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Incliné la cabeza.

– El señor Paulat está en todo su derecho.

– Para mí -dijo Peyssou al cabo de un momento- negarse a votar o votar en contra es la misma cosa.

– ¡Pero de ningún modo! ¡De ningún modo! -dijo Paulat muy agitado-. No confunda. No estoy en contra de ese texto. Me niego a votarlo porque estimo que no me han dado tiempo para discutir sobre él.

Peyssou giró lentamente la cabeza hacia él y lo observó en silencio con aire pensativo.

– De todos modos -dijo- usted no está a favor. Si no, hubiera votado a favor.

– No estoy a favor ni en contra -dijo Paulat escupiendo a más y mejor bajo el efecto de la emoción-. Me niego a votar. Es muy diferente.

Peyssou rumió esa respuesta, con su mirada gris asombrada, fija en el señor Paulat. Meyssonnier se removió en su silla, como si fuera a hablar y levantarse, pero con una ojeada le hice señas de no moverse. Escuchaba. Colin también escuchaba. Y Meyssonnier nos imitó. Esperábamos la continuación. Y la continuación vino.

– Hay una cosa que no comprendo -prosiguió Peyssou con lentitud-. Es para qué viene usted con nosotros, si no está a favor ni en contra.

Paulat palideció y se levantó.

– Si mi presencia les desagrada, puedo retirarme -dijo de una manera apenas audible, como si se hubiera ahogado con su propia lengua.

Me levanté a mi vez. -Pero no, vamos, señor Paulat, Peyssou no ha querido decir nada por el estilo, etcétera…

Y continuó con el mismo tono durante unos buenos cinco minutos, poniéndole bastante aceite a su partida para que pudiera realizarse sin dolor. Sin embargo, observé que mientras me respondía, Paulat plegaba en cuatro la copia de mi carta al alcalde y se la metía en el bolsillo. Se la reclamé de inmediato para mis "archivos". Hizo un movimiento de vacilación, se sobrepuso y me devolvió el papel con una sonrisa forzada. Esa sonrisa fue lo último que vi de él.

Después de la partida de Paulat, acompañé a los compañeros a la playa de estacionamiento delante del primer recinto sin decir una palabra. Quizás un poco cansado por esa larga sesión pasé por un momento de depresión. Todo eso, en el fondo, no era más que pequeña, muy pequeña historia. No menos mínimas, las elecciones municipales que apasionaban a nuestros compatriotas a principios del año 1977. Y no menos irrisorios, quizá, los problemas que agitaban en ese mismo minuto a nuestro gobierno y que le daban la ilusión de que aún conservaba el dominio de nuestros destinos.

En la pequeña playa de estacionamiento delante de Malevil hubo un incidente técnico. El Renault de Colin se negó a arrancar. Colin conoció un momento de pánico. Tenía que ir a buscar a su mujer y a sus dos hijos a la capital del departamento a la llegada del rápido de las 14 y 52. Ahora bien, era domingo, ningún mecánico iba a arreglárselo y apenas le quedaba tiempo para recorrer los sesenta kilómetros que nos separaban de la ciudad. Tuvimos una corta discusión. Y al final, tomé mi auto y llevé a Colin al tren.

Me detengo, releo la frase que acabo de escribir, y siento como un choque. Sí, claro, en sí misma no merece el asombro. "Tomé mi auto y llevé a Colin al tren." ¿Qué hay de más sencillo? Y sin embargo, al releerla, lo que siento es una terrible ruptura. El auto, el tren: la falla está ahí, en esas dos palabras, partiendo en dos nuestra vida. En realidad, el foso que separa las dos mitades de nuestra existencia es tan irremediable que no alcanzo por completo a creer que -antes- yo podía ejecutar esta sucesión de actos asombrosos: sacar mi auto del garage, detenerme en una estación de servicio para cargar nafta, llevar a un amigo al tren, estar de vuelta en casa a la hora de la siesta después de haber recorrido en dos horas ciento veinticinco kilómetros, y eso por un camino perfectamente seguro, y sin correr otro riesgo que la velocidad de la máquina que piloteaba. ¡Qué lejos me parece todo eso! ¡Y qué maravilloso universo aquel en el que se podían hacer esas cosas!

Gracias a Dios, nunca pienso en eso. Salvo a la vuelta de un recuerdo. O cuando me entretengo, como en este momento, en descubrir ese mundo de antes… tan protegido, tan fácil, tan infantil.