que me inspiran. Hoy, ese miedo agrega al otro su conmoción física, apenas puedo reprimir el temblor de las manos mientras miro los zigzags del rayo iluminar los tres tocones de árboles en la cumbre de la colina y espero el estruendo que va a seguir. Al mismo tiempo, el viento empieza a soplar como un demente. Es el viento del este. Lo reconozco en el aullido que da al engolfarse en la bóveda a medias destruida en donde quería hacer mi escritorio y en la manera cómo sacude interminablemente puertas y ventanas y silva en las cavidades del acantilado. La lluvia redobla con rabia y el viento la tira como en millares de lanzas contra los vidrios. Da la impresión de que va a reventarlos de un momento a otro. Fulbert, que los tiene detrás de él, debe de tener la misma sensación, porque lo veo meter el cuello entre los hombros y tender la espalda como si el huracán fuera a abatirse sobre él. Con todo, entre dos aullidos inhumanos, oigo siempre su voz.

Meto las dos manos en los bolsillos y pongo rígida la nuca. Los relámpagos se suceden con una crueldad metódica. La tormenta no rueda más, estalla. Se diría que Malevil se ha convertido en un blanco que los relámpagos encuadran con una precisa malignidad como tiros de artillería antes de aniquilarlo de un golpe al final. No se ve ya sobre el negro del cielo los zigzags blancos, flechas rotas, rúbricas, sino en las ventanas, con intermitencia, un espejeo helado, deslumbrante, seguido de un golpeteo muy fuerte y muy seco como un obús que estalla. Apenas si el oído puede soportar ese volumen de ruido. Dan ganas de correr, de huir, de esconderse. Entre dos estallidos, en las ínfimas treguas de la tempestad, la voz de Fulbert, tan tenue ahora y tan temblorosa que parece vacilar como las llamas de los velones, es mi único punto de contacto. Oigo también un gemido sordo, y me cuesta un momento entender inclinándome hacia adelante que es Momo el que gime así, con su enorme cabeza hirsuta apoyada sobre el frágil pecho de la Menou y protegido por los dos brazos esqueléticos de su madre.

Sin transición, la tempestad se aleja. Los lejanos tronidos recomienzan, casi tranquilizadores en comparación. Retroceden y se espacian al mismo tiempo que la borrasca alcanza el paroxismo. Los músculos del cuello, de los brazos y de la espalda me duelen a tal punto me he puesto rígido para vencer el temblor. Trato de desanudarlos. La lluvia ya no crepita, cae a baldes. Los pequeños vidrios están anegados como un parabrisas de auto como un ojo de buey golpeado por las olas. El estruendo ya no está formado por un tamborileo hostil sino por una serie de golpes sordos que entrecortan la lejana voz de Fulbert y los gemidos de Momo. Siento que alguien me toca el codo. Es Meyssonnier. Me doy vuelta hacia él. Estoy fascinado por la manera dolorosa en que su manzana de Adán remonta por su cuello mientras que me habla sin que yo perciba un solo sonido. Me inclino, -casi pego mi oreja a su boca- y escucho: Thomas quiere hablarte. Como estoy parado -mecánicamente hemos imitado a los de la primera fila y como ellos nos hemos levantado y sentado- paso delante de Meyssonnier y me acerco a Thomas hasta tocarlo. Despega sus labios con dificultad y noto que un fragmento de espesa saliva, casi solidificada, queda en suspenso entre el uno y el otro mientras me dice: cuando la lluvia pare, iré a ver. Hago que sí con la cabeza, vuelvo a mi sitio y me asombra que haya sentido la necesidad de decirme eso, dado que la cosa me parece tan evidente. No quiero que se exponga a la lluvia de la que ahora estoy convencido que está cargada de cenizas mortales. La angustia ha alcanzado en mí tal intensidad que ha matado toda esperanza.

Las dos ventanas están permanentemente anegadas de agua, pero cosa extraña, parecen más claras que antes. Se diría que estamos iluminados por una capa de lluvia. Más allá de esa capa no se distingue otra cosa que una espesura blancuzca. Tengo la absurda impresión de que el diluvio ha llenado el pequeño valle de los Rhunes hasta nuestra altura, minando el acantilado por todas sus grietas. Veo con asombro, y sin percibir la significación del hecho, que un vaso lleno de vino y un plato donde están dispuestos unos pedazos de pan circulan entre nosotros. Veo a Thomas y a Meyssonnier beber por turno y por el sobrecogimiento que me invade, me doy cuenta que están, sin saberlo, comulgando. Sin duda están muy contentos de humedecer con un trago de vino su garganta seca. Pero ellos también han debido comprenderlo y rectificarse, porque al mismo tiempo que el vaso me pasan el plato con los trocitos de pan sin tocarlo.

Observo entonces que Jacquet está a mi lado. Se da cuenta de mi aprieto y me toma el plato de las manos. Y cuando me llevo el vaso a los labios con avidez, se inclina y me dice al oído: deja algo para mí. Ha hecho bien, me iba a tomar todo. Cuando hube terminado, me tiende el plato y, además del que me toca, con un gesto rápido agarro los pedazos de pan de mis vecinos. Es puramente un reflejo defensivo: no quiero que Fulbert sepa que dos de nosotros han rechazado la comunión. Me sorprende que actúe ese reflejo y que todavía piense en cuidar del porvenir, dado que en mi mente nadie aquí tiene ya porvenir. Jacquet me ha visto hacer ese escamoteo, que el amplio lomo de la Falvina ha ocultado a los ojos de Fulbert. Me mira con sus ojos cándidos con una sombra de reprobación, pero ya sé que no dirá nada.