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Es alrededor del tanque de agua donde la Menou ha agrupado sus "herramientas": limpia-botellas fijados sobre una cuba alimentada con agua por una canilla, escurridero, y tapa-botellas automático. Está entregada a su tarea y su humor contrasta con el mío. Para ella, que sin embargo no bebe más que con moderación, embotellar el vino es un ritual sagrado, una fiesta antigua, el exaltante testimonio de nuestra abundancia, la promesa de futuras alegrías. Para mí es una lata. Y una lata de la que no me puedo salvar. Bastarían dos personas para la operación, una para aspirar, la otra para tapar, pero ni la una ni la otra puede ser Momo. Si aspira, apenas comienza el sifonaje asegura la correcta llegada del vino llevándose el tubo a los labios antes de introducirlo en el gollete de la botella. Si tapona, prueba un trago de cada botella antes de cerrarla.

Yo me ocupo del envase, la Menou del taponaje y Momo, del transporte del uno al otro, y por turno, de las botellas vacías y de las botellas llenas. Incluso así, los incidentes se suceden con frecuencia. De vez en cuando oigo a la Menou gritar: "Momo, ¿quieres una patada en el culo?" No tengo necesidad de levantar la cabeza. Sé que Momo vuelve a colocar apuradísimo en la cesta metálica la botella empezada. Y lo sé porque al mismo tiempo, no teniendo en cuenta para nada la acusación del testigo ocular, Momo grita con voz indignada: A ien fé ! (¡No he hecho nada!).

Cuando aspiro, el vino sube tan rápido en la botella que exige una atención constante. Es asombroso cómo un trabajo manual, hasta maquinal como éste, impide toda reflexión útil. Es cierto también que la melodía llorona que brota del transistor que Momo lleva en bandolera (regalo reciente y malhadado de la Menou) no ayuda a la concentración. Superé poco a poco mi malhumor inicial, pero sin poner demasiado entusiasmo en lo que estaba haciendo. Embotellar vino no es una operación embriagadora, salvo concebida a lo Momo. Pero había que hacerlo. Era mi vino. Yo estaba bastante orgulloso de su calidad, bastante contento de trabajar con la Menou, bastante fastidiado al mismo tiempo por los manejos de Momo y su musiquita. Total, vivía un momento bien mediocre y bien cotidiano de mi vida, con pequeñas emociones en medias tintas, contradictorias y fugitivas, ideas o esbozos de ideas que no me interesaban mucho, y una dosis muy moderada de aburrimiento residual.

Golpearon violentamente a la puerta, como en las tragedias de Shakespeare, y Meyssonnier, seguido de Colin y del gran Peyssou, hizo una entrada bastante poco dramática, por más que estuviera contrariado hasta el último grado de lo que me di cuenta en seguida sólo por la manera en que parpadeaba.

– Te hemos buscado por todos lados -dijo avanzando hacia el fondo de la bodega, seguido por los otros dos.

Noté con fastidio que había dejado abiertas las dos puertas del corredor abovedado que precedía la bodega.

– Es grande tu chisme. Por suerte encontramos a Thomas que nos informó.

– ¡Cómo! -dije tendiéndole la mano izquierda por encima del hombro, con la mirada fija en el nivel del vino- ¿todavía no se fue Thomas?

– No, estaba sentado al sol, en los peldaños del torreón, mirando sus mapas.

Meyssonnier dijo eso con un especial tono de voz, porque un muchacho que se pasaba tanto tiempo estudiando las piedras le inspiraba consideración.

– ¡Mis respetos, señor Comte! -dijo Colin, que encontraba divertido llamarme así desde que yo había comprado Malevil.

– ¡Hola! -dijo el gran Peyssou.

Yo no los miraba. Tenía la mirada fija sobre la subida del vino en la botella. Hubo un silencio que me pareció molesto.

– ¿Y entonces -dijo el gran Peyssou, sintiendo esa molestia-, y tu alemana, viene o no?

Este es por lo menos un tema sin historia. Eso era lo que él creía.

– No vendrá -dije con jovialidad-. Se casa.

– No me lo habías dicho -recalcó la Menou con un tono de reproche-. ¡Qué les parece! -prosiguió con un tono de burla-. ¡La señorita se casa!

Vi que se le iba la lengua por ponerse a dar una lección de moral, pero debió acordarse de las circunstancias en que ella misma se casó con su marido, y se calló.

– ¡Imposible! -dijo el gran Peyssou-. ¿Se casa? Ah, bueno, qué lástima, con relación a lo que quería hacerle.

– Te vas a encontrar sin ayuda -dijo Colin.

No podía darme vuelta para mirar a Meyssonnier, el nivel del vino subía tan rápido… Pero me daba cuenta que no había abierto la boca.

– Voy a tener tres en casa a fin de mes -dije al cabo de un momento.

– ¿Chicas o muchachos? -dijo Peyssou.

– Un muchacho, dos chicas.

– ¡Dos chicas! -dijo Peyssou. Pero no insistió, y el silencio volvió a pesar de nuevo.

– Menou -dije-, vete a buscar tres vasos para estos señores.

– No vale la pena -dijo Peyssou humedeciéndose los labios.

– Momo -dijo la Menou- vete a buscarlos, ves muy bien que yo estoy ocupada.

En realidad, no tenía ganas de dejar la bodega en el momento en que la conversación se iba a volver interesante.

– Nieba ! (¡No voy nada!) -dijo Momo.

– ¿Quieres una patada en el culo? -dijo la Menou levantándose con aire amenazador.

Momo de un brinco se puso fuera de su alcance, y repitió, pateando el suelo rabioso:

– Nieba !

– ¡Irás! -dijo la Menou dando un paso hacia él.

– Momo nieba ! -gritó Momo desafiante, con la mano en la manija de la puerta, listo a escapar.

Menou midió la distancia que lo separaba de ella y se volvió a sentar con calma.

– Si vas -le dice con tono apacible mientras acciona la palanca del tapabotellas-, te haré buñuelos esta noche. La codicia invade la cara mal afeitada de Momo y hace brillar sus ojitos negros, ojos de animal, vivos y cándidos.

– Emomi ? -dice con vivacidad, hurgando con una mano su negra e hirsuta pelambre, y con la otra su bragueta.

– Prometido -dice la Menou.

– lbé -dice Momo con una sonrisa encantada. Y desapareció tan rápido que omitió cerrar las puertas detrás de él. Se oyeron sus zapatones claveteados golpear en las lajas de la escalera.

El gran Peyssou se dio vuelta hacia la Menou.

– Hay que reconocer que tu muchacho te da trabajo -le dice con cortesía.

– ¡Oh, sí, tiene sus pequeños caprichos, es cierto! -dice la Menou con aire satisfecho.

– Y ahora ya ves, tienes que meterte en la cocina esta noche -dice Colin.

La calavera de la Menou se arrugó.

– ¡De todos modos -dice en dialecto- da la casualidad que hoy es mi día de hacer buñuelos! ¡Pero ni se ha acordado, el pobre tonto!

Y por qué era en realidad mucho más divertido dicho en dialecto que en francés, no sabría decirlo. Quizás a causa de la entonación.

– Son vivas las mujeres -dice el pequeño Colin con su sonrisa en góndola-. ¡Lo llevan a uno de la punta de la nariz!

– De todas las puntas -dice Peyssou.

Nos reímos, y los tres miramos a Peyssou, enternecidos. Y así era. Era el gran Peyssou. Siempre el mismo. Siempre con las cochinadas.

Silencio. Uno se tomaba todo su tiempo, en Malejac. No se entraba así como así en el meollo del tema.

– ¿No les molesta que siga con mi vino, mientras me hablan?

Vi que Colin invitaba con la mirada a Meyssonnier, pero éste siguió silencioso. Su cara de hoja de cuchillo parecía más larga todavía y sus párpados batían.

– Bueno -dijo Colin-. Te vamos a poner al corriente, en vista de que aquí, en Malevil, estás un poco apartado. De la carta al alcalde, no nos hemos ocupado del todo mal. Ha circulado y la gente ha reaccionado bien. Por ese lado, anda bien. El viento cambia. Es del lado de Paulat que el asunto no marcha.

– ¿Se agita, el Paulat?

– Y sí. Sobre todo cuando ha visto que soplaba contra el alcalde. Explicó por todas partes que, en cuanto a la carta, estaba de acuerdo. Hasta da a entender que es él quien la ha redactado…

– ¡Está bueno! -digo yo.

– Si no la ha firmado -siguió Colin- es porque no quiso poner su firma al lado de la de un comunista.

– Sin embargo -digo yo-, aceptaría figurar en una lista electoral con un comunista, a condición de que el comunista no sea el primero de la lista.

– ¡Eso es! -dice Colin-. Has comprendido.

– Y el primero, por supuesto, sería yo. Sería elegido alcalde, Paulat sería el primer teniente, y como yo estoy con mucho trabajo como para ocuparme de la alcaldía, se apoderaría de ella.

Paré de llenar y me di vuelta hacia ellos.

– Bueno. ¿Y? ¿Qué nos importan los tejes y manejes de Paulat? No le llevemos el apunte, nada más.

– Pero es que la gente está bastante de acuerdo -dice Colin.

– ¿De acuerdo en qué?

– En que tú seas alcalde.

Me puse a reír.

– ¿Bastante de acuerdo?

– Manera de decir -dice Colin-. Incluso lo están del todo.

Miré a Meyssonnier y volví a trasegar con mi sifón. En Malejac, en el 70, cuando había dimitido de mi puesto de director de la Escuela, para seguir con lo de mi tío, me habían tachado de muy imprudente. Y cuando compré Malevil, es muy sencillo, Emanuel, a pesar de su instrucción, es tan loco como su tío. Pero las sesenta y cinco hectáreas de impenetrables montes bajos se habían trasformado en feraces praderas. Pero la viña de Malevil había sido replantada y daba un excelente vino. Pero iba a ganar "cientos y miles" dejando visitar el castillo. Y sobre todo, había vuelto al seno de la ortodoxia malejaciana: había vuelto a comprar vacas. En seis años, me había pues beneficiado en la opinión pública de mi pueblo, con una rápida promoción. De demente, me había convertido en vivo. ¿Y un vivo que hace tan bien sus negocios, por qué no puede hacer también los de la comuna?

En una palabra, Malejac se equivocaba dos veces: la primera vez, tomándome por loco. La segunda vez, queriendo confiarme la alcaldía. Porque no hubiera sido un buen alcalde, no me interesaba lo suficiente. Y al buen alcalde, Malejac, fiel a su ceguera, lo tenía en las narices y no lo veía.

Dejando las dos puertas abiertas, pero es cierto, tenía las manos ocupadas, Momo volvió trayendo no tres vasos sino seis, prueba de que no tenía la intención de olvidarse de él. Los seis uno dentro del otro y con sus dedos sucios metidos hasta el fondo del de arriba. Me levanté.

– Dame eso -le dije rápidamente desembarazándolo de la carga. Y empezando por él, le di el vaso sucio.

Trasegué una botella del año 75, la mejor para mi gusto, e hice la distribución a la ronda, en medio de los acostumbrados rechazos y protestas. Cuando estaba por terminar, entró Thomas, pero él, por supuesto, cerró con cuidado las dos puertas detrás de él y avanzó, sin una sonrisa, más que nunca semejante a una estatua griega a la que se hubiera vestido con un casco de motociclista y un impermeable negro.